Las siete puertas del infierno (20 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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El exilio occidental

De nuevo Simón tuvo la visión de una tempestad de fuego abatiéndose sobre el desierto. Caían llamas del cielo. El sol enrojecía y el aire vibraba como la piel de un tambor.

—¡Qué sufrimiento! ¡Qué terrible sufrimiento! Aquí murió gente quemada viva…

Casiopea miró alrededor. En algunos lugares, bajo el desierto, se adivinaban enormes placas de arena vitrificada. Se hubiera dicho que era un mar transformado en vidrio, un mar de aristas aceradas, cortantes; un mar convertido en tumba de sus habitantes.

—Estamos en un cementerio —comentó amargamente.

El viento seguía soplando sobre la arena, cubriendo y descubriendo multitud de cadáveres petrificados en horribles expresiones de dolor, cuerpos calcinados agitados por las olas de un mar indiferente. De pronto, el viento descubrió a un hombre con el brazo tendido hacia un caballo. Su mano emergía del fúnebre sudario, unida al cuerpo solo por un jirón desgarrado de un rojo aterrador. Estaba medio cerrada, crispada, como en una última tentativa de escapar a la muerte. Frente a ella, los dientes del caballo parodiaban una sonrisa, un rictus abominable que provocó náuseas a Casiopea.

—Pero ¿quién está enterrado aquí? —preguntó Simón.

—¿Será el antiiiguo ejército de Cambises? —aventuró Rufino.

—Cambises murió en Etiopía —precisó Casiopea—. De modo que no son sus hombres. Por otra parte, estos muertos me parecen recientes.

Cerró los ojos y sintió un indecible sufrimiento en torno a ella. Unos hombres habían levantado su tienda aquí; luego un cielo de fuego se había abatido sobre ellos, y ya no había habido más que el vacío, un vacío inmenso y doloroso. La emoción que sentía era tan viva que se llevó la mano a la boca. ¡Sangre! Un minúsculo fragmento de vidrio acababa de cortarle el labio.

—¡No debemos quedarnos aquí!

Se incorporó y corrió hacia los caballos. Sobre sus patas y su pecho, numerosas incisiones mostraban que algo les había herido.

—¡El viento arrastra vidrio además de arena! ¡Tenemos que proteger a nuestras monturas!

Simón extendió las mantas que llevaban sobre las yeguas, cubriéndolas lo mejor que pudo.

—Que el diablo…

Pero no acabó la frase.

De repente había caído la noche. No la habían visto llegar. En el desierto las transiciones eran mucho más violentas que en otros lugares.

—¿Qué hacemos? —preguntó Simón.

Casiopea se pasó la mano por los labios, por sus labios resecos, soldados por el calor. «¡Quemados! ¡Quemados vivos!», pensó. ¿Podía asegurarse que el peligro había pasado? Unas personas —¿los muhalliq?— habían llegado ahí, y luego el fuego había caído como una lluvia incandescente. Habían vivido una agonía rápida pero dolorosa, y luego nada. Solo una jaula de vidrio donde se detenían sus gritos.

—¡Qué horror! —exclamó.

—Tenemos que irnos —dijo Simón—. ¡Pide a tu halcón que nos guíe!

Casiopea levantó los ojos hacia el cielo estrellado y distinguió a Cocotte, volando por encima de las dunas. Un vapor negro las recorría, como la mano de un sembrador diabólico repartiendo muerte en forma de cristal. Un océano de un violeta oscuro, infinito y aterrador, se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Eran náufragos perdidos en un mar en el que cada ola era tan cortante como una espada.

Un frío intenso les invadió, y Simón lamentó haber utilizado la manta para cubrir su montura. Temblaba de arriba abajo. ¿Era la fiebre?

—Dirijámonos hacia esas estrellas —sugirió Casiopea tendiendo el dedo hacia una miríada de estrellas que titilaban justo por encima de la línea del horizonte hacia la que volaba el halcón.

