Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
Casiopea, por su parte, parecía revivir la espera, como si su búsqueda no fuera más que eso, como si no fuera a ser nunca nada más que eso, como si solo pudiera ser una larga, larguísima y aterradora espera. En un puerto. En una ciudad. En un desierto. En un campamento… Y bien, ¿qué importaba si era así? ¿No era la paciencia su punto fuerte? ¿Y el de Morgennes? ¿No era capaz, como él, de esperar que el cielo perdiera sus estrellas, que el mar se secara, que la tierra se resquebrajara? «Esperaré sin desfallecer, como el alba espera que el sol venga a acariciarla, y la luna que la noche venga a revelarla. Esperaré, inmóvil, porque tengo confianza en el mundo. Sé que al final de los tiempos encontraré a mi padre.»
Su mirada se perdió en el horizonte, en la bruma donde volaba el halcón.
Juntos yacerán en el polvo, bajo una colcha de gusanos.
Job, XXI, 26
Caballos. Sí, caballos. Eso era todo lo que los caballeros necesitaban. Para cargar. Pisotear. Espantar. Aterrorizar. Ensartar. Decapitar. Destripar. Masacrar.
De modo que los infantes fueron a buscárselos. ¿Adonde? Al campamento de los mahometanos.
Manos ávidas, armadas de dagas y espadas, se tendieron y cortaron las gargantas de los sarracenos que hacían guardia en el cercado de los caballos. Luego esas mismas manos, rojas de sangre, guiaron a los animales hasta sus nuevos amos, esos caballeros desnaturalizados a los que el hambre había privado de montura y que encontraban insólito tener que hollar el suelo. Pies impacientes por sentir el estribo, rodillas ansiosas por oprimir el cuerpo húmedo y caliente que montaba su dueño, nalgas hambrientas de silla, manos empuñando riendas y lanza.
Cuando un centenar de caballeros se reunieron y los sarracenos, cobrando ánimos, hicieron frente a los francos, las filas de los infantes que habían ejecutado con éxito el audaz golpe de mano se abrieron, dejando que pasara la tormenta. Un trueno de gritos y relinchos resonó, acompañado por el clamor de las bocinas, las trompetas y los tambores de guerra. Siguió un galope desenfrenado, que se metamorfoseó en una avalancha de cuerpos y de pateos, de lanzas ensartando al enemigo y aullidos de dolor.
«Oh sí, teníamos razón en no obsesionarnos con esta torre. Teníamos razón en no obsesionarnos. En no obsesionarnos…» Simón cargaba, pero su mente estaba en otra parte. Y aunque veía cómo su mano guiaba a su lanza hacia un pecho enemigo y la abandonaba luego para recurrir a la espada, no estaba realmente ahí. Pensaba en Morgennes, en Casiopea.
«¡Lo di todo por salvaros!»
¿Qué hacía Casiopea? ¿Se servía de
Crucífera
, la espada que no debía matar? No,
Crucífera
seguía en su vaina, y Casiopea permanecía en la retaguardia, acompañada de sus amigos. «Traidores —pensó Simón en medio del fragor del combate—. ¿Por qué no luchan?»
Su arma golpeó de nuevo y partió en dos a un sarraceno; pero apenas saboreó la victoria, porque se preguntaba por qué razón Casiopea se había quedado atrás, bajo el estandarte de Guido de Lusignan.
Este último se había puesto al frente de la carga, en compañía de un potente batallón de templarios mandados por Gerardo de Ridefort. Los caballeros del Temple sembraban el terror entre los hombres de Saladino, hasta el punto de que sus arqueros de a pie corrían tan rápido como sus perseguidores. La ofensiva era un éxito. «¡Montjoie! ¡Montjoie! ¡Mata! ¡Mata!» Algunos caballeros ya llegaban al pabellón del sultán, que lo había abandonado para refugiarse unas millas más lejos, al otro lado de la colina Ayádiya.
