Alex miró a su alrededor para ver si los demás lo habían entendido.
—¿
Nana
? —preguntó cohibido.
—
Nana
era la perra —le explicó Preston Kay, sonriendo—. La dejaban al cuidado de los niños.
—Ah —dijo Alex, hundiéndose un poco en su asiento.
Joey pensó con desazón que los socios no estaban del todo satisfechos con unas respuestas tan generales. Y de pronto se le ocurrió algo.
—¿Me disculpan un momento? —dijo.
Los presentes asintieron con expresión de perplejidad generalizada y Joey salió disparada hacia su despacho, sacó de su maletín algo que había metido en el último minuto para que le diera buena suerte; una primera edición de
Peter Pan
con ilustraciones de Francis Donkin Bedford que le había regalado su madre, y regresó a la sala de juntas.
—Esto… A esto es a lo que personalmente quiero rendir homenaje —dijo con voz queda—. Al espíritu de esta edición en particular. Sin embargo, creo que debería decir que… Dave y yo aún no lo hemos definido con detalle.
—Continúa —dijo Preston.
Ella levantó el libro.
—Adoro a J. M. Barrie y especialmente su
Peter Pan
desde que era pequeña. Mi madre me regaló esta edición cuando cumplí trece años. —Joey le entregó el libro a Preston, que lo abrió y estudió detenidamente las ilustraciones.
»La obra ha sido ilustrada por innumerables artistas a lo largo de los años: Arthur Rackham, Al Dempster, que es quien dibujó los personajes para la versión de Disney, Michael Hague, Scott McKowen y muchos otros. No obstante, las ilustraciones de Bedford poseen un aire de pureza. Me resultan más místicas y fantásticas que ninguna otra, como si captaran la esencia misma de lo que es ser un niño, la capacidad de asombro, la esperanza, la sensación de misterio y de temor reverencial. Miren esta de aquí, por ejemplo…
Preston le devolvió el libro y Joey lo hojeó hasta dar con una ilustración de los señores Darling abatidos al descubrir que sus hijos habían desaparecido de su habitación;
Nana
aparecía sentada en la cama con ellos, mirando por la ventana el cielo tachonado de estrellas. Al pie de la ilustración se leía: «Los pájaros habían volado». Les pasó el libro a todos los presentes.
—Me encanta el desorden que reina en la habitación —continuó Joey—. La cómoda con los cajones abiertos y ropa tirada por todas partes. La ilustración capta perfectamente que ha sido una salida apresurada. Pero también la majestuosidad y el terror que se oculta tras ese impenetrable cielo negro de Londres, inmenso, hermoso y aterrador tras la ventana. Sin embargo, el interior, con
Nana
montando guardia, nos parece luminoso y acogedor y eso que ha desaparecido de la estancia lo que realmente le confería vida: los niños.
Hizo una pausa y trató de dominar un súbito nerviosismo. No sabía adónde quería ir a parar con todos aquellos pensamientos, pero los socios asentían con semblante serio, obviamente interesados por la ilustración. Tenía que convencerlos por completo.
—No sé por qué les estoy contando todo esto —admitió.
Alex levantó la vista y la miró con expresión de suficiencia. Ella se dio cuenta de que estaba esperando a que metiera la pata.
—Es que cuando pienso en Stanway House —prosiguió— y en todo lo que ha visto y vivido a lo largo de los siglos, los cánticos de los monjes, el cambio de las estaciones durante cientos de años, los bebés que habrán llegado al mundo entre sus cuatro paredes, la celebración de tantas bodas en el gran salón, las personas que habrán muerto allí de vejez y habrán sido enterradas a escasos metros, se me antoja un mundo lleno de misterio; me refiero a la forma en que la casa alberga toda esa vida y la sobrevive, digamos. Es más grande y tiene más años que cualquiera de nosotros y seguirá en pie cuando nosotros no estemos. Ése es el espíritu al que tenemos que aferrarnos, el espíritu de Stanway como una suerte de País de Nunca Jamás. Un lugar de fantasía alejado del mundo, capaz de envolvernos en su hechizo de recuerdos, sensaciones y una especie de felicidad que normalmente desaparece tras la niñez.
Terminó con un suspiro. Sabía que se estaba dejando llevar por el sentimentalismo. ¿Por qué siempre tenía que echarlo todo a perder de aquella forma? Se sentó con resignación mientras el libro iba pasando de mano en mano hasta llegar de nuevo a ella.
—Gracias, Joey —dijo Preston—. Ha sido una de las presentaciones más interesantes a las que he asistido. Lo que has dicho sobre J. M. Barrie ha sido muy perspicaz.
Ella miró a los demás. Todos asentían, sonrientes. No podía creérselo.
—Gracias —balbuceó.
La reunión había terminado.
En el pasillo, Alex le dio unas palmaditas en la espalda.
—Bien hecho. Te lo digo en serio. Muy bien.
—¿Qué hacías tú ahí dentro? No estás en este proyecto, ¿no? —preguntó ella con súbita inquietud. Le costaba estar tan cerca de su ex.
