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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (8 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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Recorrió el apartamento observando con todo detalle los muebles perfectamente pulidos y los adornos cuidados con mimo y, de pronto, se sintió triste. Al principio, pensó que era por lo patente que se hacía la ausencia de la mujer que había vivido allí, cuya muerte había sido tan repentina que casi podía sentirse. Pero luego se dio cuenta de que no era eso en realidad. Su tristeza tenía su origen en el apartamento en sí.

Los cojines estaban bordados a mano, los marcos de las fotografías eran personales e informales, la colcha era de ganchillo artesanal. No había un solo objeto en toda la habitación que no expresara un pensamiento, un deseo, o no tuviera un significado íntimo de algún tipo. Era como si las habitaciones estuvieran llenas de significado y todos los objetos fueran recuerdos de lugares amados, personas queridas, épocas rebosantes de afecto e intimidad.

Joey pensó en todas las cosas de las que ella se había deshecho cuando reformó y cambió la decoración de su propio apartamento. Estaba decidida a sentirlo como suyo. El hecho de que su madre hubiera pasado una larga enfermedad allí había provocado que acuchillar los suelos, cambiar el papel de las paredes y reformar la cocina y el baño en un intento de curar el lugar fuera importante en su día.

Sin embargo, en su celo por empezar de nuevo se había desprendido de muchas de las cosas que hicieron que la casa de sus padres fuera siempre un sitio confortable y acogedor: colchas de ganchillo, fotos enmarcadas, artículos desparejados que alguien les había regalado o que habían heredado. En ese momento, se sorprendió pensando en unas tazas en particular con sus correspondientes platillos, que usaban cuando era pequeña. Las había metido todas en una caja para dar a la beneficencia cuando compró vajilla nueva. Y pensó que tal vez no debería haberse apresurado tanto a tirarlo todo.

Sacó la bolsa del maquillaje y se sentó ante el tocador del dormitorio. Levantó el tapón de cristal de una botella de perfume que allí había e inspiró: era un perfume intenso y glamuroso con matices antiguos. Se puso un poco detrás de las orejas y se inclinó para mirarse en el gran espejo ovalado.

Tenía aspecto de cansada. Estaba cansada. Se fijó en unas líneas de expresión alrededor de los ojos que no había visto hasta ese momento. Recordó que, en alguna parte, había oído referirse a ese tipo de arrugas como «producidas por tomar el sol» y se miró con más atención. Eran patas de gallo. ¡Patas de gallo! Tendría que concentrarse en no sonreír tanto. A partir de ese momento, sonreiría sólo cuando tuviera ganas de verdad.

Miró a
Tink
, que jadeaba alegre a su lado. El animal eligió justo ese instante para tumbarse de costado y bostezar profunda y satisfactoriamente.

«¿Cómo puede estar cansada? ¡Si lleva dos días durmiendo!», pensó.

Ese pensamiento la llevó de nuevo a Ian. No había tratado de camelárselo, pero la molestaba no haber sido capaz de arrancarle una mísera sonrisa o un comentario cortés. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? Nadie pretendía echarlo de su casa. Que su vida iba a cambiar era cierto, pero en eso consistía la vida. Tenía un buen problema si no quería aceptarlo.

Una idea preocupante empezó a dar vueltas en su mente. Quizá ella no le parecía atractiva; demasiado eficiente, demasiado extranjera, demasiado mandona. No era que tratara de gustarle, pero normalmente percibía alguna clase de reacción, una pequeña chispa, algo. Él se había comportado como si estuviera deseando quitársela de encima.

Sólo había una forma de calmar esa incómoda sensación. Le hacía falta salir a correr un buen rato.

8

El sol bajo iluminaba los jardines cuando Joey los atravesó, envuelta en una preciosa luz blanquecina. Las parras trepadoras, que en verano exhibirían unas grandes hojas verdes, estaban desnudas. La vegetación de color marrón oscuro que cubría la fachada del edificio parecía una red de venas y arterias diminutas. Incluso en lo más cruel del invierno había lugar para la belleza, pensó Joey. La fachada, densamente cubierta, parecía un lienzo de Jackson Pollock: chorretones de pintura sin lógica ni patrón, pero que, cuando se miran con atención, resulta que tienen un significado.

Cuando salió corriendo por la verja cercana a la casa del guardés, Joey sintió el frío en la garganta. Era una sensación pura, como si estuviera respirando agua filtrada, oxigenada, directamente de un manantial de la montaña.

Atravesó una serie de caminos rurales fijándose en las veces que giraba a derecha e izquierda. No vio ni una alma en los siguientes diez o quince minutos. No recordaba haber estado sola en la calle durante tanto tiempo en toda su vida. En Manhattan, daba igual dónde estuvieras, siempre había gente.

Al principio, la soledad la puso nerviosa. Aunque gritara, nadie la oiría. Pero conforme corría, sintió una exultante libertad. Podía hacer lo que quisiera. Podía cantar a voz en cuello o ponerse a bailar un chachachá y nadie la miraría como si le faltara un tornillo. Tenía que disfrutar del momento.

