Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
En otros lugares, grupos de comerciantes —a juzgar por sus panzas prominentes— charlaban tomando café, sentados en círculo en torno a un fuego. Algunos fumaban en pipa o masticaban opio, mientras otro les daba noticias de su casa. Cuando llegaba la hora de la oración, extendían sus alfombras y se volvían hacia La Meca, ayudándose del mihrab excavado en una sección de la muralla.
Pero aparte de los khans, su única referencia era el disco solar, que extrañamente se reducía día tras día, en tamaño e intensidad, contentándose con efectuar solo un corto y tímido paseo por encima del horizonte. Como si supiera que no era bienvenido allí.
—Tenebrooc, o Tartaaaria —explicó una noche Rufino a Casiopea—, es ese lugar que los antiguos llamaban el valle tenebroso.
—¿Ya lo conocías?
—Sí. En fin, un poco. Leí liiibros sobre este teeema, hace mucho tiempo. Mi paaadre quiso ponernos sobre aviiiso, a mi hermano y a mí, contra la presencia del maaal… «¡El infierno no está reservaaado solo a los mueeertos!», acostumbraaaba a decirnos. «Los que deberán permaneceeer en él llevan en sí, desde los primeros instantes de viuda, la marca de ese lugar maldiiito…»
—Es curioso. Si estamos, como tú pretendes, en el infierno, ¿por qué no hay demonios? Ni siquiera hemos visto guardianes.
—No hay Cerbeeero…
—Ni Carente. No recuerdo haber franqueado ninguna frontera. .. Y sobre todo, esperaba ver torrentes de lava y rocas incandescentes, un poco como en el fondo del Vesubio. Y no viajar a pleno día a la luz de las antorchas.
—¿En pleno día? —intervino Simón—. Está oscuro desde hace tanto tiempo que ya no sabemos si es de día o de noche. Tú hablas de jornadas de marcha, pero tal vez sean noches. O al revés.
—Se diría que conoces bien este lugar…
—Tengo la impresión de haber nacido en él —confesó Simón.
Y era verdad. Si eso era el infierno, había nacido ahí. En un lugar donde tus hermanos siempre pasan por delante de ti. Un lugar donde no existes. Donde te tratan como alguien que está de más, o, en el mejor de los casos, como algo despreciable. Simón el Parco. Simón el Pequeño. Simón el Insignificante. Simón que hubiera debido morir ya que causó, al nacer, la muerte de su madre… «Aunque mi padre, en el momento de exhalar el último suspiro, estaba contento de tenerme, después de que sus otros cuatro hijos hubieran muerto. Eso es lo que fui para él. Un vulgar heredero, encargado de asegurar su supervivencia en el más allá…»
Ese gusto amargo que Casiopea encontraba en sus comidas, Simón lo había sentido siempre. Igual que siempre había sentido la falta de luz, incluso en Tierra Santa. Solo en el contacto con Morgennes —o, antes que él, con el asesino Wash el-Rafid o con Reinaldo de Châtillon—, Simón había tenido la luminosa sensación de haber encontrado por fin su camino. De ser considerado. El infierno era descubrir a su familia sentada a la mesa para cenar sin que nadie se hubiera preocupado de llamarle. El infierno era no tener nunca un sillón en el que sentarse junto a los suyos. El infierno era oír que el panteón de los Roquefeuille —donde reposaban su padre y sus antepasados— no podría alojarle porque habían cedido su lugar a una prima lejana. El infierno era tener que aprender el oficio de las armas a escondidas de sus hermanos, que estaban todos colocados como escuderos de un caballero amigo de la familia. Era mentir a los oficiales de la comendaduría de los templarios, forzando su entrada con las palabras: «Me envía mi padre…».
Era sufrir hasta el punto de oír llorar a su corazón permanentemente, de oír gritar a su cabeza.
