Las siete puertas del infierno (39 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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El rey se encontraba justo al lado de la entrada, cerca de un mueble. Tenía la cabeza inclinada, a causa del techo bajo, que le rozaba los cabellos. A través de la tela de algodón, agujereada por Dios sabe qué, una luz pegajosa se filtraba al pequeño espacio que el antiguo rey de Jerusalén ocupaba con su estado mayor.

—Majestad —dijo Simón.

El rey se volvió lentamente, como si emergiera de un sueño. Parpadeó, tratando de descubrir cuál de sus hombres se había dirigido a él, desde la abertura de su tienda.

Simón dio un paso adelante después de que sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad, o mejor dicho, de que la hubieran taladrado con las mil lenguas de fuego que ahora ardían en él y que le permitían ver incluso en la negrura pero lo teñían todo de rojo.

Se preguntaba por qué el rey no había ordenado que encendieran las antorchas. Pero, sobre todo, sentía la presencia de desconocidos. Su mirada se dirigió hacia la derecha, al rincón más oscuro de la tienda, y allí reconoció un resplandor azul, luminoso. «
¡Crucífera!
» Se mordió el labio inferior para no hablar. «¿Casiopea?» ¿Por qué no conseguía penetrar en las tinieblas de donde emanaba la horrible luz azul?

Su corazón latía desbocado y el sudor le corría por todo el cuerpo. Se irguió, fijó la mirada en el rey y cruzó los brazos a la espalda.

—¿Qué venís a hacer aquí? —le preguntó el rey.

—Mi informe.

Con un gesto, su majestad le indicó que hablara.

—Las paredes se han derrumbado…

—Bien…

—… sobre nuestros hombres.

Guido de Lusignan palideció, mientras Simón se arrodillaba y bajaba humildemente la cabeza.

—La muralla está casi intacta —añadió—. La operación ha sido un fracaso. Cavamos un agujero demasiado profundo y…

—¿Teníais intención de llegar a los infiernos para hacer surgir de allí a los demonios? ¿Creéis que no nos asedian ya bastante?

—Majestad, yo… Toda la culpa es mía. Haced lo que queráis conmigo.

Con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos colgando a lo largo del cuerpo, Simón esperaba que le entregaran al verdugo. Pero Lusignan permanecía inmóvil. Parecía dudar. Finalmente chasqueó la lengua.

—Bah, al menos lo hemos probado… —dijo—. Pero todo esto va a cambiar. Porque tengo una buena noticia.

El rey invitó a Simón a levantarse.

—Creo que os conocéis —dijo.

Y señaló con la mano el lugar donde
Crucífera
—pero ¿era realmente ella?— brillaba.

—Yo… no lo sé —dijo Simón.

—Sí, nos conocemos —respondió Casiopea.

Entonces dio un paso adelante y Simón la vio, escoltada por Emmanuel y Kunar Sell y sosteniendo en sus brazos la cabeza de Rufino. Todos se observaron sin decir nada, mientras Simón se preguntaba qué estaban haciendo allí.

—Su exceleeencia el marqués Conraaado de Montferraaat nos envía a apoyaaar a su majestaaad —acabó por decir Rufino, dirigiendo una sonrisa desafiante al hombre que había tratado de asesinarle.

—Estoy encantado de ver que el marqués se une a mí —explicó Lusignan—. ¡Juntos venceremos!

—¿Cómo conseguiste sobrevivir? —preguntó Simón a Rufino—. Y vosotros, ¿cómo habéis podido llegar hasta aquí? Nuestro campamento está totalmente rodeado por las tropas de Saladino.