El paisaje era deslumbrante, como si quisiera compensarla por la ausencia total de vida humana a su alrededor. Cada prado, cada planta contrastaba con el azul del cielo. A lo largo del camino, porque aquello no se podía considerar una carretera, discurría un murete de piedra derruido en algunos tramos, reconstruido en otros no hacía mucho. Al entrar al pueblo, pasó junto a una hilera de casitas bajas con tejado de paja y un cobertizo para las herramientas de jardinería en el jardín pegado a cada vivienda.

Llegó a una pequeña oficina de correos de piedra y lo que parecía una antigua posada, The Pump House. A través de las vidrieras de las ventanas, divisó varios rostros enfrascados en una animada conversación. Desdeñó la oleada de soledad, negándose a dejarse llevar por su habitual autocompasión y, rodeando el pueblo, siguió corriendo hacia las tierras de cultivo de las afueras. Unos doscientos metros más adelante, se desvió y tomó un sendero embarrado que bordeaba unos campos y que parecía llevarla de vuelta a su lugar de partida. El terreno era irregular, por lo que Joey no apartaba los ojos del suelo. Y por eso se dio de bruces con el carnero.

El animal estaba parado en mitad del camino y ella se detuvo a cierta distancia. Cogió aire bruscamente, con la adrenalina corriéndole por las venas. ¿Qué clase de criatura era aquélla? ¿Iba a embestirla y atravesarla con los cuernos? Parecía que no. Simplemente la miraba con indignación y sin intención de apartarse. Estaban en un punto muerto.

El carnero la miraba sin parpadear, con rostro impasible. Joey se desplazó un poco hacia la derecha y se apretó contra el seto, tratando de escabullirse. El animal avanzó en su dirección. Ella se detuvo y el carnero también. Joey se movió hacia la izquierda y, al hacerlo, metió las zapatillas nuevas en un charco de barro. El animal sacudió las orejas y se le acercó. Ella se detuvo de nuevo. Decidió que las orejas eran lo más desconcertante, pues seguían cada uno de sus movimientos como si fueran pequeñas antenas parabólicas.

—¡Fu!

El carnero siguió mirándola e hizo rotar las orejas.

—¡Fu, fu! —dijo Joey con más ímpetu—. ¡Vamos, vete!

El animal no respondió.

—¡Por favor! ¡Maldita sea, déjame pasar!

En ese momento, algo a la derecha llamó la atención de Joey. Olvidándose por completo del animal que se interponía en su camino, se acercó al seto y siguió hacia adelante, hasta una verja, para echar un vistazo.

El prado estaba lleno de enormes vacas blancas y negras, algunas de pie, otras tumbadas. A lo lejos, divisó agua. Parecía un lago de cierto tamaño con una isla en el centro y, sobre ella, una arboleda de abedules jóvenes. Algo se movía en el agua. Más que moverse, parecía agitarse con violencia. Joey entornó los ojos y escudriñó en la distancia. Algo no iba bien.

—¿Hola? —llamó con una vocecilla que se perdió en el aire frío. No obtuvo respuesta—. ¿Hola?

El movimiento se repitió y esta vez se dio cuenta de lo que era: la subida y la bajada de un brazo, batiendo el agua vigorosamente. Abrió la puerta metálica y echó a correr por el prado. El lago estaba a una buena distancia y resbalaba en la hierba mojada y embarrada.

—¡Aguante! ¡Ya voy! —gritó con todas sus fuerzas.

En ese momento, coronó una pequeña elevación de terreno que le permitió tener una vista general del lago. A mitad de camino entre la orilla y la isla arbolada había una mujer de cierta edad. Se movía lánguidamente, manteniéndose a flote con dificultad. Sin pensarlo dos veces, Joey bajó corriendo la colina hasta la orilla, se quitó las zapatillas y, de un atlético salto, sorteó los juncos y se zambulló en el agua.

La fría temperatura la dejó tan aturdida como si hubiera caído sobre un lecho de cuchillos. Salió a la superficie, elevó la cabeza por encima del agua y empezó a nadar crol frenéticamente. La mujer estaba a unos pocos metros de distancia, batiéndose con denuedo en el agua pardusca. «Tiene que estar helada», pensó Joey, nadando lo más de prisa posible y dando gracias por la casualidad de que ella hubiera pasado por allí justo en ese momento.

—Ya la tengo —dijo, rodeando la cintura de la mujer con un brazo, al tiempo que tiraba de ella con energía hacia la orilla.

La otra seguía agitando los brazos con evidentes signos de pánico, incapaz de comprender que la estaban rescatando.

—No pasa nada. Ya está a salvo.

Le costaba hablar, nadar y respirar al mismo tiempo, pero Joey se esforzó. Señor, qué fuerte era aquella anciana. Claro que tenía que serlo, para haberse mantenido a flote tanto rato dentro de aquellas gélidas aguas. Conforme movía las piernas impulsándose en dirección a la orilla, Joey captó lo que le pareció una expresión de asombro e incredulidad, enmarcada en una mata de pelo blanco. Claro que tenía que estar asombrada. ¡Si había estado a punto de ahogarse! Parecía que trataba de decirle algo, pero ella no tenía tiempo para eso en ese momento. Primero tenían que llegar a la orilla.