Era tener tal necesidad de revancha contra el mundo y los suyos que nada, nunca, podría satisfacerla. Era, sobre todo, saberse condenado.
Simón llevaba el peso de su sufrimiento desde hacía tanto tiempo que tenía la espalda encorvada.
De modo que, en este lugar donde el cielo era tan bajo que se parecía a la bóveda de las minas, se encontraba en su casa.
Sin embargo, aún no habían llegado al infierno.
No del todo.
Pero, como el viejo Heraclio de Jerusalén había explicado a Rufino, las estepas que lo bordeaban llevaban en sí, desde las primeras leguas, la marca de ese lugar maldito. Y existía una frontera.
En los confines de Persia, hacia tramontana, hay una grandísima llanura donde se encuentra el Árbol Solo, al que los cristianos denominan el Árbol Seco.
Marco Polo,
El descubrimiento del mundo
El signo que esperaba Casiopea se presentó un día —o una noche— bajo la forma de un árbol. Un árbol distinto a todos los que hasta entonces habían visto Simón y ella, incluso en el oasis de las Cenobitas.
Era un árbol a la vez blanco y negro, cuyas hojas se agitaban tan rápidamente bajo el efecto del viento que se veía gris. En cuanto a sus frutos, parecían bolas de niebla.
—Qué árbol tan curioso —dijo simplemente Casiopea.
Al principio creyeron que sería fácil llegar hasta él; pero al cabo de dos cenas —ahora era su forma de contar el paso del tiempo— tuvieron que reconocer que estaban engañados.
El árbol aún se encontraba lejos. Sin embargo, en este país desolado representaba el faro que necesitaba su desamparada expedición. Siguieron avanzando, pues, hacia él con la esperanza de alcanzar un puerto. Aunque habían acampado lejos del extraño árbol, se despertaron justo a su lado.
—¡Huele a caféee! —hizo notar Rufino, que antes de su decapitación era un gran aficionado a ese brebaje.
—Tienes razón —corroboró Casiopea.
Miraron alrededor buscando de dónde procedía el olor, tan incongruente en esos parajes.
—¡Nada!
Fue Simón quien encontró su origen al levantar los ojos.
—¡Ahí!
Apuntando al árbol con el dedo, les señaló dos grandes botas que colgaban por debajo de las ramas.
—¿Sois vos quien hace café?
Las botas se agitaron y luego descendieron hacia ellos. Dos fuertes muslos las prolongaban, seguidos de un torso, un par de brazos y una cabeza adornada de una poblada barba…
—¡Gargano! —exclamó Casiopea.
Mientras el gigante se dejaba caer al suelo y Simón desenvainaba su espada, ella se precipitó hacia su padrino y lo abrazó hasta casi ahogarlo.
—¡Casiopea! —exclamó Gargano—. ¿Tú aquí? Pero… cuidado, ¡harás que derrame el café!
—¿Y si nos presentaras? —dijo Simón volviendo a envainar su espada.
—Es mi padrino. Un antiguo y gran amigo de mi madre. En materia de combate, él me lo ha enseñado todo.
—Oh, no todo —balbució Gargano sonrojándose.
—Casi todo. El resto lo aprendí en Constantinopla, bajo la férula de Colomán.
—Admitamos que te inculqué las bases; pero hay que reconocer que lo llevabas en la sangre.
Aunque superaba en altura a Casiopea por cinco o seis cabezas, el gigante mantenía los brazos bien altos para no quemar a su ahijada con su vaso de café. Una sonrisa franca coronada por un magnífico bigote gris y dos ojos que chispeaban de malicia revelaban su naturaleza profunda: Gargano era un gigante bueno, del tipo que no se encuentra a menudo en los cuentos de hadas.
—¿Y si nos sirvieras café? —le pidió Casiopea después de haberlo estrechado entre sus brazos una vez más.
—Encantado —dijo el gigante reprimiendo un bostezo, y sacó de la gran bolsa que llevaba a la espalda una gran copa, que llenó y entregó luego a su ahijada.