—No. Sólo tenía curiosidad.
—¿Con respecto a qué? ¿Ver cómo lo hacía?
Alex le regaló una de sus sonrisas de actor de Hollywood y Joey trató de no hacer caso de los chispeantes ojos azules que la atrajeron sin remedio en el pasado.
—¿Me dejas que te invite a comer? ¿En el Bemelman’s Bar? Por los viejos tiempos.
—No, gracias —contestó ella y, dándose media vuelta, entró en su despacho.
Echó el pestillo y se tumbó en el sofá que había pegado contra la pared. El encuentro con Alex había conseguido desinflar su euforia como una aguja con un globo. Estaba inquieta, confusa y avergonzada. Eso era lo peor de todo. Le daba vergüenza comprobar adónde la había llevado su relación con él. Con su experta ayuda, se había convertido en un tópico andante, la chica casada con su trabajo que se acuesta con su jefe.
Pese a que hacía meses que habían acabado, odiaba encontrárselo, trabajar en el mismo sitio. Pero sabía que tenía que superarlo. No tenía intención de irse de Apex Group y Alex tampoco.
Dos horas más tarde, una sonora llamada a la puerta sacó a Joey de su ensimismamiento. Se levantó rápidamente, se peinó un poco con los dedos y abrió. Antoine estaba de pie frente a ella, con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía un sobre en la mano.
—¡Felices vacaciones! ¡Te vas a Inglaterra! —exclamó, casi cantando de alegría.
—Muy gracioso —respondió Joey.
Antoine la empujó hacia su sillón y la obligó a sentarse.
—No juegues conmigo, Antoine… No estoy de humor —dijo.
—¡Has estado fantástica! Qué orgulloso estoy de ti. El agente inglés se ha quedado prendado de ti. La torre, los monjes,
Nana
, el País de Nunca Jamás… Ha sido genial. Dave va a estar de baja hasta no se sabe cuándo y Alex está organizando su boda. Oh, lo siento. Es un tema delicado. La decisión de los socios ha sido unánime, no hay nadie más apasionado y cualificado para este trabajo que tú. Y tienen razón. ¡Enhorabuena, tesoro! ¡Los has dejado KO!
Joey sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¿De verdad?
—¡De verdad!
—¿Voy a dirigir yo el proyecto?
—Sí y te lo mereces. Te vas dentro de cinco días. Tu vuelo es el 31 de diciembre, Nochevieja. Tenemos mucho que hacer hasta entonces.
Tenía que llamar a Sarah. Pero aún no. Primero tenía que entender por qué la idea de volver a ver a su mejor amiga le despertaba tantos sentimientos encontrados. Joey se dirigió sin hacer ruido hacia el montón de correspondencia que tenía en la mesa de la cocina y abrió el sobre que había llegado de Londres diez días atrás.
Una cascada de purpurina cayó al suelo. Suspiró con fastidio al recordar que ya había tenido que limpiar una cascada de purpurina similar cuando recibió un sobre como aquél la primera vez. Los niños se las apañaban para ensuciar aun estando a casi cinco mil kilómetros de distancia.
La tarjeta, confeccionada especialmente para ella, iba dirigida a la «tía Joey» y estaba firmada por los hijos de Sarah, con una caligrafía más o menos estable según la edad: Matilda, Zoë, Timmy y Chris. Joey no los conocía, motivo por el que se sentía un poco culpable, y se le hacía extraño que ellos la llamaran «tía». ¡No los reconocería si se cruzara con ellos por la calle!
Abrió la tarjeta y releyó la carta que le enviaban cada año. Esta vez trataba del premio de equitación que había ganado Matilda y de los renacuajos de Timmy, que se habían convertido en ranas dentro de la pecera del comedor.
Joey intentó concentrarse, de veras que lo intentó; trató de imaginar a aquellos Sarah y Henry en miniatura, con sus ropitas con estampado liberty de florecitas y sus chaquetas de montar, pero no era capaz. Tampoco podía evitar sentirse molesta. ¿Le enviaba ella a Sarah tarjetas hablándole de personas a las que ni ésta ni Henry conocían? Se levantó bruscamente, fue al frigorífico y se sirvió una copa de vino. Con ella en la mano, se sentó en un sillón junto a la ventana y se dio cuenta de que tenía dos opciones: dejar morir su amistad con Sarah o esforzarse por conservarla.
Podía ir a Inglaterra y no decirle nada. Probablemente sería lo más sencillo porque, si se vieran, tendrían que hablar de lo que había ocurrido en los últimos diez o doce años, de que Joey no había ido a su boda, de que Sarah no había dejado de prometerle, año tras año, que iría a pasar unos días a Nueva York con ella para ponerse al día, pero lo cierto era que nunca había llegado a cruzar el Atlántico, ni siquiera cuando murió la madre de Joey.