Por fin alcanzaron una zona donde se hacía pie y Joey ayudó a la mujer a levantarse. La sorprendió lo pesada que era en tierra firme y, a continuación, el hecho de que llevara puesto ¿un bañador? Las dos atravesaron los juncos con paso inseguro y se dejaron caer sobre la arena de la orilla. Joey se volvió hacia ella, jadeando.

—¿Está usted bien?

La anciana estaba tosiendo y escupiendo agua. Joey repasó mentalmente los pasos de la reanimación cardiopulmonar: «Primero, abrir la vía aérea para que la víctima respire…».

Pero la otra había dejado de toser y la miraba parpadeando muy seguido.

—Me has hecho tragar agua.

Vaya, aquélla sí que era una reacción extraña. La mujer tosió una última vez y, acto seguido, dijo con toda calma:

—Gracias, querida. Tenía intención de nadar sólo diez minutos y seguro que llevo casi quince. Pero ¡tampoco esperaba que me recordaran de forma tan drástica que ya era hora de que saliera!

Joey se quedó de una pieza. La anciana le estaba sonriendo. Era evidente que estaba como una cabra.

—Por tu acento, parece que eres americana —prosiguió la otra—. Dios mío, estás temblando.

Con asombrosa agilidad, ascendió por la resbaladiza orilla y se dirigió hacia el montón de ropa cuidadosamente colocada encima de dos toallas de gran tamaño. Se ciñó una de ellas a la cintura y le lanzó la otra a Joey.

—Siempre traigo una de más —explicó, con una cálida sonrisa—. Lo siento mucho, querida. Te he dado un buen susto.

—Creía que se estaba ahogando —repuso ella sin más, enrojeciendo violentamente. Ahora lo entendía todo. No podía creer que una suposición precipitada la hubiera llevado a cometer semejante error. Claro que tampoco podía creer que a alguien en su sano juicio, y menos aún una frágil ancianita, se le ocurriera meterse en un lago helado en pleno mes de enero.

—Tú debes de ser Josephine.

Joey se quedó de piedra otra vez. Aquello era de lo más extraño. Había hecho el ridículo corriendo entre las vacas que pastaban tranquilamente para salvar a una mujer que no quería ni necesitaba que la salvaran, pero al menos creía que nadie se iba a enterar. Estaba en mitad de ninguna parte. No era como si se hubiera tirado de un salto al lago de las barcas de Central Park. Sin embargo, la anciana sabía cómo se llamaba…

—Sí. Soy… Joey —convino, intentando contener el castañeteo de los dientes. Temblaba incontrolablemente. No recordaba haber tenido tanto frío en toda su vida.

—Encantada de conocerte. Yo soy Aggie, la suegra de Sarah.

«¿Aggie?», preguntó Joey mentalmente. ¡No! ¿Aquella mujer era la madre de Henry, lady Howard? No, ésta no estaría nadando en un lago helado en pleno invierno… Estaría… leyendo a Trollope, asistiendo a las reuniones de las juntas de administración del hospital y supervisando el trabajo del personal que cuidaba de su casa.

—Sarah me dijo que venías hoy —continuó la mujer—. Pensaba pasarme por Stanway House más tarde.

Volvió a sonreír y el gesto arrancó un brillo chispeante a sus ojos azul turquesa. Terminó de secarse, se puso los pantalones y, por último, una camiseta de cuello alto y un jersey. Después, se sentó en un tocón y se calzó un par de botas impermeables. Acto seguido, se levantó y cogió la toalla.

Joey salió trotando detrás de ella, cada vez más atónita. La habría reconocido si hubiera asistido a la boda de Sarah y Henry, otro plan que había tenido que cancelar en el último momento. En aquel instante no recordaba el motivo exacto. Algún imprevisto de trabajo, algo que, en aquel momento, le pareció importante atender.

Miró a la anciana, que subía con paso enérgico hacia una zona arbolada. Aquella mujer tenía un título nobiliario. ¡Comía de vez en cuando con la reina! Cómo cuadraba todo eso con las botas impermeables cubiertas de barro y los baños solitarios en pleno invierno no le acababa de encajar. Pero definitivamente, la estructura ósea de su rostro tenía un carácter regio y caminaba con aire firme y majestuoso. Y si saber comportarse con elegancia aun en momentos tensos significaba que poseía clase, el título le iba que ni pintado. Si una lunática se hubiera empeñado en sacarla del agua, como ella misma había hecho con Aggie, Joey le habría dado una bofetada.

—Lo siento mucho —trató de disculparse cuando saltaron la cerca del final del prado—. Estoy muerta de vergüenza.

—No seas tonta —la riñó Aggie—. No muchas chicas se habrían tirado al agua para salvarme.

—Tendría que haberme fijado en la ropa. No debería haber dado por hecho…

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