Las siete puertas del infierno (44 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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No podía ser el puente lo que había suscitado los gritos de Emmanuel. A menos que… Franqueando con la mirada el abismo que la separaba de la otra orilla, vio árboles absolutamente idénticos a los que Gargano le había descrito. Retorcidos, convulsionados, tenían el aspecto de seres humanos presa de atroces sufrimientos. Los Pantanos de la Memoria…

«Es ahí», se dijo Casiopea bajando los ojos, como temiendo ir a afrontarlos.

Por debajo de ella, la fiereza del río crecía en las proximidades de una construcción impresionante. Muros color de luna se elevaban en medio de las aguas como los dientes de un titán. Crestas de espuma blanquecina trataban de saltar sobre ellos como caballos furiosos escapando de un cercado. Allí, el hombre y la naturaleza se enfrentaban desde hacía años, y la naturaleza parecía a punto de imponerse. El agua se abatía con la violencia de mil arietes contra lo que no era, después de todo, más que un muro, o una puerta: una barrera. Pero ninguna barrera hubiera podido resistir eternamente a este inexorable asalto. Así, las aguas —hinchadas por una infinidad de refuerzos que descendían triunfalmente aguas abajo— estaban cerca de destruir esta obra que Amaury I de Jerusalén había querido que fuera tan grandiosa como las pirámides de que le había privado Saladino.

Hacia el final de su reinado, el antiguo soberano de Jerusalén había enviado a un ejército de arquitectos, zapadores e ingenieros a construir la más delirante de las edificaciones que hubiera soñado nunca un cerebro humano: una presa en el Nilo.

«¡Imposible!», le habían dicho sus ingenieros y consejeros.

Incluso Morgennes, que habitualmente se mostraba encantado de poder medirse a lo irrealizable, había parecido dudar. Pero Amaury estaba convencido de su idea: «Egipto es el Ni-ni-nilo —había tartamudeado—. Ve-vencer al Ni-ni-nilo es vencer a Saladino».

—Pero majestad…

Sus obsequiosos subalternos empezaban a inquietarse. Ya en otro tiempo Amaury había llenado los sótanos de su palacio con toda clase de huevos. Incluidos unos supuestos huevos de dragón. El monarca pretendía «poner al abrigo de los hombres los universos contenidos en cada uno de estos huevos, y traer al mundo a algunos dragones», a fin de domesticarlos. De aquello solo había resultado un hedor infernal que había invadido los corredores del palacio durante varias semanas. El olor era tan intenso que uno podía pedorrearse tranquilamente, porque de todos modos nadie iba a enterarse.

Morgennes había acompañado a los obreros de Amaury lo más cerca posible de la fuente del Nilo, a esas regiones de las que casi nadie volvía: los Pantanos del Olvido. Como su nombre indicaba, los que se adentraban en ellos perdían la memoria, y se establecían tan a gusto allí, de una forma tan definitiva, que se metamorfoseaban en árboles.

Emmanuel y Casiopea se estremecieron al ver la construcción —diez veces más alta que las murallas más altas de Jerusalén— que Morgennes y los arquitectos de Amaury habían tratado de levantar para domar las aguas del Nilo. Pero como dicen los egipcios, «el Nilo es un dragón que nadie puede domar».

—De modo que es ahí —dijo al fin Casiopea levantando los ojos para mirar sucesivamente los restos de la presa, el puente de lianas y los pantanos—. Este es el lugar adonde vino mi padre, donde reside mi tía…

—No olvides que estoy contigo —le dijo Emmanuel poniéndole la mano en el hombro—. A donde tú vayas, yo iré.

De nuevo esa frase despertó en Casiopea el recuerdo de Simón; pero, aun así, le apretó tiernamente la mano.

—«Du
bist mîn, ich bin dindes solt dû gewis sîn
» —dijo Casiopea.

—¿Qué dices?

—Es una canción que aprendí hace tiempo, con Chrétien de Troyes. Significa…

No había tenido tiempo de terminar la frase cuando un relámpago de oro rasgó el cielo. El abismo en cuyo fondo corría el Nilo se llenó de mil y un fuegos que les cegaron mientras un trueno aterrador señalaba el inicio de la tormenta. Una tromba de agua se abatió súbitamente sobre ellos; el puente de lianas se agitó con tanta violencia que les pareció más prudente esperar para cruzarlo.

—Sobre todo teniendo en cuenta que no tenemos las armaduras de los cráneos —dijo Casiopea, totalmente empapada.

—Volvamos —propuso Emmanuel.

Y así dieron media vuelta, dejando a su espalda un abismo donde el nivel del agua subía peligrosamente, arrancando a la presa sus últimas almenas. A los crujidos de los cielos se unió el estruendo de la muralla al quebrarse y las erupciones líquidas: la barrera se derrumbaba. Si había resistido hasta ese momento había sido solo para permitir que Casiopea pudiera dar testimonio de la obra de su padre; en efecto, la presa que había erigido había existido.

Pero el Nilo se la había llevado.

Capítulo 60

Du bist mîn, ich bin dindes solt dû gewis sîn

(Tú eres mío, yo soy tuya, de eso debes estar seguro.)

