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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (4 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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—¿Puedo llevarla conmigo en el avión?

—Sí, si le compra un billete. Si no, tendrá que ir en la bodega con el equipaje. Normalmente es bastante seguro.

—¿Qué quiere decir con normalmente?

—Puede hacer mucho frío o mucho calor. En el caso de animales de cierta edad o enfermos, yo no lo recomiendo, pero su perra es joven y goza de buena salud. Probablemente no le ocurra nada.

—¿Probablemente?

Él asintió.

—Puedo recetarle un sedante. El ruido en la bodega puede resultar estresante para los animales. Es mejor que haga el viaje dormida.

Joey asintió y en ese mismo instante decidió que le compraría a
Tink
un billete para llevarla en el asiento con ella.

—Entonces le ponemos el chip, ¿no? —preguntó el veterinario.

Joey asintió.

—¿Está seguro de que no tendrá que pasar una cuarentena?

—Seguro —respondió él.

Conforme pasaban los días, Joey se debatía con la idea de intentar quedar con gente a la que hacía mucho tiempo que no veía, aunque sospechaba que la mayoría estaría fuera de la ciudad o hasta arriba de compromisos navideños. Y, aunque era posible que sus amigos trataran de buena gana de hacerle un hueco en sus apretadas agendas para tomar algo con ella o incluso para invitarla a alguna temida fiesta familiar o de trabajo, Joey dudaba. Una noche en que no lograba conciliar el sueño, estaba dándole vueltas al tema cuando se dio cuenta de que había dos razones para que dudase en coger el teléfono.

La primera era Alex Wilder. Desde el principio, había estado obsesionado con que llevaran su relación en secreto, de modo que nunca salían con otras parejas, nunca quedaban con los amigos de Joey para tomar una copa, nunca organizaban cenas en su casa ni tampoco iban a las casas de otras personas, en la ciudad o fuera de ella. Y ahora que Alex había salido de su vida, ella se daba cuenta de que había dejado que se perdieran muchas de sus amistades. Si lo pensaba, podía contar cinco o seis mujeres a las que conocía de la niñez o de la universidad de las que se había apartado paulatinamente.

¿En qué había estado pensando? ¿Cómo podía haber dejado que eso ocurriera? No era propio de ella y, sin embargo, lo había hecho, fin de semana tras fin de semana, para poder dedicar todo su tiempo y atención a aquel capullo. Había jugado según las reglas de Alex desde el primer hasta el amargo último momento. Pero no volvería a cometer ese error.

La segunda razón era el trabajo. Joey sabía que era capaz de sacarle el máximo provecho a la oportunidad que se le brindaba, pero todavía tenía muchas cosas que hacer. Iba a tener que concentrar todos sus esfuerzos si quería completar con éxito lo que se esperaba de ella en las siguientes semanas. Tendría que evitar complicaciones y dejarse el pellejo en el proyecto de Stanway House. Pero cuando regresara a Nueva York, debería hacer algunos cambios.

4

Doscientas personas esperaban para pasar los arcos de seguridad del aeropuerto, o lo parecía. «Otro fin de año genial», pensó Joey con tristeza, escudriñando la marea de viajeros: niños llorando, parejas besándose, turistas de cierta edad y grupos familiares de incontables nacionalidades.

Hacía tiempo que no tomaba un vuelo internacional y le sorprendió la ingente cantidad de medidas de seguridad. Ella quería estar segura, claro que sí, pero se preguntaba si de verdad todo aquello era necesario: que si abrir el equipaje de mano, desvestirse, pasar por el escáner o los rayos X… Se preguntó también qué le iban a hacer a
Tink
, si tendría que sacarla de la jaula para que la registraran. Le faltaban manos para cumplir con tanta orden. Un guarda le indicó con aspereza que se descalzara.

—¿Tiene tarjeta de embarque para el perro?

Joey la sacó del bolso y se la entregó.

—La jaula —ordenó el hombre.

—Puedo llevarla yo.

—He dicho que me dé la jaula —repitió con dureza.

Joey obedeció. Le daba miedo que pensaran que ocultaba algo si se negaba, o que la retuvieran o impidieran que subiera al avión. Cuando quiso llegar a su asiento en primera clase, después de colocarse bien la ropa, cerrar el equipaje y recoger a su perra, le hacía falta un buen trago.

—¿Champán? —preguntó la azafata.

—Gin–tonic —respondió ella.

Su zona del avión se llenó rápidamente. Joey colocó a
Tink
en su asiento y aseguró la jaula con su cinturón de seguridad. Dobló su abrigo y lo guardó en el maletero, junto con su portátil y su bolso de mano. Cuando por fin se sentó, suspiró aliviada.
Tink
, adormilada gracias al sedante que le había dado disimulado en un trozo de queso, no tardó en ponerse cómoda y cerrar los ojos.