Efectivamente, mientras Lusignan asediaba Acre desde el 20 de agosto, el día 29, refuerzos enviados por el sultán habían llegado para cercarlos por la espalda. Acre era como un hueso de melocotón, un melocotón cuya pulpa eran los francos y la piel, el ejército de socorro enviado por Saladino. ¿Cómo conseguían resistir los francos entre estos dos adversarios? Para empezar, se habían procurado un acceso al mar, por donde les llegaban refuerzos regularmente. De algunos centenares, los hombres de Lusignan habían pasado a convertirse en millares. Y luego en decenas de millares. Así, desde el mes de septiembre de 1189, quinientos navíos habían llegado del norte por el estrecho de Gibraltar. Daneses, frisones y flamencos —entre ellos el valeroso caballero Jacobo de Avesnes— se habían añadido a los bretones que ya se encontraban en el lugar. Luego habían llegado los franceses: los hombres del conde Enrique de Bar y los de Erardo II de Brienne, de Guillermo de Châlons, de Roberto de Dreux y de su hermano Felipe, obispo de Beauvais. Sin olvidar a numerosos caballeros de la Champaña.

En la llanura que ocupaban los cristianos empezaba a haber graves problemas de espacio. El lugar estaba abarrotado de soldados, y los refuerzos seguían llegando, cada vez más numerosos. Porque si los reyes tardaban, los marqueses y los condes, los duques, los príncipes y todos los que poseían un título se apresuraban a acudir a Tierra Santa. A finales de septiembre llegó el turno de que se añadieran a las numerosas tropas ya presentes a los italianos y los alemanes del arzobispo Gerardo de Rávena, el obispo Adelardo de Verona, el landgrave Luis de Turingia y el conde Otón de Gueldre.

Europa se apretujaba sobre un pedazo de tierra apenas más grande que París. De modo que lo que no podía ganarse horizontalmente se ganó verticalmente. Los zapadores excavaron galerías donde horadaron nichos, como en las catacumbas. Al principio había más vivos que muertos, pero luego los muertos se impusieron. Los cadáveres se utilizaban para consolidar los muros.

Llegaron nuevos refuerzos, y otra vez hubo más vivos que muertos. Pero menos alimentos para sustentarlos. El número de muertos creció de nuevo. Creyeron que aquello era el fin, el momento en que ganarían las ratas.

Fue en esta situación cuando Conrado de Montferrat decidió apoyar a los valientes —o los locos— que habían partido para atacar Acre y a los ejércitos de Saladino.

—Mi tío nos dejó pasar —respondió Casiopea—. En cuanto a Rufino…

—Yo no puedo moriiir —acabó la frase el obispo de Acre en su lugar.

Simón observó a Casiopea. Desde su encuentro con la voz en las llamas, ella era la primera que escapaba al aterrador sudario de fuego con que su mirada lo revestía todo.

—¿Has venido para traicionarnos e informar a tu tío del estado de nuestros ejércitos?

—¿Vuestro estado? ¿Crees que lo desconoce? No olvides que, día y noche, los observadores os espían desde las cimas de tres colinas. Nada se les escapa. Sabe más sobre vuestra situación que su majestad, aquí presente, que solo dispone, para que le informen, de un puñado de mensajeros forzados a moverse a pie por falta de caballos.

—Hemos tenido que comérnoslos…

Simón clavó la mirada en
Crucífera
. De pronto, la mano de Casiopea se posó sobre su pomo, y el resplandor azulado desapareció. Simón sintió que le temblaban las piernas.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, majestad? —preguntó Simón a su rey.

—Les escoltarás hasta su posición —respondió Lusignan—. Luego te acercarás a las líneas musulmanas y les transmitirás este mensaje: Nos, Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, agradecemos al noble Saladino su generosidad. Rezaremos para que su alma no permanezca demasiado tiempo en el infierno y le decimos lo que sigue: «No, no hemos traicionado nuestro juramento, porque habíamos prometido atravesar el mar, cosa que hicimos al establecernos en el islote de Ruad después de haber abandonado Tortosa. Por otra parte, respetamos también nuestra promesa de no volver a ceñir la espada, porque nuestra espada está suspendida de la silla de nuestro caballo, y no de nuestra cintura. Y no peleamos con ella, sino con una maza…».