Con su brillo cálido, parecían más reconfortantes que las otras, que brillaban con un resplandor frío por encima de sus cabezas.

Por curiosidad desenvainó a
Crucífera
. Pero la espada no brillaba.

—Muy bien —dijo Simón.

Sujetando a las yeguas por la brida, con las manos y el rostro envueltos en pedazos de tela, caminaron hacia esas extrañas estrellas que brillaban entre las dunas. El desierto crujía bajo sus pasos. Se miraron las botas. Empezaban a lacerarse, permitiendo que los colmillos de vidrio les ensangrentaran los pies.

Pero las estrellas se acercaban. De hecho…

—¡No son estrellas! —gritó Casiopea—. Son…

—¡Hogueras de un campamento! —exclamó Simón.

—No, no son de un campamento. Vienen hacia nosotros.

—¿Antorchas?

Casiopea sacó de nuevo a
Crucífera
de su vaina. Simón la observó, ligeramente inquieto. Pero el brillo metálico de la espada les tranquilizó. Las brillantes luces que iban hacia ellos ondulaban siguiendo el perfil de las dunas. Probablemente las llevaban gente montada en camellos. ¿Beduinos?

—Encendamos una antorcha —propuso Casiopea.

Simón sacó una de su talego, la encendió y la levantó tan alto como pudo. El fuego le calentó la mano, y el crepitar de la llamita le arrancó una sonrisa.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! —gritó Casiopea sin saber a quién llamaba de ese modo.

En la lejanía, algunas luces le respondieron, oscilando ellas también.

—Nos han visto. ¡Vamos, valor!

Siguieron avanzando, hasta salir por fin de la zona maldita. Los crujidos de vidrio y de hueso dejaron de escucharse, y frente a ellos unas manchas blancas emergieron de la oscuridad. Una tribu de beduinos. La mayoría iban montados en camellos. Otros seguían a pie, sosteniendo una lanza con la punta dirigida hacia el cielo. En cabeza iba un anciano con el rostro arrugado como un membrillo. Casiopea reconoció a su viejo amigo, el jeque de los muhalliq, Nâyif ibn Adid, que había aparecido como por ensalmo en medio de las luces. Detrás de él se apretujaban un grupo de personas —imposible decir cuántas—. Todos, hombres, mujeres y niños, estaban en guardia, por miedo al enemigo. Sus ojos, hundidos en las órbitas, eran opacos, vacíos de toda sustancia, y sobre la parte visible de su piel se leían las secuelas de la tempestad de llamas y fragmentos de vidrio que se había abatido sobre ellos.

Era como una tribu de muertos vivientes.

—Que la paz sea contigo, noble jeque de los muhalliq —dijo Casiopea adelantándose hacia el anciano jefe, de cuya hospitalidad había disfrutado en tantas ocasiones.

—Y contigo, noble hija del desierto —dijo jadeando Nâyif ibn Adid, llevándose la mano al corazón—. ¿Puedes decirme tan solo si tengo el honor de dirigirme a ti o a tu fantasma?

—¡Por Alá! ¡Desde luego que soy yo, Casiopea!

—Entonces ayúdame a bajar—dijo el viejo jeque tendiéndole la mano.

Casiopea le ayudó a bajar del camello mientras los muhalliq formaban un círculo a su alrededor.

—Noble jeque, ¿puedo saber por qué me habéis preguntado si yo era mi fantasma?

—Te diré por qué, igual que se lo dije a tu madre…

—¿Mi madre? —exclamó Casiopea—. ¿De modo que la habéis visto? ¿Cuándo? ¿Adonde se fue?

—Todas estas preguntas merecen que nos sentemos en torno a un té —respondió Nâyif ibn Adid.

El jeque se volvió hacia su tribu, pronunció unas palabras e inmediatamente se montaron unas tiendas en la noche, con tanta rapidez que parecían surgidas de la misma arena.

El campamento cobraba vida como si siempre hubiera estado allí.

