Las siete puertas del infierno (43 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—Es aquí —dijo Casiopea.

Miró alrededor y vio una franja de bosque que avanzaba tímidamente hasta las rocas donde se encontraban Emmanuel y ella. Emmanuel se agachó, pasó la mano sobre las piedras cubiertas de líquenes y puso cara de decepción.

—Ningún caballo ha pasado por aquí desde hace tiempo, puedo asegurártelo —anunció.

—Este tipo de jinete no deja huellas —respondió plácidamente Casiopea.

Se volvió hacia el horizonte, donde se preparaba una tormenta. Grandes nubes grises, con el vientre cargado de relámpagos y recorrido por reflejos azules, se amontonaban sobre el mar como un ejército agrupándose para la batalla. Casiopea sintió entonces que le agarraban la mano y se la apretaban con calor. Solo tuvo tiempo de cruzar su mirada con la de Emmanuel. Sus párpados se cerraron, su boca se entreabrió y una lengua abrió sin esfuerzo la barrera de sus dientes. Una alegría inmensa la invadió, las lágrimas le quemaron los párpados, se deslizaron por sus mejillas.

—Casiopea —dijo él entre dos besos apasionados—, yo…

—Chis…

«No es momento de hablar.»

Pasó los brazos en torno a la cintura de Emmanuel, lo atrajo hacia sí, lo rodeó, lo apretó. El cuerpo de Emmanuel se ajustó al suyo, sintió su sexo sobre su muslo, sus manos sobre sus caderas, sus labios buscando su garganta. Inspiró profundamente, respirando su olor, mezcla de sudor y cuero.

—No sé si debo… —empezó él.

—No veo ningún inconveniente —respondió ella sonriendo, abrazándolo con más fuerza aún.

Reía de felicidad, y pronto la risa de Emmanuel se unió a la suya, mientras sus miradas se encontraban, osando confesarse por fin lo que aún no habían sabido decirse nunca.

—Emmanuel —murmuró Casiopea entre dos risas.

Se disponía a cerrar los ojos para un nuevo beso cuando un brillo en el mar atrajo su atención. Era el navío de sus perseguidores. Se encontraba a varias millas de la costa, pero parecía haber echado el ancla. Aunque estuvieron observándolo un buen rato desde el acantilado donde se habían tendido, mientras la tormenta llenaba el horizonte, no apreciaron que se moviera.

—Nos han visto —dijo Emmanuel.

—Tal vez no —dijo Casiopea—. Pero saben que hemos cambiado de rumbo.

Emmanuel se volvió hacia ella, como para preguntarle qué había que hacer.

Casiopea retrocedió hacia el bosque, para que no la vieran desde la nave de los templarios.

—¡Vamos a avisar a los otros! —decidió.

Capítulo 59

La Gehena es el lugar de cita de todos ellos.

Corán, XV, 43

Abandonaron el acantilado bajo un cielo color de equimosis y se apresuraron a volver al campamento, que sus camaradas habían estado fortificando durante la mañana. Habían derribado árboles y podado los troncos para proporcionar un fortín a los marinos. Entre la playa y el bosque, un foso con el fondo cubierto de gruesas estacas talladas en punta constituía una primera línea de defensa. Se hubiera dicho que era un joven león, de crines nacientes, que mostraba los dientes para asustar a las hienas. Una tropa aguerrida superaría ese obstáculo sin gran dificultad, pero tratándose de marinos, sus defensores podían confiar en aguantar un día o dos.

—Veo que no habéis perdido el tiempo —dijo Emmanuel, admirado, dirigiéndose a Rufino—. Incluso habéis desembarcado las dos cajas de armaduras de los cráneos.

—Ha sido Kunar Seeell quien lo ha hecho tooodo —respondió Rufino moviendo los ojos en dirección al danés.

Este acababa de descargar un potente hachazo contra una palmera, que acabó de derribar con un vigoroso puntapié. El árbol, con las palmas de un verde resplandeciente, cayó sobre la playa con un impresionante crujido.