Casiopea bebió golosamente y después tendió la copa a Simón. En ese momento, en el cielo, el halcón lanzó un grito.
—Veo que has traído a Cocotte —dijo Gargano—. Has hecho bien. ¿Me habéis encontrado gracias a ella?
—No —respondió Casiopea—. Ha sido gracias a…
Pero no veía gracias a qué había sido, si no era a la suerte, o a la providencia.
—Entonces es que estaba escrito —dijo Gargano ahogando un segundo bostezo—. Perdonad que bostece, pero voy tan corto de sueño…
El gigante se vació la cafetera en la garganta, y luego se palmeó el jubón para eliminar algunas manchas negras y blancas.
—Porquería —dijo—. Esto me recuerda los pantanos que…
Se detuvo, sin atreverse a hablar de Morgennes, recordando la promesa que le había hecho hacía veinte años.
—En fin, que estoy contento de haberos encontrado.
—Hemos sido nosotros los que te hemos encontrado —le corrigió Simón.
—Tal vez —dijo el gigante—. O tal vez no. Quién sabe, con la extraña geografía de estos parajes y todos los milagros que pueden producirse en ellos… Es como los pantanos, os digo.
—¿Qué pantanos, padrino Gargano? —preguntó Casiopea—. No dejas de mencionarlos, pero nosotros no sabemos nada de ellos.
—Oh… pantanos situados en Etiopía, con miríadas de pequeñas mariposas con alas que tan pronto son negras como blancas y montones de…
—¿Setas? —le interrumpió Casiopea.
—Pues sí. ¿Y tú cómo lo sabes?
Casiopea sacó de su alforja uno de los potes de pintura de Hassan Basras.
—¿Como las que componen estos pigmentos?
—¿Dónde has encontrado eso? —le preguntó Gargano.
—Me lo dio el jeque de los muhalliq.
—Es infinitamente precioso.
—Lo sé.
Simón hundió un dedo en el pote de pintura y lo frotó contra su pulgar.
—Parece polvo.
Al husmearlo, lo inhaló por descuido y le provocó un ataque de tos.
Casiopea se echó a reír, y Gargano le ayudó a recuperarse dándole numerosas palmadas en la espalda.
—Gracias, ya está bien, ya está bien —dijo Simón.
Un segundo vaso de café más tarde, mientras por todas partes a su alrededor la bruma se espesaba, se tendieron —los que podían hacerlo— contra el tronco del Árbol Solo.
—Aaaah —suspiró Rufino—, sentir un trooonco contra la espalda… ¡Cómo me gustaría teneeer esta sensación!
—¿Echáis en falta vuestro cuerpo? —preguntó Gargano.
—Terriblemeeente. Pienso en él sin paaarar… Me gustaría mucho sabeeer dónde está…
—Tal vez simplemente ya no esté —aventuró Simón.
—¡Oh, por favor, no digas barbaridaaades! —aulló Rufino—. ¡Claro que está en algún siiitio!
Los ojos de la cabeza decapitada parpadearon varias veces y las aletas de su nariz se agitaron como si estuviera a punto de estallar en lágrimas.
—Le has puesto triste —dijo Casiopea.
—Nada de eso —objetó Simón—. No he hecho más que formular una evidencia.
Gargano les observaba interesado.
—Según la Biblia, existen dos árboles que no se parecen a ningún otro, plantados por Dios en el jardín del Edén —declaró—. Uno de ellos es el Árbol del Conocimiento. Pero nadie sabe dónde se encuentra…
—En el oasis de las Cenobitas —le informó Simón.
—Oh… ¿De modo que lo habéis descubierto?