Capítulo 25

Yo era el amo de la fuente de bronce fundido. Y dije a los
djinns
:

—¡Soplad en ella! Que se vuelva como el fuego.

Sohrawardi,

El exilio occidental

Después de conducirlos al interior de su tienda, levantada en medio de la nada, Nâyif ibn Adid invitó a Simón y a Casiopea a tomar asiento sobre unos blandos cojines dispuestos en torno a una mesita baja. Dos mujeres —muy ancianas, a juzgar por su extrema lentitud— se acercaron para servirles un té perfumado, así como un plato de dátiles y pistachos. Simón las observaba preguntándose cómo se las arreglaban para no volcar nada, ya que sus ojos desaparecían casi por completo tras el velo.

—Creo que no conozco a tus compañeros —dijo Nâyif ibn Adid mirando a Rufino y a Simón.

—Yo me llamo Rufiiino, antiguo obispo de Aaacre —hipó Rufino desde el cojín donde lo había depositado Casiopea.

—Que la paz sea contigo —repuso Nâyif ibn Adid inclinando la cabeza.

—Y yo soy Simón, conde de Roquefeuille —dijo este haciendo una reverencia.

—Que la paz sea contigo también, Simón, conde de Roquefeuille.

El jeque les señaló con un gesto la bandeja de frutos secos.

—No esperéis a que me sirva para empezar. Yo he perdido el apetito…

Casiopea dudó, pero Simón, que sentía cómo su estómago gruñía asaltado por el hambre, no se hizo de rogar y hundió la mano en el plato de pistachos.

—Gloria de los muhalliq, hay tantas preguntas que me queman en los labios que no sé por dónde empezar —balbució Casiopea.

—En ese caso permíteme que acuda en tu ayuda y te evite el trabajo de reflexionar. Seré yo quien te diga por qué he creído ver a tu fantasma cuando has aparecido ante mí hace un momento.

Al ver que el viejo jeque se levantaba para acercarse a un mueble situado en un rincón de la tienda, Casiopea se permitió coger un puñado de dátiles, y luego otro. A su lado, Simón masticaba sonoramente, lo que no incomodaba en absoluto al viejo jeque, encantado de ver cómo sus huéspedes hacían honor a su hospitalidad. De pronto, un tintineo les hizo volver la cabeza.

—¿Reconoces este ruido? —preguntó Nâyif ibn Adid a Casiopea.

—¡La campana de la llamada! —exclamó.

Aquel sonido reavivaba en Casiopea penosos recuerdos. Aquella campana de bronce le había sido entregada el verano pasado, cuando Saladino le había encargado que fuera a reclamar refuerzos a Bagdad. La llamaban la «campana de la llamada» porque, según la tradición, todos los que la oían gritaban: «¡Refuerzo! ¡Refuerzo!», y se unían al portador para prestarle su apoyo. Por desgracia, mientras iba de camino a Bagdad, Casiopea había caído en una emboscada que le habían tendido los asesinos. La campana se había quedado en el desierto, donde los muhalliq la habían encontrado, cerca del cadáver de la camella de Casiopea. El jeque había llorado lágrimas de sangre. No porque Casiopea hubiera fracasado, sino porque había sido capturada.

—Sabes que siempre te he considerado como mi hija —dijo agarrándole las manos—. Esta campanita y su cordoncillo de pelos negros era todo lo que me quedaba de ti. La hacía sonar todas las noches para honrar tu memoria. ¡Y para que todos aquí recordaran a la bella y noble sobrina de Saladino, que había partido en busca de refuerzos a Bagdad cuando solo era musulmana a medias!

Simón miró a Casiopea.

—¡Tú! ¡Tú hiciste eso! —exclamó—. ¡Gran Dios, hay que felicitarse de que los asesinos te lo impidieran!

—Cállate —respondió ella fríamente—. No sabes lo que estás diciendo.

Simón frunció el ceño y se hizo con un nuevo puñado de pistachos.