Canto anónimo del siglo XII

En torno a ellos todo había adoptado un aspecto atormentado. Los árboles, torcidos por las aguas que derramaba el cielo, e incluso la tierra, sobre la que resbalaron en más de una ocasión para encontrarse con la nariz pegada a una mezcla de hojas y barro. Sucios, agotados, hicieron todo lo que estaba en sus manos para llegar al punto donde —según pensaban— se encontraban sus amigos, la promesa de un buen fuego, una manta y un techo sobre sus cabezas.

De pronto, cuando calculaban que habían recorrido alrededor de dos tercios del camino, un nuevo relámpago hendió la noche violeta, proporcionando a los árboles tonos espectrales. Aquí y allá, en la noche, unos ojos perforaban la oscuridad, apareciendo y desapareciendo al ritmo del movimiento de los párpados. Los animales, olvidando el papel que la naturaleza les había atribuido, habían dejado de perseguirse entre sí. Refugiados en las ramas bajas de un azufaifo, bajo una raíz o un helecho, permanecían acurrucados, víctimas de un mismo temor, con las presas temblando junto a los predadores y los predadores temblando junto a las presas.

—¡Por aquí! —gritó Casiopea—. ¡Veo luz! —Y agitó el brazo en dirección a una mancha amarillenta que brillaba a lo lejos, como un ojo de pantera.

Emmanuel se levantó pesadamente de la charca donde había caído, renunció a secarse la cara y se dirigió hacia Casiopea tan mojado como un pez recién pescado. Estornudó una vez, dos veces, y se acercó a su amada.

—Tienes los ojos brillantes, debes de tener fiebre… —le dijo ella en tono compasivo—. ¿Cómo te encuentras?

Emmanuel le tomó la mano y depositó un beso en ella.

—¿Junto a ti? Por fuerza, en plena forma. ¿Por qué?

Ella no pudo evitar sonreír, mientras en la jungla se dispersaban los ecos de la tormenta. Pronto no quedó más que la lluvia y, por debajo, un misterioso silencio, más profundo que la noche. Y allí, en medio del fango y la oscuridad, en medio de los animales, ella se ofreció a él.

Se desnudaron despacio, a causa de sus ropas hinchadas por la lluvia. Era una lluvia extremadamente cálida, casi asfixiante, que al tocar el suelo se transformaba en capas de niebla. Casiopea y Emmanuel se sumergieron en ellas. Casiopea sonreía, invitando al cuerpo desnudo de Emmanuel a unirse a su cuerpo desnudo, abriendo las piernas para acogerle.

Sonreía, feliz como nunca. El hombre que venía a ella y del que sentía el rudo peso sobre su pecho, este hombre que le besaba con ardor los senos, la garganta y el rostro, era su hombre, aquel para el que había nacido, aquel por el que había hecho este largo viaje. No había ido en busca de su tía. Ni de los infiernos. Ni siquiera de su padre. Iba en busca de…

—¡Emmanuel!

El placer la invadió de una forma tan brutal que dejó de pensar, y se abandonó a su amante y a la tierra sobre la que él la tomaba. Hicieron el amor lentamente, apasionadamente, saboreando cada instante de su tierna complicidad como si fuera la última vez que se unían.

Luego, Emmanuel hundió sus manos en el fango y se desplomó sobre Casiopea, como un ángel dormido. Ella dejó que el placer la invadiera y pasó la mano por los cabellos de su amante, besándole fogosamente. No tenía ninguna gana de moverse, carne y barro, bruma y agua. Tenía la impresión de haber encontrado por fin su hogar, su razón de ser.

—Podría morir aquí, en este instante, y todo sería perfecto —dijo a media voz, temiendo y a la vez esperando que Emmanuel la oyera.

El tragó una gran bocanada de aire.

—En cierto modo se trata un poco de eso… —respondió.

—Estoy muerta entre tus brazos, entre tus brazos renazco.

El le sonrió a su vez, apoyó la rodilla en el suelo y se levantó. Luego le tendió la mano, la ayudó a incorporarse y la apretó contra su cuerpo, tan fuerte como pudo. La cabeza de Casiopea le llegaba a la altura del pecho, y sentía el dulce olor de sus cabellos, que no se cansaba de acariciar. Entonces tuvo una nueva erección y volvieron a hacer el amor, en ese lugar del que no estaban seguros que existiera, en ese momento de la jornada que no era el día ni la noche.

La lluvia cesó tan bruscamente como había empezado. De vez en cuando, cascadas de agua se desprendían de los árboles. El sol volvía a brillar. Sin embargo, en la atmósfera húmeda en la que caminaban, todo era penumbra; densas aglomeraciones de ramas y hojas mantenían el suelo en una oscuridad casi total. La bruma se hacía más densa, más opaca, de modo que avanzaban a través de murallas intangibles, como si un fantasma de la jungla hubiera tomado posesión del bosque que habían atravesado para ir a los pantanos.

Los ruidos volvieron, y con ellos los movimientos en la bruma. Crujidos secos, chapoteos, el ulular de un animal. Una bestia huye, otra ha sido capturada. ¿Cuál ha capturado a cuál?