Simón sonrió, divertido, mientras Casiopea, Emmanuel y Kunar Sell permanecían impasibles, por más que los tres vieran reflejado en esa retórica todo lo que convertía a Lusignan en un personaje poco digno de aprecio; aunque tratara desesperadamente de redimirse y de hacerse perdonar el desastre de Hattin, la pérdida de la Vera Cruz o la caída de Jerusalén.

Sus artimañas siempre le habían permitido salir bien librado de cualquier aprieto. Y ahora, una especie de tristeza cubría su rostro como una máscara, una máscara que le convenía mucho mantener. ¿Se daba realmente cuenta del desastre que había provocado? El caso era que Lusignan seguía considerándose un rey, y pensaba: «Si he faltado, ha sido porque Dios lo ha querido».

Capítulo 55

Porque es aquí abajo donde la vida de los necios se convierte en un verdadero infierno.

Lucrecio,

De natura rerum

Simón encabezaba la marcha, guiando a Casiopea y a sus amigos bajo un techo de nubes de tormenta tan bajo que, cuando una piedra de catapulta lo atravesaba, los relámpagos crepitaban furiosamente. Francos, sarracenos asediados en Acre o miembros del ejército de socorro, todos tenían derecho a su ración de relámpagos y de rocas caídas del cielo, que mataban cada día a una decena de guerreros. Aunque, desde principios de septiembre, ellos eran las únicas víctimas de este extraño conflicto donde los enemigos se esquivaban. Cuando los jinetes de Saladino descendían de sus colinas para atacar a los cruzados, estos rehuían el combate, protegiéndose detrás de sus trincheras. Y cuando los francos encontraban fuerzas para efectuar una salida, eran los sarracenos los que no respondían a su provocación y dejaban que atacaran a algunas escuadras situadas en la vanguardia del ejército.

¿Dónde estaban las vastas extensiones de hierba o de arena y las cargas de los orgullosos caballeros francos? ¿Dónde estaban los valerosos arqueros árabes, montados sobre sus caballos, que acosaban como tábanos los flancos de los combatientes cristianos?

El barro, el aburrimiento y las enfermedades habían acabado con ellos; hasta el punto de que algunos, preguntándose por qué guerreaban, ayudaban al enemigo a volver con los suyos: «No me mates, y yo no te mataré. Vuelve a tu campo, que yo haré lo mismo».

Casiopea y Simón caminaron un rato sin hablar. No sabían qué decirse. Tampoco sabían si era preciso que se hablaran. A veces, Simón aflojaba el paso, tratando de oír el tintineo causado por el roce de
Crucífera
contra la cota de malla de Casiopea. Pero los ruidos se mezclaban con los de una discusión cercana, o los de una partida de dados o Dios sabía qué: hombres lanzando juramentos contra Dios, hombres amando a mujeres, hombres u odres de vino.

Todo era de un marrón y un gris deprimentes, de tal modo que cuando Simón se secaba la cara, no hacía más que añadir tierra a la que ya le manchaba la frente. Aun estando de pie, estaba medio enterrado.

—Vamos a intentar una carga —dijo finalmente sin volverse.

Al llegar a lo alto de un montículo de tierra —en realidad, un cúmulo de cuerpos amontonados en desorden los unos sobre los otros—, tendió el brazo hacia el este. ¿Tal vez debería haber un sol ahí abajo? En realidad solo se veía una franja ancha de humo negro que ocultaba el horizonte.

—Por ahí.

Casiopea volvió la mirada hacia la zona que indicaba Simón y distinguió a su halcón.

—¿Qué es aquello? ¿Sobre qué está volando?

Simón dudó un instante. No sabía si debía convertir su respuesta en una especie de desafío, darle más fuerza de la que debería tener.

—El diablo en persona. Tu tío. Saladino —dijo finalmente.

