Joey metió los brazos por los tirantes del bañador.
—Ahora o nunca —dijo Gala levantando la vista.
—¡Ahora! —exclamó ella con energía.
Salió detrás de la mujer. Viv y Meg las animaron mientras se acercaban a la orilla y se encaramaban al muelle. Lilia estaba en el agua, con Aggie. Joey se debatía entre tirarse de cabeza o meterse despacio.
Gala se tiró y se alejó nadando. Joey decidió entrar poco a poco para ir adaptándose gradualmente a la temperatura ártica. Se sentó en el muelle y metió un pie en el agua.
«¡OH, DIOS MÍO!»
—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo Gala, que había nadado de vuelta hasta el muelle.
Joey negó con la cabeza. ¡Iba a hacerlo! Se arrastró hasta el borde de la plataforma, se levantó, cogió aire profundamente y se tiró.
Se quedó totalmente aturdida. Sintió como si se hubiera caído dentro de un contenedor gigante lleno de trozos de cristal. Notó cómo se le cerraba la garganta, los músculos se le tensaban y el pánico se apoderaba de su mente. El agua era peor que el hielo, era como una muerte líquida. Sentía un dolor intenso, como si la estuvieran acribillando con un picahielos. No oía. No podía hablar. Lo único que podía hacer era mover las piernas con energía y tratar de mantener la cabeza fuera del agua.
Durante un aterrador e interminable momento, pensó que podía ahogarse. En un lago inglés, a miles de kilómetros de casa. Y sin un motivo de peso. ¡Por algo absurdo! ¡Porque era incapaz de rechazar un desafío! ¡Porque no le gustaba que la llamaran gallina!
Se concentró en respirar con normalidad y mantener la calma. El pánico inicial cesó y empezó a aclarársele la mente. Comenzó a nadar y sus brazadas fueron relajándose. Poco a poco, fue capaz de armarse del valor necesario para zambullirse por completo bajo del agua, donde sintió algo diferente: la firmeza causada por la fría temperatura que le ponía todo el cuerpo en tensión le proporcionó también una inmensa sensación de fuerza. Se sintió como si fuera una niña otra vez.
Subió de nuevo a la superficie moviendo enérgicamente las piernas y emergió en un estallido de puro éxtasis; se notaba eufórica, temeraria, en un glorioso abandono. Les gritó a Aggie y las demás, pero no sabía si la habrían oído. ¿Alguna vez se había sentido tan bien? Creía que no. Empezó a dar potentes brazadas en dirección a la orilla opuesta del lago.
Se sentía salvajemente feliz. En armonía con el agua, con la brisa, con el cielo y el día, en armonía con su vida, con todos los aspectos de la existencia. Todo lo que veía, los pájaros, los árboles, el sol, la hierba, de repente se le antojó repentinamente brillante, definido, nítido.
Observó las nubes en movimiento, las formas cambiantes: un conejo, un león, ¡un oso! Se acordó de su madre, de ellas dos tumbadas en la playa, jugando a adivinar las formas de las nubes. La sensación de paz, de espacio, de ligereza y libertad era abrumadora. La euforia que sentía cuando corría no era nada comparada con aquello. La excitación de cada nuevo acuerdo de negocios, el arrebato de un orgasmo no eran más que insignificantes imitaciones de lo que sentía en aquel momento.
—¿Joey? —gritó Meg.
Aggie había terminado de nadar y estaba en la orilla, con una toalla atada a la cintura y una expresión de preocupación en el rostro.
—Me sorprende que haya aguantado tanto ahí metida —dijo Lilia con franqueza, bebiendo té de un termo.
—¿Cuánto tiempo lleva en el agua? —preguntó Aggie.
—No sé, diez o quince minutos.
—Más —la contradijo Meg.
—¡Joey! —gritó Aggie—. ¡Joey! ¡Vuelve!