—Una docena más —gruñó el danés—, y tendremos un techo. A juzgar por lo que se prepara ahí al fondo —dijo señalando las grandes nubes negras que avanzaban sobre el océano—, lo necesitaremos…

—Os ayudaré —dijo Emmanuel, acercándose para cortar las palmas—. Aunque no es la lluvia lo que más me asusta.

Kunar Sell le dirigió una mirada interrogativa.

—Nuestros perseguidores no han mordido el anzuelo —le explicó Emmanuel.

—Se han detenido más o menos en el punto donde hemos cambiado de rumbo —añadió Casiopea.

—¡Por todos los diablos! ¿Cómo han podido saberlo?

Ni Emmanuel ni Casiopea tenían una respuesta para esa pregunta. Entonces, desde la especie de pagoda donde estaba encaramado, Rufino gritó:

—¡Son los
djiiinns
! ¡Sohrawardi está con eeellos, el señor de los
djiiinns
llega! ¡Temed su cóoolera!

—Rufino, cálmate —dijo Casiopea—. Cualquiera diría que has vuelto a subirte al pulpito. Sohrawardi murió, lo sabes tan bien como yo.

Casiopea hacía alusión a que el nigromante había perecido en el incendio que había precedido a la caída de Morgennes y causado la casi total destrucción del Pozo de las Almas en Jerusalén.

—¡El fuego no mueeere! —continuó Rufino abriendo desmesuradamente los ojos—. ¡En verdad os digo que ha vueeelto!

Los marinos, para quienes la superstición constituía una segunda naturaleza, palidecieron. Muchos nunca habían manejado una espada —excepto en sueños, cuando se trataba de matar a un dragón para salvar a un princesa—, y aunque supieran servirse de un remo, muy pocos habían tenido ocasión de hundirlo en nada que no fueran las olas del mar. La inquietud, si no el miedo, empezó a hacer presa en ellos.

—¡No temáis nada! —tronó Kunar Sell, mientras acababa de descabezar su palmera—. Dudo que haya muchos soldados entre nuestros perseguidores. Y estoy seguro de que ninguno poseráaa el valor ni la experiencia que tenemos Emmanuel o yo.

—O yo —añadió Casiopea sonriendo levemente.

—¡No los necesiiitan! —chilló Rufino—. ¡Los
djiiinns
están con ellos!

Casiopea giró los ojos en dirección al antiguo obispo de Acre.

—Al oírte, uno casi creería que deseas su victoria —le espetó.

—¡En absoluuuto! ¡Sé que creéis compreeender lo que pensáaais que he dicho, pero no estoy seguro de que os deeeis cuenta de que lo que habéis oíiido no es lo que pieeenso!

Todos se miraron, estupefactos. ¿Qué significaba ese galimatías? Entonces Casiopea reaccionó como acostumbraba a hacerlo, en otro tiempo, cuando Rufino se ponía insoportable.

—Muy bien. En ese caso, ya que vuelves a tus antiguas manías, yo también.

Sacó de su limosnera un pañuelo y lo ató en torno a la boca del obispo. Rufino hizo una mueca, hinchó los carrillos, dilató las aletas de la nariz y abrió mucho los ojos. Pero no sirvió de nada. El pañuelo siguió atado y la oleada de palabras se extinguió.

—Así está mejor —afirmó Casiopea—. Cuando te hayas calmado, parpadea tres veces y te lo quitaré…

Rufino cerró los ojos y no volvió a abrirlos. «Bah, que se enfurruñe si quiere —pensó Casiopea—. Nosotros tenemos cosas que hacer…»

—De todas maneras —susurró Kunar Sell mientras llevaba una brazada de ramas detrás de la empalizada—, tal vez el obispo no esté del todo equivocado. Y si los
djinns
están con ellos…

—No podemos volver a partir —dijo Emmanuel—. Es demasiado arriesgado; atacarían enseguida nuestro falucho y lo hundirían.