—Cuando tu madre vino a verme —continuó el jeque de los muhalliq—, no pude evitar hablarle de esta campana. Y de lo que significaba su descubrimiento en medio del desierto.

—¿De modo que le dijisteis que estaba muerta?

—Muerta, no. Tal vez muerta, sí…

Por su aire contrito, podía verse que el jeque lo lamentaba.

—¿Y cómo reaccionó?

—¡Por Alá, no se dejó abatir! Me dijo que no creería que estabas muerta hasta que no tuviera tu cadáver entre sus brazos.

Casiopea sonrió al pensar en su madre. Esa respuesta era muy propia de ella. A su modo, Guyana era una mujer dura. No por casualidad la había enviado, apenas entrada en la adolescencia, a la academia del megaduque Colomán, el maestro de las milicias de Constantinopla. Volvió a ver sus cabellos entrecanos, recogidos bajo un velo cuando no estaban ocultos por sus ropas de monje. Por una razón que Casiopea desconocía, su madre siempre se había resistido a dejar que se alejara. ¿Tal vez porque era una niña particularmente temeraria? Solo sus padrinos, Gargano y Chrétien de Troyes, se atrevían a jugar con ella. Su madre era todo severidad. Aunque ahora Casiopea comprendía por qué. Al no tener familia, a excepción de su hija, Guyana había vivido siempre con el temor a perderla… De pronto un pensamiento cruzó por su mente. Todos esos muertos, ahí fuera…

—¿Quiénes son esos desventurados enterrados en el desierto no muy lejos de aquí?

Dos lágrimas se deslizaron por las mejillas del jeque. Su voz tembló, y se encogió sobre sí mismo como una hoja en otoño.

Casiopea posó la mano sobre el brazo del viejo jeque, que sollozó.

—¡Es mi pueblo! ¡Mis hijos, mis hijas!

Simón dejó de masticar y levantó la cabeza.

—Fuerzas maléficas, sobrenaturales, nos atacaron poco después de la marcha de tu madre —prosiguió Nâyif ibn Adid—. Se lanzaron sobre nosotros como langostas sobre un campo de trigo. No pudimos hacer nada para defendernos, excepto huir en todas direcciones. ¿No os habréis cruzado acaso con algunos miembros de mi tribu que vagaban entre las dunas?

El jeque levantó los ojos, lleno de esperanza.

Pero Casiopea y Simón sacudieron la cabeza. No habían visto a nadie, solo cuerpos prisioneros de un desierto vitrificado.

—Al distinguir vuestra antorcha, hace un momento, me dije que tal vez… Pero no, solo erais vosotros dos. Tendremos que seguir buscando.

Casiopea no se atrevía a hablarle de los numerosos cráneos que Simón y ella habían aplastado antes de llegar allí.

—¿Qué clase de fuerzas sobrenaturales? —inquirió Simón.

—¡Eran
djinns
, sin duda alguna! Una lluvia de fuego se precipitó desde los cielos cuando no había nubes. Como si nos hubieran derramado sobre la cabeza un caldero de llamas. Pero no era un caldero. ¡Era el infierno! No creáis nunca a los que os digan que está abajo, en las regiones inferiores de la tierra. ¡El infierno está en torno a nosotros!

—Justamente allí queremos ir —dijo Casiopea.

El jeque de los muhalliq clavó en ella dos ojos brillantes de fiebre.

—¿Quién os dice que no estáis ya en él?

Simón tragó saliva.

—Habéis hablado de
djinns…
—le recordó.

—Son una suerte de demonios —le explicó el jeque de los muhalliq—. Espíritus maléficos, aunque en ocasiones se encuentre a alguno bueno. A veces. Raramente…

Nâyif ibn Adid se sirvió una taza de té, pero le temblaba la mano. Renunciando a beber, dejó la taza.

—Los
djinns
son espíritus elementales —continuó—. Del agua, el viento, la tierra o el fuego. En este caso, los que se abatieron sobre nosotros eran del fuego. Sohrawardi los invocó.

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