Las sirenas del invierno (6 page)

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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

BOOK: Las sirenas del invierno
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Timmy entró de repente por la puerta como una bala y al ver que estaba observando los dibujos se dirigió corriendo hacia ella.

—Ése lo he hecho yo —dijo con orgullo, señalando uno de los dibujos.

—¿Es un… conejo? —tanteó Joey.

El niño puso una cara muy larga al oírlo.

—No es un conejo. Es
Mindy
—contestó él, ofendido.

—¿
Mindy
? —repitió Joey, avergonzada, mirando a Sarah en busca de ayuda.

—Es nuestro gato —contestó ésta.

—¿Sabes? Me parecía que era un gato —se apresuró a corregirse Joey—. He estado a punto de decirlo.

Timmy la estaba mirando con cara de reproche, pero Sarah arregló la situación anunciando que había otra sartén a la que le irían bien unos lametazos. Se la pasó a Timmy y éste desapareció con ella. Sarah dejó en la mesa el cuenco en el que había vertido el contenido de la sartén, se sirvió un té e invitó a Joey a que se sentara también.

—Aquí estamos.

—Aquí estamos —repitió Joey.

—¿Por dónde íbamos?

—Por dónde íbamos ¿cuándo?

—¡Cuando te quedaste dormida!

Sabía muy bien dónde se habían quedado: acercándose peligrosamente al resbaladizo tema del estado de su vida amorosa. No le apetecía un comino hablar del tema, pero no había manera de evitarlo.

—No lo sé —contestó evasiva, bebiendo un sorbo de té.

—¿Sales con alguien?

Joey negó con la cabeza.

—¿Qué pasó con aquel tío que trabajaba en Lincoln Center?

—¿Jonathan? Sarah, hace años de eso.

—Bueno, es que hace años que no nos vemos. Hace años que no hablamos de este tema. Creía que te gustaba.

—Y me gustaba, pero…

—Pero ¿qué? —la instó su amiga.

—Era demasiado…, demasiado…

—Demasiado ¿qué?

—Bajo.

—¿Bajo? ¿Rompiste con él porque era demasiado bajo? No lo dirás en serio.

—Bueno, no fue sólo por eso. No tenía sentido del humor, era ordinario y lo único que le gustaba era salir a navegar. Y yo odio navegar. De todas formas, ha pasado mucho tiempo de eso.

—Tienes razón. Espera… Recuerdo que hace relativamente poco mencionaste a un compañero del trabajo —continuó Sarah.

A juzgar por el tono de voz de su amiga, Joey supuso que le había contado lo de su relación supersecreta con Alex.

—¿Hasta dónde te conté?

—No lo suficiente —contestó Sarah con un suspiro—. Quiero que me lo cuentes todo. Es maravilloso tenerte aquí conmigo —añadió y, diciendo esto, se acercó el cuenco, cogió un poco de la mezcla de azúcar y chocolate con los dedos y se la metió en la boca.

—Se ha terminado —dijo Joey sin más—. Me dejó.

Sarah masticó lentamente, esperando a que siguiera y, al ver que no lo hacía, preguntó:

—¿Qué pasó?

—Que fui una estúpida —respondió ella—. Jamás debí enrollarme con un compañero de trabajo.

—¿Quién empezó? —preguntó Sarah.

—Él. Me eligió para que estuviera en su equipo en aquella importante reforma y, cuando quise darme cuenta, estábamos trabajando hasta tarde todas las noches, pidiendo comida para llevar…

—Etcétera, etcétera, ¿no? —terminó su amiga por ella.

Joey asintió.

—¿Lo sabían en el trabajo?

—Al principio no. Creo que sólo había sospechas, hasta que, en abril, la secretaria más cotilla de la empresa nos vio cenando en un restaurante. Alex rompió conmigo poco después.

—¿Porque no quería que vuestra relación saliera a la luz? —preguntó Sarah.