Por otra parte, se habían criado como si fueran hermanas, habían vivido juntas en la universidad y también después durante un tiempo. Hubo una época en la que a Joey no se le habría pasado por la cabeza que no fueran a estar cerca la una de la otra el resto de su vida. Podía compartir el presente y el futuro con otros amigos, pensó, mientras bebía un sorbo de vino. Pero en su pasado había sitio únicamente para una.
Cogió el teléfono y, diez minutos más tarde, estaba todo planeado. Pasaría uno o dos días en Londres con Henry, Sarah y los niños y, desde allí, se dirigiría a los Cotswolds. Había sido como si la tensión acumulada en los últimos años hubiera desaparecido con sólo oír la cálida y familiar voz de su amiga.
Las Navidades siempre habían sido una época agradable para Joey, incluso cuando era pequeña. Tenía muchos buenos recuerdos de las vacaciones: ir con sus padres a Coney Island en Año Nuevo para ver cómo los miembros del Polar Bear Club se zambullían en las gélidas aguas del Atlántico, o patinar sobre hielo con Sarah en el Rockefeller Center. Pero últimamente las veía como algo que había que aguantar hasta que pasara. Durante cuatro o cinco años después de que su padre se casara, había ido a pasar los últimos diez días del año a Florida con él y Amy, hasta que todos llegaron a la conclusión de que sería mejor que Joey fuera a visitarlos en marzo. No tenía sentido volar en la época del año en que los billetes de avión estaban más caros que nunca y la mitad del país tenía prisa por llegar a otra parte. Marzo, en cambio, era una época estupenda para una escapada de una semana.
En Navidad, sin embargo, Joey iba a estar demasiado ocupada preparando todo para su viaje como para sentir el peso de los días. Pero lo que no pensaba perderse era algo que ya se había convertido en una tradición para ella: salir a correr por Central Park el día 25 por la mañana.
Amaneció un día frío totalmente despejado y, en cuanto se terminó el café, se puso la ropa de correr, dispuesta a llegar hasta el lago Jackie Onassis, a unas pocas manzanas de distancia de su apartamento. Esa carrera era el regalo que se hacía a sí misma. Le encantaba encontrar la pista desierta la mañana de Navidad, tenerla literalmente para ella sola porque, a esas horas, los niños del vecindario estarían abriendo sus regalos. Le gustaba especialmente correr allí al amanecer, ver el reflejo de la ciudad en las aguas del lago a la luz del sol naciente.
Joey soltó a
Tink
de la correa y subieron trotando la pequeña colina hasta la pista para correr que rodeaba el lago. Cuatro años atrás, en Navidad, Joey se había encontrado a la perra en aquel mismo lugar. Había empezado a correr por la pista como de costumbre, en el parque prácticamente vacío. Parecía que nadie más que ella tuviese la voluntad de hacer deporte el día de Navidad por la mañana. Llevaba cinco vueltas a la pista de poco más de dos kilómetros de distancia cuando divisó algo extraño, algo que no debería estar allí, peligrosamente cerca del agua: una mochila roja abandonada. Se inclinó sobre la valla. Algo se movía dentro de la mochila. La adrenalina empezó a fluir por sus venas cuando creyó oír un débil gemido.
Sin pensarlo dos veces, saltó la valla. Alguien había abandonado a un bebé. Se removía en el interior cuando se agachó.
—¿Qué demonios es esto?
El aullido que brotó del interior de la bolsa le puso los pelos de punta. Forcejeó un poco con la cremallera y la cuerda que rodeaba la mochila y, con un fuerte tirón, la abrió y liberó al prisionero.
No era un bebé. Era
Tink
, pequeña, mojada, sola y desvalida. Peor que sola, alguien había intentado ahogarla. Joey supo después que sólo tenía un par de días, pero estaba viva y sana y, probablemente, era la criatura más cariñosa que había visto en su vida. Se la llevó a casa, la bañó, la envolvió en una cálida toalla y a lo largo de toda la semana siguiente la estuvo alimentando con un cuentagotas y después con un biberón. No fue fácil. Joey no había tenido nunca perro y no tenía ni idea de cómo se adiestraba a un cachorro. Pero eso era lo de menos. Desde aquel día, perra y dueña se adoraban.
El doctor Singh, el veterinario de
Tink
, les encontró un hueco para atenderlas el día 27.
—Ahora tiene todas las vacunas en regla —dijo—. Lo único que nos falta es ponerle un microchip debajo del pelaje.
—Debajo de la piel, querrá decir —replicó Joey.
—Sí —respondió el veterinario con su calmosa y aterciopelada voz—. Pero no le dolerá, se lo prometo.
—No le creo —dijo ella con ironía.
—Le pondremos anestesia tópica. Es un chip muy pequeño, de verdad.
—De acuerdo. ¿Y después qué?
—Después expediremos un «pasaporte para animales de compañía» —explicó el veterinario.
—¿Y eso qué es?
—El pasaporte certifica fundamentalmente que está sana y que le han puesto todas las vacunas obligatorias. En caso de que se perdiera o se escapara estando en otro país, el chip le permitirá encontrarla e identificarla con el pasaporte.