—No tengo ninguna gana de servir de alimento a los tiburones —dijo Kunar Sell.

—Yo tampoco tengo intención de acabar así —dijo Casiopea—. De modo que esto es lo que os propongo…

Una vez trazado su plan de acción, Emmanuel y Casiopea penetraron en la jungla, mientras Kunar Sell se preparaba para defender su posición en la playa.

—¡Que vengan, ya encontrarán con quién hablar! —dijo el danés empuñando su pesada hacha, mientras los defensores del pequeño campamento de Bab el-Mandeb saludaban con la mano a sus amigos, deseándoles suerte.

El aire era pesado y graso, lleno de sustancias blandas, saturado de mosquitos y humedad.

—Me ahogo —dijo Emmanuel—. No avanzamos…

Casiopea no le respondió y abatió a
Crucífera
contra una inmensa telaraña que les cortaba el paso. Los filamentos pegajosos se aglutinaron en torno a la hoja y se deslizaron al suelo. Nada se había adherido nunca a
Crucífera
; su hoja era tan afilada, tan cortante, que ni siquiera la sangre permanecía en ella. En cierto modo, la espada permanecía siempre virgen, como al salir de la forja.

—¿Estás segura de que es por aquí? —preguntó Emmanuel apartando con la mano otra telaraña.

—Completamente segura.

Se secó la frente con el guante y, sin darse cuenta, aplastó una minúscula araña blanca. Una sangre pringosa le embadurnó el rostro, mientras otras arañas blancas se dispersaban por sus cabellos. Emmanuel las vio.

—¡Casiopea! ¡En tu cabeza! —gritó.

—¿Qué pasa?

—¡Arañas!

Casiopea plantó a
Crucífera
en la mezcla de barro, musgo y hojas muertas que tapizaba el suelo y se pasó las manos por los cabellos para hacer caer todo lo que hubiera podido refugiarse en él. Ciempiés, escolopendras, pequeños insectos y, desde luego, arañas blancas saltaron de su cabellera, rodaron sobre su túnica, cayeron al suelo y escaparon reptando aterrorizados.

—¿No las aplastas? —preguntó Emmanuel, extrañado.

—Nunca. ¿Por qué?

—Podrían volver…

—Probablemente son inofensivas.

—Ellas tal vez. Pero ¿y su madre?

—Razón de más para no contrariarla, ¿no te parece?

Nervioso, Emmanuel se ajustó bien su
keffieh
y se preguntó si no haría bien en colocarse el escudo sobre la cabeza, en lugar de llevarlo a la espalda; pero pensó que eso supondría ofrecer un espectáculo poco glorioso a Casiopea, y decidió no hacerlo. Desde muy pequeño tenía fobia a los insectos. Los sarracenos no le daban miedo, pero esos asquerosos animalejos —que te agujereaban la piel a traición— le repugnaban. Se imaginaba cubierto de ellos de la cabeza a los pies. Le entraban por la boca, las orejas y la nariz, y luego se abrían paso a través de nuevos orificios taladrándole el cráneo. ¿Era por haber visto, de niño, el cadáver de su padre devorado por la muerte? Esta había adoptado entonces la forma de minúsculas orugas, escarabajos, larvas, moscas y otros insectos reptantes, zumbadores y mordedores, que le habían roído el cuerpo desde el interior. Su cadáver había sido abandonado al pie de la muralla sur de Jerusalén, del lado del valle de Hinón, un barranco que, desde tiempos inmemoriales, servía de vertedero a los jerosolimitanos. Allí se lanzaban los detritus a inmensas hogueras, que unos esclavos de piel cuarteada, con el vello y los cabellos chamuscados, alimentaban con azufre. Ellos arrojaban al fuego todo lo que los habitantes ya no querían, después de haberse guardado lo que aún podía servir. Habitualmente tenían prohibido quemar cuerpos, pero en ocasiones los restos de un perro o un gato iniciaban allí una nueva vida —para aquellos que creían en el más allá de los perros y los gatos.