Ella la oyó y se volvió. Vio gesticular a la mujer desde la orilla. Las demás estaban a su lado y le hacían señas de que volviera. Pero Joey no quería salir todavía. Trató de controlar la oleada de irritación al tiempo que se daba la vuelta y echaba a nadar hacia ellas. ¡Primero le insistían para que se metiera y cuando por fin lo hacía, le insistían con que saliera!
—Tienes que salir, Joey. ¡Ya! —gritó Aggie.
Meg se levantó de un salto.
—¡Vamos! Date prisa. ¡Podrías perder una mano!
Joey no oía lo que decían, pero percibió su nerviosismo y comprendió que era preciso, perentorio diría, que saliera del agua. ¿Habría tiburones? No, eso era una tontería. Estaban en un lago, no en el mar. Pero desde luego algo no iba bien. El pánico se apoderó de ella mientras braceaba denodadamente hacia la orilla.
De repente, se sentía mortalmente cansada. Tenía la impresión de estar dentro de un sueño, tratando desesperadamente de avanzar con unas extremidades que apenas se movían.
Todas las mujeres estaban apiñadas en el muelle cuando por fin ella puso el pie en la escalerilla y alzó los brazos para agarrarse y subir. Cuál no sería su horror al comprobar que ni el brazo ni el pie respondían a las órdenes. Bajó la vista y vio que el pie que había intentado colocar en el escalón colgaba flácido en el agua. Alargó los brazos hacia la barandilla, pero sus manos rozaron el metal con la fuerza de una suave caricia. En algún punto de las distantes terminaciones nerviosas de sus dedos sintió el metal, pero aunque trató de rodear las barras con las manos, lo único que consiguió fue caer de espaldas al lago nuevamente.
Se dio cuenta de que aquello no era normal. No sentía absolutamente nada.
—Aggie —susurró, con un gemido trémulo. No tenía el control de sus actos. Los músculos faciales se le contraían cada vez que intentaba hablar, pero no sentía nada en brazos y piernas—. ¡Aggie, ayúdame!
Todas a una, las cinco mujeres se organizaron como si fueran un equipo de rescate acuático. Aggie y Lilia se tiraron al agua, Gala y Viv se prepararon para recibir a Joey en el muelle y Meg salió corriendo hacia la caseta en busca de toallas y mantas. En cuestión de minutos, Joey estaba a salvo en unos fuertes brazos y, acto seguido, se encontró en la plataforma de madera. Entre todas la llevaron a la caseta y la sentaron en uno de los bancos.
Meg la envolvió en toallas tibias. Joey tenía problemas para concentrarse mientras las ancianas se movían a su alrededor hablando y haciendo cosas. Se notaba como si estuviera fuera de la realidad y al mismo tiempo entusiasmada, aunque cansada. Sentada delante de la estufa, comenzó a sentir un lento hormigueo que le subía primero por los dedos de los pies y luego por los pies y las piernas.
—Ese hormigueo es por las terminaciones nerviosas —explicó Meg al verla sacudir las manos—. Significa que no hay nada afectado y que tus extremidades y todos tus dedos están bien. Así se comprueba si se te ha congelado algo. Cuando no se siente hormigueo alguno en los dedos de manos y pies, hay que amputar.
Aggie le puso otra manta sobre los hombros.
—Ha sido admirable que hayas aguantado tanto, querida.
—Ha sido una estupidez —terció Lilia bruscamente, pasándole una taza de té—. ¡Podrías haber muerto si no te hubiéramos sacado!
—No lo sabía —susurró Joey—. No tenía ni idea. Me sentía tan… bien.
—No dramaticemos, Lilia —replicó Gala—. Deberíamos habérselo advertido. Toda la culpa es nuestra.
—Bébete esto, querida. Te sentará estupendamente —dijo Viv, entregándole el tapón de una petaca con whisky.