La tripulación de cabina bajó la intensidad de las luces y el murmullo de las conversaciones disminuyó durante el tiempo que tardó el avión en recorrer la pista para el despegue. Pero cuando se apagó el piloto del cinturón de seguridad comenzó la fiesta. Los asistentes de vuelo pasaban ofreciendo copas de champán y la mayoría de los viajeros parecía estar muy alegre, todos charlando desde sus butacas a un lado y a otro del pasillo e incumpliendo todas las normas que habitualmente había que seguir cuando se atravesaban océanos y continentes en un reducido espacio que obligaba a la intimidad con unos desconocidos.

Joey trató de ver la película clásica en blanco y negro que estaban poniendo,
Vivir para gozar
, con Katharine Hepburn y Cary Grant. La revista de a bordo la describía como un «delicioso entretenimiento para estas fechas», pero las peripecias de los personajes de la pantalla sólo consiguieron que se acentuara su sensación de que no era más que una mera observadora de la realidad. Cary Grant le recordó a Alex y no pudo evitar acordarse de la Nochevieja del año anterior, que los dos habían pasado en un lujoso hotel rural en los Hamptons. Cenaron solomillo de ternera regado con Dom Perignon y un especiado tinto Zinfandel de sabor terroso. Cerca ya de la medianoche, cogieron unas mantas y fueron a la playa. Oyeron petardos e iniciaron el año nuevo paseando por la orilla de la mano, señalándose mutuamente las constelaciones que divisaban en el cielo.

Joey se quitó los auriculares y miró a su alrededor. Allí donde mirase veía familias, parejas, matrimonios. ¿Era la única persona en todo el avión que viajaba sola? Desde luego, era lo que parecía. En el asiento del otro lado del pasillo, sentada junto a su marido dormido, una mujer la miró con curiosidad. Ella se preguntó qué estaría pensando. Tal vez que viajaba a Londres para encontrarse con su amante, o que era la típica mujer volcada en su profesión que quería adelantarse al nuevo año apareciendo en su trabajo cuanto antes.

Levantó la pantalla que protegía la ventanilla. Diminutos puntos de luz resplandecían sobre una capa de nubes que parecía la tundra helada. Costaba creer que estuvieran a tanta altitud y no sólo volando en la oscuridad, por encima de un paisaje de nieve eterna.

Les quedaban tres horas para llegar a Londres y ya era de día. Se sentía un poco mareada por la ginebra. Decidió intentar descansar un poco. Se despertó al cabo de un rato, sin saber muy bien por qué. No había luz en su zona, exceptuando la de lectura que tenía encendida una pareja. Echó a un lado la escasa mantita que les proporcionaban en el vuelo y se incorporó. Apretujada entre la jaula de
Tink
y el poco espacio que dejaba el respaldo del asiento de delante, había una niña de unos cinco años que miraba sin pestañear a la durmiente
Tink
a través de sus gafitas de color rosa. Tenía el pelo negro azabache con flequillo e iba vestida con un peto muy bonito. Joey se fijó en el incómodo aspecto de las férulas para las piernas que asomaban por debajo.

—Hola —saludó.

La niñita levantó la vista y la miró.

—Hola —respondió con voz queda.

Joey ni se acordaba de cuándo fue la última vez que habló con un niño. La mayoría de los que había conocido en su vida eran o bien unos maleducados, o hacían gala de un amor propio injustificado, o directamente no tenían ningún interés en comunicarse con los adultos. De pequeña, ella había sido una cría más bien tímida, de las que se dejaban amedrentar por los niños de más edad cuando estaba en el colegio. Al ser hija única, estaba acostumbrada a la compañía de sus padres y no había conocido las bromas y las peleas con las que se curtían otros niños de familias numerosas. Incluso actualmente se ponía nerviosa cuando estaba con niños revoltosos que no paraban de hacer ruido.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Joey.

—Daisy. ¿Es tuya? ¿La has metido tú en esta jaula?

—Está adormilada.

—¿Por qué?

—Porque es de noche. Y porque le he dado una medicina.

—¿Está enferma?

El acento británico de la niña le recordó automáticamente a un personaje de
David Copperfield
, una desafortunada huerfanita a merced de los desalmados.

—Es la primera vez que sube a un avión. Tenía miedo de que se asustara y se pusiera a ladrar.

Daisy pareció comprender y miró de nuevo a
Tink
.

—No hay que tener miedo. Yo viajo en avión muchas veces.

—¿De verdad? ¿Adónde vas?

—A Nueva York, a ver al doctor Dan. Es mi médico de las piernas. —Estiró una de las piernas, protegidas por las abrazaderas.

Joey no sabía muy bien qué se suponía que tenía que ver, pero miró a la niña con una resplandeciente sonrisa.

—Ya lo veo. ¡Vaya!

Daisy sonrió de oreja a oreja por primera vez. Le faltaban los dos dientes delanteros. Metió dos dedos por la rejilla de la jaula de
Tink
y le acarició el morro con dulzura. En respuesta, la perra abrió los ojos y le cubrió la mano con un par de lánguidos lametazos, cerrando a continuación los ojos de nuevo. Tan repentinamente como había aparecido, Daisy se levantó y regresó a su asiento al lado de una mujer que estaba dormida.