—Eso fue lo que me dijo. Que sería negativo para él y desastroso para mí, pero un mes más tarde me entero de que llevaba ocho o nueve meses saliendo con una mujer de los Hamptons.

—¡Venga ya!

Joey negó con la cabeza. De repente se sentía fatal. Por su mente comenzaron a desfilar imágenes de cuando Alex y ella estaban juntos: de vacaciones en Nantucket, esquiando en Vail, cocinando pasta en su apartamento, haciendo el amor en el piso que Alex tenía en Central Park West. Guardó silencio un rato. Sarah bebió un sorbo de té, contemplándola con gesto comprensivo.

—Te gustaba mucho, ¿verdad?

Joey regresó al presente. Se sorprendió cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, y asintió cuando éstas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—Qué estúpida fui.

—No fuiste estúpida —dijo Sarah con voz queda, acercando la silla para poder cogerle la mano por encima de la mesa—. Estabas deseosa de abrirle tu corazón. Él fue el estúpido.

Joey negó con la cabeza de nuevo, tratando de controlar el llanto.

—Sí lo fue —insistió Sarah—. Fue un idiota. Y lo lamentará toda la vida.

—Lo dudo —susurró ella.

—Pues yo no —contestó su amiga con decisión.

Se quedaron sentadas en silencio durante unos minutos. Sarah le acercó el cuenco, pero Joey volvió a apartarlo. Ya había comido suficiente.

—¿Por qué no sales a dar un paseo? —sugirió Sarah—. Ve a tomar un poco el aire antes de cenar. Los niños te enseñarán el barrio. Estarán encantados.

Joey se encogió de hombros. La mezcla de azúcar y chocolate se convirtió en una bola de acero dentro de su estómago y, de repente, se sintió cansada. Lo único que deseaba era subir a su habitación y no ver a nadie.

—Puede que tengas razón. Pero iré sola.

Sarah levantó rápidamente la cabeza para mirarla.

—A los niños les encantaría acompañarte. Estaban deseando que vinieras.

—Creo que no tengo energía para… toda la tropa.

La sonrisa de su amiga se desvaneció levemente, pero cuando habló lo hizo con suavidad.

—Está bien. Como quieras.

6

Cuando Sarah le habló de «darles a los niños el té», Joey se había imaginado a los cuatro hermanos Howard sentados alrededor de la mesa de la cocina, bebiendo Earl Grey con mucha leche y comiendo sándwiches de marmite
[2]
y galletas. No se le había ocurrido que Sarah se refiriese en realidad a darles la cena, y que en vez de disfrutar de una larga velada recordando viejos tiempos con Henry y ella mientras los niños jugaban tranquilamente en otra parte, iba a ser una cena en familia, en la mesa de la cocina, a una hora intempestiva, o lo que es lo mismo, las seis de la tarde.

Henry le abrió la puerta cuando Joey regresó de su paseo y las fotos no mentían: parecía que no hubiese pasado el tiempo por él. A ella siempre le recordó a Colin Firth y seguía haciéndolo. Sin saber cómo, se preguntó cómo podían haber afectado tanto al aspecto físico de Sarah diez años de vida en familia, mientras que a Henry no se le notaba en absoluto el paso del tiempo. ¿Se debería a que ella había parido cuatro hijos, a que pasaba demasiado tiempo en la cocina, a que no pertenecía al mundo laboral y de ahí que no tuviera que cuidarse ni vestirse de forma apropiada para ir al trabajo o, simplemente, que había dejado de importarle su aspecto físico? Fuera lo que fuese, Joey se juró que si alguna vez tenía hijos no se abandonaría de ese modo.

—Estás estupenda —dijo Henry, estrechándola en un afectuoso abrazo, tras lo cual la condujo hacia el piso inferior.

—No me vengas con ésas —bromeó ella, mirando en dirección a Sarah—. Tengo cara de sufrir
jet lag
y diez años más.

Henry sonrió y le sirvió una copa de vino. Por lo menos no tendría que beber leche.