Joey se lo bebió. Y le sentó muy bien. El reconfortante calor hizo que sus músculos y su piel fueran volviendo poco a poco a la vida.
—Lo lamento. No lo sabía —repitió.
—Ha sido culpa nuestra, no tuya —declaró Aggie.
—Ha sido asombroso —susurró Joey—. Nunca había sentido nada igual.
Aggie asintió con la cabeza.
—Lo sabemos —convino Meg y las demás asintieron a un tiempo.
Joey fue mirándolas una a una, preguntándose cómo podían estar tan tranquilas mientras ella les estaba revelando la profunda experiencia que acababa de experimentar.
—Es la sensación más extraordinaria que he experimentado nunca.
—No, no lo es, querida —dijo Aggie como si tal cosa.
—¡Sí lo es! —insistió ella—. ¡Tenéis que guardarme el secreto! ¡O decírselo a todo mundo! No estoy segura.
Las mujeres se rieron por lo bajo y sonrieron.
—Lo consideraremos —contestó Lilia.
—Lo someteremos a votación —terció Meg.
—Claro que no —opinó Viv, sirviendo un poco más de whisky y entregándoselo a Joey. Ésta lo bebió agradecida, sintiendo el calor que se extendía por su cuerpo. Miró a su alrededor y, por un momento, vio en las mujeres que la rodeaban a las veinteañeras que un día fueron: orgullosas, descaradas y hermosas, vanidosas, con ansias de vivir apasionadamente pero con un propósito, desesperadas por amar y ser amadas.
¿Habían tenido suerte en la vida? Sí y no. A nadie se le ocurriría considerar suerte el hecho de ser internada en un campo de concentración, como tampoco se podría calificar de afortunada a una mujer que ha perdido a un hijo ya adulto, una absoluta tragedia. Pero aquellas bellas, orgullosas y ya ancianas mujeres habían amado y habían sido amadas. «Todo un logro —pensó Joey—. Tal vez lo más importante».
Aggie entrelazó el brazo con el de Joey mientras caminaban por el prado.
Detrás de ellas, por entre la hierba congelada, las seguían Viv, Gala, Meg y Lilia.
—Gracias, a todas —dijo Joey, deteniéndose cuando alcanzaron el límite del prado—. Quizá nunca antes me había sentido tan bien.
—¡Qué triste! —bromeó Viv, poniendo cara de pena.
—¡Tienes que hacer más cosas divertidas! —le aconsejó Aggie, dándole un apretón en el brazo.
—Mirad qué piel —comentó Meg—. Se le ve resplandeciente.
—Estoy entusiasmada —respondió Joey—. De verdad. Estoy ansiosa por repetirlo. ¿Vais al lago todos los días?
—Llueva o haga sol —respondió Aggie.
—¡O nieve! —añadió Viv alegremente—. Aunque casi nunca llega a tanto.
—Entonces, tal vez os vea… mañana —sugirió Joey, confiando en escucharlas corear «¡Sí, por favor, ven con nosotras!», pero Lilia parecía ignorarla y Gala estaba distraída con unos patos que pasaban volando por encima del seto, a lo lejos.
—Maravilloso, querida —dijo Aggie—. ¿Quieres que te lleve a Stanway House?
Su primer impulso fue negarse, pero seguía teniendo frío y temblaba un poco. Había recuperado la sensación en los brazos y las piernas, pero no se sentía con fuerzas para volver corriendo a casa y, desde luego, no le apetecía lo más mínimo regresar andando, vestida sólo con la ligera ropa de correr. Miró a las demás mujeres y se preguntó si tendrían un marido esperándolas en casa, un compañero, o bien vivirían solas. La posibilidad de que tuvieran que hacer frente a la noche sin compañía la llevó a sugerir en un impulso:
—Tengo una idea. ¿Puedo invitaros a cenar? Si no tenéis otro plan, quiero decir. Me encantaría compensaros por vuestra amabilidad y…, bueno, creo que os debo la vida.