Los guerreros de hierro se abandonaron a la embriaguez de la victoria. Simón, sin embargo, tiró de las riendas de su montura y le hizo dar media vuelta bruscamente. Aunque su carga se había visto coronada por el éxito, ¿dónde estaban los infantes que les seguían? Una gran distancia los separaba de los jinetes. Impulsados por su entusiasmo, los caballeros no se habían percatado de lo alejados que estaban de sus líneas. Por otra parte, no se habían dado cuenta de gran cosa, concentrados únicamente en hacer aquello para lo que les habían entrenado desde su infancia: espolear a su montura y golpear con la espada.
El campamento de Saladino fue sometido a un pillaje en el que los nobles brutos robados a los sarracenos quedaron reducidos a vulgares bestias de carga. Sin embargo, por suerte para los francos, no todos habían perdido de vista el auténtico objetivo de su ofensiva: apoderarse de Saladino, o en todo caso ahuyentarlo tan lejos que se lo pensara mucho antes de decidirse a atacar a los cristianos establecidos en torno a Acre.
—¡Soldados! —gritó Simón—. ¡Mis nobles y buenos hermanos, caballeros!
Algunas cabezas se volvieron hacia él; en su mayoría eran monjes militares que se agrupaban en torno al gonfalón bausán, símbolo de adscripción de los caballeros del Temple.
—¡Hay que dar media vuelta! —chilló Simón con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡No permitamos que corten nuestras líneas! ¡Pensad en los infantes que tratan de unirse a nosotros! ¡No nos dejemos rodear por el adversario!
—¿El adversario? —le respondió un franco—. Está más preocupado en huir que en contraatacar…
Simón partió al galope para reconocer el terreno desde la cima de Tell Keisán, donde Saladino había establecido su campamento. Justo detrás, las banderas negras y amarillas de los musulmanes serpenteaban como si estuvieran realizando una maniobra. De pronto el aire vibró con los redobles de los tambores, y unas nubes de humo, más negras y más compactas que las precedentes, se elevaron en la bruma de ese 4 de octubre de 1189.
Un instante después, las trompetas de Acre respondieron a los tambores de Saladino. De las altas murallas de la ciudad asediada se elevaron volutas de humo que fueron a unirse a las oscuras columnas que ascendían del campamento del sultán.
—¡Nos van a atacar por la espalda!
Con un horrible chirrido, las puertas de Acre se abrieron. El puente levadizo bajó y un diluvio de soldados se lanzó al asalto de los cristianos.
Los caballeros, sorprendidos, se miraron unos a otros. ¿Cómo era posible? ¿Los musulmanes no habían huido con el rabo entre las piernas bajo los golpes de su señor? Los habitantes de Acre, para no quedarse atrás y apoyar a sus soldados, izaron sobre las almenas banderas tomadas a los francos, adornadas macabramente con cabezas de cristianos decapitados en el curso de los combates precedentes.
Entre los francos cundió el pánico. ¿En qué lado había que contraatacar? ¿En el norte, contra el flanco derecho de Saladino, o bien en el centro, donde el grueso de los caballeros se esforzaba en dar media vuelta? ¿Había que avanzar en dirección al pabellón del rey, para que el enemigo no se apoderara de él, o bien lanzarse hacia Acre y tratar de tomarla por la fuerza a pesar de las oleadas de guerreros que vomitaban sus fauces? Los cuatro puntos cardinales conspiraban contra ellos, y solo gracias a la tierra y los cielos los cristianos pudieron salvar sus vidas. Porque el fango, mezclado con cuerpos medio descompuestos y armaduras oxidadas, frenó el avance de los musulmanes, dejándoles el tiempo necesario para reagruparse.
Al mismo tiempo que esto sucedía, Casiopea, Kunar Sell y Emmanuel —que muy oportunamente se habían quedado en la retaguardia— protegían el campamento de Lusignan, mientras los templarios formaban con sus escudos una barrera defensiva, verdadera muralla de hierro que oponían valerosamente a la contraofensiva musulmana.