—Lavaos las manos —ordenó Sarah desde los fogones, repartiendo en sendas fuentes patatas y verduras humeantes. Zoë y Timmy ya estaban sentados a la mesa.

—Ya me las he lavado —dijo Zoë.

—No es verdad —intervino Timmy.

—Sí me las he lavado —chilló la niña.

Henry se dirigió con calma hasta Zoë y le tendió la mano. La pequeña le enseñó las palmas para que su padre se las inspeccionara.

—Están lo suficientemente limpias —declaró él.

Matilda entró y se sentó sin hacer ruido en la silla junto a Joey. Ésta la miró y sonrió, pero la niña era tan tímida que apenas levantó la vista.

Sarah dejó las fuentes en la mesa mientras Henry sacaba una pata de cordero asado del horno y la ponía en la tabla de trinchar.

—¿Dónde está Chris? —preguntó Sarah.

Nadie respondió.

—¿Dónde está tu hermano, Timothy? —insistió.

—Arriba.

—¡Pues ve a buscarlo! —exclamó su madre con irritación. Estaba sudando.

—¿Por qué tengo que ir siempre yo? —preguntó Timmy—. ¡Que vaya ella! —añadió, mirando a Zoë con malas pulgas.

—Iré yo —dijo Henry.

—No lo harás —replicó Sarah con brusquedad—. Tú tienes que trinchar el cordero. —Se volvió hacia Timothy y le dijo—: Vamos, señorito. Y como oiga una sola queja más de esa boca tan contestona que tienes, te vas a la cama sin cenar.

«Vaya, vaya. Qué genio», pensó Joey. Aunque, en su opinión, a aquellos niños no les iría mal un poco más de firmeza.

—¡Ja, ja! —se burló Zoë.

—¡Cállate! —le espetó Timmy, bajando ya de la silla.

—¿Cómo has dicho? —terció su padre con tono acerado—. ¡Timothy Snowden Howard!

—Ha dicho «cállate» —respondió Zoë alegremente.

—¿Acaso te he preguntado a ti? —inquirió Henry—. Le he preguntado a tu hermano.

Timmy se había dado la vuelta al oír su voz y aguardaba en actitud sumisa, de pie junto a la escalera. Apiadándose del pequeño o tal vez deseoso de poner fin a la discusión cuanto antes, su padre dijo con calma:

—En esta familia no hablamos así. Conque ya estás subiendo a decirle a tu hermano que la cena está servida.

Aliviado al ver que no le iba a caer el castigo que dos segundos antes parecía inevitable, el pequeño subió corriendo la escalera sin decir una palabra más.

Joey, Sarah y Henry se pusieron al día después, cuando los niños estuvieron en la cama. O lo estaban supuestamente, porque Joey los estuvo oyendo corretear por el segundo piso hasta las diez de la noche. Se preguntó por qué ni Sarah ni Henry se ponían firmes a la hora de mandar a sus hijos a dormir, pero no le correspondía a ella decir nada. Había visto que ambos eran muy capaces de sacar el látigo cuando era necesario, pero en el salón, con una copa de vino junto a la chimenea, los dos hicieron oídos sordos a la escandalera que estaban montando sus hijos en el piso de arriba.

—Cuéntanos qué haces aquí en realidad —le pidió Henry cuando se sentaron.

—¡Henry! —lo riñó Sarah.

—¡Quiero decir que nos hable del trabajo ese! Estamos felices de verte, no creas que no.

Cuando Joey mencionó Stanway House, Henry enarcó una ceja y dijo:

—Ah, sí, la reforma…

—No la pongas nerviosa —le convino Sarah con calma—. Quizá puedas servirle de ayuda. —Acto seguido, se volvió hacia Joey y añadió—: Quería que conocieras a su madre.

—Tienes razón. Lo siento —se disculpó él, reclinándose en su asiento al tiempo que bebía un sorbo de vino—. Mi madre vive en Benbrough House, a pocos kilómetros de Stanway.