Qué niña tan dulce, pensó Joey. Igual le gustaban los niños, después de todo. El avión comenzó a descender. Se asomó a la ventanilla y contempló los exuberantes prados verdes que se extendían como una gigantesca manta de retales separados entre sí por árboles, setos y muros hasta donde alcanzaba la vista. Sintió una oleada de excitación. Conforme se iban acercando a Londres, el paisaje empezó a cambiar y fue dando paso a un formidable caos de edificios desparejados, nuevos y viejos, grandes y pequeños. Con la ventaja que proporcionaba la altura, la ciudad se parecía al interior de un chip informático, lleno de callejuelas que serpenteaban desordenadamente en todas direcciones. Pero cuando el avión sobrevoló las aguas parduscas del Támesis y el corazón de la City, Joey cogió aire. Allí estaban el Big Ben y el Parlamento, el puente de Londres y ¡el London Eye! Se quedó pegada a la ventanilla, pasmada con las vistas.

Tras un cuarto de hora de libertad esperando a que saliera el equipaje por la cinta y casi siete horas de sueño en el avión,
Tink
se dejó atar para entrar de nuevo en su jaula para el trayecto en taxi, pero mientras avanzaban por las calles de la ciudad en dirección a la casa de Henry y Sarah, cerca de Notting Hill, le dejó bien claro a su dueña que estaba hasta el gorro de tanto encierro.

—Calla. ¡No seas mala! —la riñó Joey con severidad, aunque de poco le sirvió. Estaban rodeando Holland Park y ella no podía apartar los ojos del espectáculo visual que se le presentaba a través de la ventanilla: la pulcra geometría del diseño de los jardines, las elegantes casas bañadas por la fantasmal luz de la mañana.

—¿Ha dicho el número cuarenta y ocho? —preguntó el taxista.

—Sí. Holland Road, cuarenta y ocho.

—Pues ya hemos llegado.

—¿Éste es el cuarenta y ocho…? —Joey se quedó mirando por la ventanilla. Estaban delante de una casa enorme: una distinguida joya de estilo georgiano de tres plantas. Píceas en enormes maceteros flanqueaban la escalera de la entrada. ¡Aquella mansión no podía ser propiedad de Henry y Sarah! Parecía un pequeño hotel. Había pensado que tendrían una especie de dúplex o algo así. Era demasiado espacio, incluso para una familia con cuatro hijos. Y era imposible que Henry tuviera tanto dinero…

Mientras el taxista sacaba el equipaje del maletero, ella subió los escalones de la entrada y llamó al timbre. Oyó el sonido de un carillón en el interior de la casa y al momento la puerta se abrió y aparecieron un niño y una niña con la respiración entrecortada, como si hubieran llegado corriendo y se hubieran parado de golpe.

—Espera, espera —dijo la niña y, acto seguido, gritó—: ¡Mami!

La puerta de entrada se había convertido en una zona rebosante de actividad, pues, en cuestión de segundos, aparecieron más críos, sonriendo de oreja a oreja mientras forcejeaban torpemente con algo blanco de gran tamaño.

El taxista cerró bruscamente el maletero justo cuando los niños conseguían desenrollar una pancarta hecha por ellos en la que se leía: «¡¡¡Bienvenida, tía Joey!!!».

En la pancarta, hecha con pliegos de papel blanco unidos con cinta adhesiva de cualquier manera, habían pintado arcoíris, pájaros, flores y habían enganchado pegatinas de caritas sonrientes y otros objetos empleados por los profesores de preescolar en todo lo largo y ancho de este mundo.

—¡Es preciosa! —exclamó Joey, de repente abrumada—. Esperad un segundo. Voy a pagarle al taxista.

Dejó en el suelo la jaula de
Tink
, bajó corriendo hasta el taxi y pagó con las libras que había cambiado en el aeropuerto. Se guardó el recibo y entonces se volvió hacia los niños, a quienes se había unido un chico más mayor, a cuatro patas delante de la jaula de
Tink
, que ladraba frenéticamente.

—¡Qué bonito! ¿Podemos soltarlo? ¿Cómo se llama? —preguntó sin respirar siquiera, como una ametralladora.

—Es perra. Se llama
Tink
. Y podéis soltarla, claro que sí.

El niño de más edad forcejeó con el pestillo de la jaula y, al ver que le costaba abrirla, Joey le echó una mano. Por un momento, pensó con preocupación en la posibilidad de que
Tink
se escapara, pero la perrita adoraba ser el centro de atención, por lo que no parecía muy probable que fuera a salir corriendo cuando había tantas manos que querían acariciarla. Se alejó hasta un árbol para hacer un pis rápido, pero volvió rápidamente al lugar de honor, entre la alborozada chiquillería.

De repente, un movimiento llamó la atención de Joey, que levantó la vista y se encontró con una mujer de edad indefinida y pinta un poco hortera con aquel delantal, en lo alto de la escalera. Se quedó pasmada al ver que era Sarah.

BOOK: Las sirenas del invierno
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