—No nos debes nada —espetó Lilia.
—Yo nunca ceno en restaurantes —afirmó Gala—. No me fío de lo que cocinan.
—No te fías de la gente, punto —le dijo Meg.
—Claro que sí —replicó Gala con solemnidad.
Meg negó con la cabeza.
—Yo ya no ingiero cenas propiamente dichas. Creo que no es bueno para el cuerpo. A las seis y media, tomo un té y dos huevos cocidos durante siete minutos, un chocolate caliente antes de irme a la cama y desayuno como si me fuera a arar el campo cada mañana.
—Gracias por informarnos —bromeó Viv con un toque de ironía—. ¿Quieres decirnos también cuánto azúcar le pones al té?
—No —respondió Meg con satisfacción—. Ya lo sabes.
—Como podrás ver, probablemente nos mataríamos si pasáramos más tiempo juntas —le confió Viv con una gran sonrisa.
—Habla por ti —resopló Lilia.
—Volverás al lago —le dijo Viv a Joey con confianza—. Podemos reunirnos junto al agua.
Parecía hablar por todas ellas, porque las cinco asintieron y se despidieron con la mano para dirigirse a continuación a sus coches, aparcados en el arcén de la carretera. Era media tarde y la oscuridad cada vez más profunda le recordó a Joey que estaban en pleno invierno. Se sentó en el asiento del copiloto del coche de Aggie, agradecida cuando el interior empezó a caldearse.
El sábado amaneció despejado y frío. Sarah y su familia habían llegado de Londres la noche anterior. Tal vez queriendo evitar más malentendidos, Sarah había llamado a Joey a las diez de la noche para concretar los planes de la mañana siguiente. Tendrían que dejar para otro momento lo de comer sin prisa, porque tenían que asistir a la carrera de obstáculos, pero al menos podrían estar juntas dos o tres horas por la mañana, que Sarah aprovecharía para llevar a su amiga a visitar un par de sitios que tenía muchas ganas de que conociera.
Joey se habría conformado con pasar la mañana sentadas tranquilamente en algún acogedor café del pueblo, tomando un café juntas, pero Sarah parecía decidida a hacer de cicerone. Joey pensó que tal vez lo hiciera para demostrarle que le interesaban más cosas aparte de dar de comer a sus cuatro pequeños Howard.
Cuando Joey oyó las ruedas del coche de su amiga sobre la grava de la entrada principal, llevaba ya más de dos horas levantada. Había llevado a
Tink
a dar un largo paseo por el bosque detrás de Stanway House, una excursión animada por las carreras de la perra detrás de varias ardillas que habían cometido la insensatez de aparecer ante ellas.
Bajó corriendo la escalinata cuando oyó el timbre y abrió la pesada puerta. Sarah estaba elegante, vestida con pantalones de lana suave, botas de agua y un chaquetón Barbour. Se había puesto un poco de lápiz de labios, un malva suave que proporcionaba color a sus mejillas.
—¡Te has cortado el pelo! —chilló Joey.
—¿Te gusta? —preguntó Sarah, no muy segura.
—Te queda fantástico.
Y era verdad. Aunque no se hubiese atrevido a teñirse o a darse unas suaves mechas, el corte en capas hasta los hombros, enmarcándole el rostro, le resultaba muy favorecedor.
—Vuélvete —le pidió Joey.
Sarah obedeció con cierta timidez.
—Me encanta, tesoro. Te queda fenomenal.
—Me sentí muy avergonzada.
—¿Por qué?
—El nido —respondió la otra. Parecía dolida.
—Lo siento mucho. No debí decirlo.
—No. ¡Sí debías! Para eso están las amigas de verdad. Así que, como puedes ver, me estoy esforzando.
Para cambiar de tema e impedir la discusión sobre algo que, obviamente, le resultaba doloroso, Sarah entró en el vestíbulo y miró a su alrededor.