Saladino, después de reunir a su ala derecha en retirada, había realizado una hábil maniobra destinada a acorralar a los franjis en una pinza entre Acre y sus propias tropas. Su ala izquierda, que había permanecido intacta, se lanzó contra los hombres de a pie que los caballeros francos —demasiado impacientes por hacerse con las riquezas de su campamento— habían dejado atrás. Los piqueros, los ballesteros, los que para combatir no tenían más que un puñal o una espada corta, vieron cómo se lanzaban sobre ellos varios miles de musulmanes ebrios de júbilo, que les rociaron con una nube de flechas antes de rematarlos con la cimitarra.
Conrado de Montferrat, que no se había desplazado hasta Acre para morir allí, se había unido a los esfuerzos desesperados de los templarios para contener la carga de los infieles y combatía al lado de Guido de Lusignan.
El marqués se enfrentaba a un mameluco armado con un mangual que no se lo estaba poniendo fácil. El gigantesco mangual, al que permanecían pegados pedazos de carne, zumbaba en el aire como un enjambre de abejas.
Conrado paró un primer golpe con su escudo, aunque se partió en dos con el impacto. Deshaciéndose de los restos, se opuso al segundo golpe con su propia espada; pero el furor del mameluco se la arrancó de la mano. Ahora, entre su cabeza y el mangual solo estaba el vacío. Conrado se disponía a morir con la mayor dignidad posible cuando el brazo del mameluco salió volando por los aires. La sangre salpicó el pecho de Conrado, mientras Guido de Lusignan acababa lo que había empezado hundiendo su espada en el corazón del mameluco. Estupefacto al ver que en el cielo no había tantas huríes como el Profeta había prometido, el mameluco murió con una expresión de terror en los ojos.
Gracias a los esfuerzos conjuntos de Conrado de Montferrat, Guido de Lusignan y sus monjes soldado, la oleada de tropas que Saladino había reenviado al combate fue contenida. Por otra parte, en el centro del campamento de los cristianos, Emmanuel y Casiopea no solo habían impedido que el pabellón real cayera en manos de los habitantes de Acre, sino que habían conseguido que, ante la violencia de su contraofensiva, estos corrieran a refugiarse de nuevo en su ciudad.
Kunar Sell, que por respeto a la promesa que había hecho a los musulmanes se había esforzado en mantenerse al margen de los combates, decidió entonces que ya podía volver hacia la tienda real. Allí sorprendió a un misterioso Caballero Verde, acompañado por un oso gigantesco y un horrible enano, en animada conversación con Rufino.
—¡De acueeerdo! ¡De acueeerdo! ¡De acueeerdo! —mugía este último.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Kunar Sell.
—De nada, noble y buen señor —respondió el enano.
Y salió de la tienda con el Caballero Verde.
—Y bien, ¿qué me decís? —preguntó Kunar Sell a Rufino.
—Nada. Bueno, sí. ¿Hemos ganaaado? ¿Nooo?
—Ha faltado poco.
En efecto, esta sorprendente jornada —gloriosa por la mañana para los francos, y por la tarde para los sarracenos— terminaba con la conquista de unas pocas hectáreas de terreno para los cristianos.
Mientras sonaba el toque de retirada en el campo de los francos y las tropas musulmanas se agotaban tratando de perforar la muralla blanca y roja que los templarios oponían a sus golpes, Saladino ordenó que cesara el combate y mandó desplazar el campamento hacia el este, de Tell Keisán a Tell Kharruba.
El sultán casi se ahogaba de rabia, pero con la captura de Gerardo de Ridefort —antiguo gran maestre del Temple— encontró con qué aliviar su cólera. Lo liquidó con sus propias manos, sin siquiera darle la oportunidad de abjurar. Un perro como ese sin duda se hubiera apresurado a convertirse al islam, para a continuación romper su juramento como si nada.