—Sí —respondió Casiopea—. Pero esa es otra historia…
—El otro —prosiguió Gargano mientra palmeaba el tronco contra el que estaban apoyados— sería este: el Árbol de la Vida. Se dice que puede resucitar a los muertos… De manera que tal vez haya alguna esperanza si se llega a encontrar vuestro cuerpo, mi señor Rufino.
—Exceleeencia —le corrigió Rufino—. Aunque téeecnicamente no sea ya el obiiispo en funciones de Aaacre, aún conservo el título. Por otra parte, lo sé tooodo sobre este árbol.
—¿Ah sí? ¿De verdad?
—Eres un verdadero pozo de ciencia —se burló Simón—. Ya ves, al fin y al cabo, no tienes realmente necesidad de un cuerpo…
—Déjale hablar —le interrumpió Casiopea—. Lo siento, Rufino. Dinos lo que sabes sobre este árbol.
—Se trata de un áaarbol mítico. Algunos lo llaman el Áaarbol Seco. Otros, el Áaarbol Solo. Yo lo llamo el Àaarbol del Fin del Mundo… Es un áaárbol milagroso. Un áaárbol cuyas hojas son verdes por un lado y blaaancas por el otro, y cuyos frutos dicen que tienen la virtud de curar todos los maaales…
Mecidos por las palabras de Rufino, creyeron dormirse mientras en torno a ellos la bruma se hacía algodonosa y tenían la sensación de que los cuatro se habían deslizado bajo una misma manta de gasa con un árbol en medio.
—¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó Simón al gigante.
—Forzosamente hay que pasar por aquí para llegar a Tartaria. El propio Alejandro Magno atravesó esta región, con más de cien mil caballeros.
—Según el Corán —dijo Casiopea—, Alejandro Magno construyó una inmensa muralla en los confines del mundo conocido para impedir que Gog y Magog nos invadieran.
—Es como en el Antiguo Testameeento —precisó doctamente Rufino—. Donde está escrito que los pueblos de Gooog y Magooog saldrán de su refugio para invadir la tieeerra cuando se acerquen los Ultimos díiias.
—Normal si son demonios —añadió Simón.
—Qué divertido —comentó Gargano.
—¿Por qué os dirigíais a Taaartaria? —le preguntó Rufino.
—Iba tras las huellas de la madre de esta joven —confesó Gargano señalando a Casiopea—. Guyana partió tan deprisa que no tuve tiempo de advertirla. Por aquí, una mujer sola está expuesta a muchos peligros… Y, por cierto, os estoy infinitamente agradecido por escoltar a Casiopea —le dijo a Simón.
—Somos dos los que la escoooltamos —replicó Rufino, irritado.
—Os estoy muy agradecido a ambos —terció Gargano.
Y mientras Simón se levantaba para hacerse con unas manzanas de sombra, Gargano se volvió hacia Casiopea.
—Gracias a las botas que heredó de Poucet, tu madre se desplaza con extrema rapidez —le dijo—. Alcanzarla no ha sido tarea fácil.
—¿Cómo? ¿De modo que tú también la has visto? Parece que solo nosotros somos incapaces de lograrlo…
—Deberías conseguirlo fácilmente, porque ha dejado de correr.
—Explícate. No me digas que…
Temiendo lo peor, Casiopea palideció; pero Gargano la tranquilizó.
—No, no. ¡No te preocupes!
Y soltó una carcajada, como si la muerte de Guyana fuera la cosa más improbable que se pudiera imaginar.
—No está muerta. Al contrario, me atrevería a decir. Pero lo que vas a descubrir tal vez no te guste…
—¿Qué es?
—No sé si me corresponde a mí explicártelo. De hecho, creo que sería mejor que fuera tu propia madre quien te lo dijera.
—Para eso tendría que encontrarla.
—Oh, la encontrarás. Dos mujeres como vosotras no pueden abandonar este mundo sin haberse cruzado de nuevo.
—De todos modos, me gustaría saber más.
—Puedo decirte que está como hechizada. Nunca la había visto tan radiante…