—¡Eso es extraordinario…! ¿Te criaste allí? —preguntó Joey.

Henry asintió.

—Lleva en pie varias generaciones. Mamá querría que siguiéramos allí todos nosotros.

—No, gracias —dijo Sarah sonriendo—. Yo la adoro, de verdad que sí. Es fantástica, pero soy una chica de ciudad. Londres no es Nueva York, pero aun así es mejor que…

—¿Vivir en el quinto pino? —terminó Henry alegremente.

—¡Exacto!

—Ya te llevaré —bromeó él.

—Inténtalo —le espetó su mujer.

Joey sonrió. Se sentía un poco culpable por los malos pensamientos que había tenido durante la cena, preguntándose si Henry pensaría alguna vez en serle infiel a Sarah a causa del cambio que había sufrido su aspecto. Después de todo, estaban en Europa. ¿Acaso los europeos, y en especial los aristócratas, como era el caso de Henry, no tenían tendencia a tomarse el tema de la fidelidad matrimonial con más ligereza que los americanos? Pero la naturalidad que se adivinaba en sus bromas o el toma y daca durante la cena dejaban claro que entre ellos había una relación caracterizada por el sentido del humor y la tolerancia.

—Sarah ha dicho que quizá podrías ayudarme —recordó Joey—. ¿Hay algo que debería saber?

El matrimonio intercambió una mirada.

—Nada que mamá no pueda ayudarte a resolver si quiere —contestó Henry.

—Venga ya, Hens, cuéntaselo —lo instó Sarah—. Estás haciendo que parezca más de lo que es.

—¿Más de lo que es? —repitió Joey.

Henry le hizo un gesto a su mujer. Que lo contara ella, ya que creía que él era demasiado melodramático.

—No es nada —dijo Sarah—. De verdad.

—Me estás poniendo nerviosa —replicó Joey, tendiendo la copa para que se la llenaran de nuevo.

—Estoy bromeando —continuó Henry—. Es que me he enterado de que a alguno de mis conocidos de allí no les hace demasiada gracia que Stanway House vaya a convertirse en un hotel. Querían que siguiera en manos privadas. Temen que se convierta en otro Disney World. —Adoptó un tono de parodia e, imitando a un viejo pomposo, reveló—: Se rumorea que van a construir un spa.

—Habrá un pequeño spa —confirmó ella—. Pero al estilo de BadenBaden, no del club Equinox.

—¿Qué es el club Equinox? —preguntó Henry.

—Qué más da —dijo Sarah—. Lo importante es que todo el mundo adora a Aggie. Es la persona más sensata que te puedas encontrar. Si se pone de tu parte, y todos sabemos que lo hará, tendrás la mitad del trabajo hecho.

La casa estaba en silencio cuando Joey se despertó a la mañana siguiente. La noche anterior se había acostado a las once y media y, entre el vino y el
jet lag
, había dormido como un tronco. Le echó un vistazo a su BlackBerry: las nueve y media. Recordó vagamente haber oído a Sarah levantando y sacando a los niños de la casa, pero había vuelto a quedarse dormida en cuanto todo se quedó otra vez en silencio. En ese momento, éste era absoluto.

Se levantó, se vistió rápidamente y bajó a la cocina. Los platos del desayuno seguían en la mesa, pero no se veía ni rastro de Sarah ni de Henry. Su amiga había mencionado algo de la fiesta de cumpleaños de un amigo de los niños. Quizá pasaran el día fuera de casa, ayudando en la preparación. A Joey no le pareció mal. Una invitada educada no andaría por ahí esperando que sus anfitriones la entretuvieran. No había nada peor que tener muchas cosas que hacer y sentirse responsable de una amiga que estaba de visita en tu casa y desocupada. ¡Y, además, estaba en Londres! Había leído muchas cosas en la prensa especializada sobre la reforma llevada a cabo en la estación de St. Pancras y quería saber más del asunto. Ahora tenía la oportunidad perfecta.

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