Casiopea se encogió de hombros, como para conjurar al destino.

—¿Y Acre? ¿Ya no la atacáis?

—Es por culpa de esa torre —respondió Simón, volviéndose hacia el noroeste del campamento.

Y señaló una masa que emergía de la bruma.

—Es la Torre maldita… —prosiguió—. Al menos así la llamamos nosotros. Nuestros adversarios, esos perros musulmanes, la han bautizado como Torre de los Combates; en cualquier caso, es…

—¿Inexpugnable?

—Nos hemos estrellado contra ella en varias ocasiones. Yo mismo he fracasado en el intento de derrumbarla.

—Pero no en matar a tus propios hombres —siseó Kunar Sell.

Los dos caballeros se detestaban. Sin embargo, se conocían bien. Tal vez fuera eso precisamente lo que lo explicaba. En otro tiempo habían sido amigos, en la época en que estaban enrolados en las filas de los templarios blancos, si es que es posible hablar de amistad entre gente preocupada únicamente en guerrear. Sería más exacto decir que confiaban el uno en el otro para guardarse los flancos, para protegerse. «Kunar Sell está ahí, a mi izquierda. No hay nada que temer por ese lado.» ¿Cuántas veces habría pensado esto Simón? Una decena, tal vez… Pero también era indudable que Kunar Sell nunca se había dicho: «Simón está a mi derecha, no tengo nada que temer». Y Simón lo sabía. Para Kunar Sell —al menos en esa época— no había aliados. Solo existían su pesada hacha danesa y un enemigo al que hacer pedazos. ¿Quién protegía a Kunar Sell? El propio Kunar Sell. Y Dios, un poco.

Ninguna persona había contado nunca para aquel a quien los templarios blancos habían apodado el «diablo del hacha» o el «diablo nórdico». Cuando descargaba hachazos, segando a sus rivales como un campesino la cosecha, sus ojos llameaban, las aletas de su nariz se dilataban y el ruido de su respiración llenaba la atmósfera; una hoguera devoradora, un toro furioso al que nada, si no era la aniquilación del adversario, podía calmar.

No, realmente Simón nunca había sido tan importante para Kunar Sell como Kunar Sell lo había sido para él.

Su puño se crispó sobre la empuñadura de la espada. ¿Por qué Kunar había cambiado de campo? ¿Por qué, después de haberse opuesto ferozmente a Morgennes, se había convertido en aliado de su hija? ¿Había sido su estancia en los calabozos sarracenos lo que le había hecho perder la cabeza de ese modo? Y si no, ¿qué? Tal vez el futuro se lo diría.

—Es aquí —dijo abriendo los brazos—. Instalaos. Como si estuvierais en vuestra casa…

—¿Y la carga? ¿No participamos en ella? —inquirió Emmanuel.

—No estaba previsto que participarais, y el rey no me ha ordenado que os invitara a hacerlo. Pero si queréis venir, ¿quién soy yo para oponerme?

Casiopea contempló la masa de cráneos calvos, peludos, revestidos de metal, abollados, enmohecidos, apolillados, vendados, ensangrentados, que se extendía desde la base del montículo donde se encontraba hasta perderse en una niebla salpicada de manchas pardas. Cráneos cuyos propietarios aferraban unos una pica y otros una espada o una maza. Cráneos impacientes por gritar: «¡Adelante! ¡Saquea! ¡Mata! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!».

¿Impacientes? Lo cierto era que parecían jarras, cabezas de ánfora, tan inmóviles estaban. ¿Por qué no se movían? ¿Tal vez, por falta de espacio para estirarse, dormían erguidos? Atrapados entre Acre y las colinas donde Saladino había establecido su campamento, miles de soldados, marinos, infantes, caballeros obligados a ir a pie, francos, bretones, sajones, pisanos, provenzales, españoles, sicilianos y nórdicos, estaban plantados ahí, forzados a dormir en vertical… Como árboles en pleno invierno.

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