El padre de Emmanuel había muerto no se sabía cómo —tal vez envenenado, por no se sabía quién— y su cuerpo había sido ocultado en una carreta de basura, de donde rodó al suelo cuando se vació su contenido en el vertedero. Allí lo descubrieron los guardianes de la Gehena. Al principio no supieron qué hacer. ¿Había que entregarlo a las llamas? Uno de los guardias avisó a sus superiores de que un cuerpo había sido encontrado mezclado con las basuras de la ciudad. En otro tiempo, Jerusalén se deshacía de ese modo de los cadáveres de la plebe, de los criminales; pero, a juzgar por sus ropas, ese hombre pertenecía a la nobleza.

El rey ordenó una investigación, durante la cual el padre de Emmanuel no fue quemado, sino que dejaron que se pudriera en su apestosa fosa. El cadáver empezó a abultarse, a hincharse, a distenderse. Su boca, primero cerrada, se abrió en una sonrisa desdentada, de donde salió una lengua violácea que se hinchó también antes de desaparecer bajo una nube de moscas azules. Las larvas las sucedieron. Y bajo los ojos horrorizados de Emmanuel, que podía oír, en la boca de su padre, el murmullo de mil conversaciones endiabladas, el cuerpo, poco a poco, empezó a descomponerse. El hedor se hizo insoportable, y luego se mezcló con el de las basuras hasta el punto que al final ya no era posible distinguirlo.

Emmanuel, inclinado sobre las murallas de Jerusalén, no apartaba la vista de la mancha amarilla y parda que había sido su padre. Su madre y él aguardaban los resultados de la investigación. Tenían la esperanza de verla avanzar para poder por fin enterrar a su marido y padre en el cementerio del Santo Sepulcro. Pero, por desgracia, cada vez que preguntaban en qué punto se encontraban las investigaciones, les decían que tuvieran paciencia. Hasta el día en que un guardia les confió, bajo el sello del secreto, que probablemente nunca llegarían a buen término: un allegado del patriarca del Santo Sepulcro parecía estar implicado en el caso, y no querían que este último fuera molestado, de modo que centraban los interrogatorios en los arrabales, en busca de un culpable más apropiado.

La madre de Emmanuel perdió la razón a raíz de aquello, y su hijo decidió pasar a la acción. Con algunos amigos fue, de noche, a recuperar el cuerpo de su padre y lo lanzó a la Gehena. No era una tumba, ni siquiera la fosa común; pero se dijo que sería lo más eficaz para liberar a su padre de los insectos.

Al evocar estos penosos recuerdos, Emmanuel se estremeció preguntándose si no habría lanzado a su propio padre al infierno —y si efectivamente era así, cómo podría salvarlo—. Cerrando la mano sobre la empuñadura de su espada, alcanzó a Casiopea.

Esta oyó cómo Emmanuel se acercaba a ella y luego la dejaba atrás y se lanzaba a cortar las lianas, los troncos y las telarañas que se interponían en su camino, lo hacía con tal rabia que temió que hubiera perdido la razón o que un demonio le persiguiera. ¿No había leído en algún lugar que una enorme araña caníbal —la famosa reina blanca de las costas de África— habitaba en esta jungla? Se arriesgó a echar una ojeada atrás, pero no vio más que un largo corredor negro, del que la vegetación ya volvía a apropiarse.

Finalmente, Emmanuel se volvió.

—¡Ven a ver! —le dijo.

Bajo la
keffieh
, sus ojos brillaban como dos estrellas, y temblaba de excitación.

Casiopea corrió hacia él, impaciente por descubrir lo que había visto.

Al principio no comprendió. Solo había un profundo barranco, un abismo abierto en medio de la jungla como una caja torácica partida en dos por un gigante. En el fondo, varias decenas de pies por debajo de ella, un río gruñía en medio de un hervidero de vapores tumultuosos. Un frágil puente de lianas, que oscilaba peligrosamente, unía las dos orillas. Había que estar muy loco —o ser muy valiente— para aventurarse a cruzarlo.

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