«En verdad —se dijo Saladino—, solo Morgennes podía pronunciar el
shahada
y conformarse a los preceptos del islam…»
Atrincherados detrás de sus poderosas defensas —estacas talladas en punta, fosos con el fondo tapizado de picas—, Casiopea y Emmanuel mantuvieron el campamento hasta el regreso de Guido de Lusignan y de Conrado.
El dolor que sintió el rey cuando le llevaron la cabeza de Ridefort quedó atenuado por la satisfacción de haber salvado a Montferrat, que ahora estaba en deuda con él. Pero si Lusignan tenía aún un campamento era gracias a Emmanuel y Casiopea.
—Supongo que estamos en paz —dijo Guido de Lusignan al marqués de Montferrat.
—No —replicó Conrado—. Me habéis salvado la vida. Por tanto soy yo quien está en deuda con vos.
Lusignan inclinó la cabeza despacio, como si midiera el alcance de la grandeza de espíritu de aquel a quien casi todos llamaban el «pequeño marqués».
Entonces llegó Simón, furioso porque nadie le había escuchado en el campo de batalla cuando había gritado que aminorasen la marcha para esperar a los infantes.
«¿Vale la pena que de ultramar lleguen refuerzos en nuestra ayuda, por decenas de miles, si luego nos preocupamos de ellos tan poco como si fueran la espuma de las olas que se disuelve en la arena? ¿Para qué sirve que unos hombres crean en Dios y vengan a esta tierra para dar su vida por recuperar el Santo Sepulcro si aquí poco les importa su sacrificio?»
En ese momento un ayuda de campo se presentó en la tienda del rey.
—¡Majestad! Después de que el ala derecha de Saladino haya sido rechazada, nuestras tropas han conseguido apoderarse de los terrenos que ocupaba anteriormente al pie de Acre… —anunció.
¡Eso quería decir que la ciudad estaba ahora totalmente rodeada por los francos! Se acabaron los paseos de Saladino sobre las murallas de Acre y las miradas divertidas que lanzaba a los cristianos desde lo alto. Rufino recordó los veranos que había pasado allí saboreando la dulzura del atardecer cuando era obispo de la ciudad. ¿Volvería a experimentar algún día la alegría de sentir la caricia de la brisa en su cuerpo? «Tal vez síii. Tal veeez…»
A pesar de su incapacidad para llevar la victoria a buen término, los francos recuperaban la esperanza. Rodeaban totalmente Acre, por tierra y por mar. Y puesto que Saladino había desplazado su campamento, los cristianos tenían más espacio.
Por desgracia, ese espacio estaba ocupado esencialmente por cadáveres.
Saladino había dado orden de que lanzaran los cuerpos de los soldados muertos en combate al Na'mân, que los franjis llamaban el río Dulce y que para ellos se convertiría ahora en un río infernal, con su cargamento pestilente. Las enfermedades se abatieron sobre los cristianos, que ya no sabían dónde saciar su sed sin cruzarse con la mirada vidriosa de un antiguo compañero, o mejor dicho, con su ausencia de mirada.
Los propios sarracenos fueron víctimas de los venenos que desprendían los muertos, y Saladino, enfermo de disentería, tuvo que volver a toda prisa a Damasco para hacerse tratar.
Por otra parte, el invierno se acercaba. A los musulmanes empezaba a hacérseles el tiempo muy largo. Porque si es dulce abandonar el hogar para ir a guerrear, es más dulce aún volver a encontrarlo después de haber guerreado. Los hombres languidecían pensando en sus mujeres y sus hijos. Algunos se preguntaban si el pequeño al que habían abandonado cuando aún no sabía andar, se sostenía ahora sobre sus piernas. ¿Y la mayor? ¿No había llegado ya el momento de casarla?