Emmanuel y Casiopea habían vuelto a embutirse en sus ropas empapadas. Con los pies hundidos en unas botas que les apretaban demasiado y la cintura oprimida por un cinturón hinchado de humedad, sabían que, en caso de peligro, prácticamente no tendrían más opción que rendirse. Emmanuel estuvo pensando en abandonar su gran escudo, pero al final decidió conservarlo. Sus armas —espada y dagas, sin contar a
Crucífera
— estaban en perfecto estado, aunque de vuelta en el campamento tendrían que limpiarlas con un paño aceitado antes de volver a guardarlas en su vaina.

El camino que habían recorrido había sido devorado de nuevo por la jungla, y aunque hubieran conseguido alejarse del campamento lo suficiente como para encontrar finalmente los Pantanos de la Memoria, volver a él sería otro cantar.

Porque la mancha de luz que Casiopea había visto hacía un instante sencillamente había desaparecido. Si es que en realidad había existido alguna vez. El hecho era que estaban perdidos, irremediablemente perdidos. De pronto oyeron un grito, más allá de las copas de los árboles. Casiopea sonrió, y Emmanuel de repente cayó en la cuenta de que en ningún momento había parecido preocupada. Él se había encomendado a su Señora y a Dios; ella, por su parte, contaba con su halcón para guiarlos al campamento. Mientras había durado la tormenta, el ave se había refugiado en la copa de un árbol, pero una vez pasada, había vuelto a sus cielos adorados.

—¡Estoy aquí! —exclamó Casiopea volviéndose hacia el cielo, haciendo embudo con las manos.

Un nuevo grito le respondió.

—¡Condúcenos a la orilla, por favor!

Silencio seguido de un grito, a la derecha.

—Por aquí —dijo Casiopea a Emmanuel.

Este lanzó un suspiro de alivio. No se veía acabando su vida en la jungla, envejeciendo en un árbol y teniendo por toda compañía a Casiopea y a una vieja bruja. Él era un hombre valeroso, poderoso, parecido al león, que no soportaba verse encerrado en una jaula, aunque fuera vegetal. El amor, en cambio, era una atadura que aceptaba. En su corazón, Casiopea había reemplazado a la santa patraña de su orden. Pero lejos de vivirlo como un drama, Emmanuel estaba convencido de que la Virgen María lo aprobaba, e incluso de que había bendecido su unión. Su Señora era una madre benevolente, feliz de que sus hijos se hubieran encontrado por fin.

Caminaron durante horas y horas, entre aromas de flores delicadas, de tierra y de árboles en putrefacción. Ellos mismos estaban cubiertos —en el cuello y las articulaciones— de placas escarlata, que se rascaban sin conseguir apagar el fuego que les atormentaba. Finalmente, el halcón lanzó dos pequeños gritos, señalando un peligro.

—¡Detente! —ordenó Casiopea. Emmanuel obedeció y aguzó el oído.

Con todos los sentidos alerta, trató de seleccionar entre los sonidos que oía: brisa en las ramas de un árbol, pasos acolchados de felinos, familia de monos saltando de una copa a otra, croar de batracios. Extraños trovadores tocaban, para Emmanuel y Casiopea, una melopeya hecha de sones inéditos, interpretando la partitura de una naturaleza poco hospitalaria.

Emmanuel temía caer en una emboscada, y si el halcón había dicho que había peligro, es que lo había. Agachándose en una red de bruma, miró recto hacia delante, entrecerrando los ojos, esforzándose en ver a través de la muralla de árboles. Un olor… Un olor le llegaba a la nariz. Olía a madera quemada… De pronto inquieto, se levantó, dispuesto a poner a Casiopea a resguardo, lejos del incendio, que… Pero no. Recuperó la calma e intercambió una mirada con Casiopea. Ella también lo había olido. Olía a quemado, sí.

—El campamento —dijo Casiopea.

—¡Los han atacado!

Los dos tuvieron la misma reacción: se precipitaron en dirección al olor a quemado, desenvainando sus espadas, y pasándose —en el caso de Emmanuel— el escudo por el brazo.

Salieron del bosque y una ojeada les bastó para captar la magnitud del desastre que se había desarrollado en su ausencia. Dos soldados vestidos de verde pagaron el precio de su furor. Ambos recibieron una estocada que les envió al infierno.

Luego, orientándose rápidamente, Emmanuel y Casiopea distinguieron la empalizada de madera del fortín de Kunar Sell, que yacía, calcinada, en el fondo de una fosa medio cubierto de arena y de cuerpos… Buscando con la mirada a quién atacar, se colocaron espalda contra espalda, ya que no sabían de dónde provendrían los próximos golpes: ¿de la playa o del bosque?

Respondiendo a la llamada de un olifante, que Emmanuel reconoció con un escalofrío —«¡es él!, ¡mi asesino!»—, unos soldados de verde surgieron entonces de entre la maleza. Algunos blandían una lanza, y otros una ballesta o una espada. Todos tenían un aire fiero y resuelto.

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