—Déjame hacerte una pregunta —dijo Joey al final.
—Dispara.
—Si hubieras sido el encargado de preservar y reformar Stanway, si hubiera dependido de ti la decisión… —Se inclinó hacia adelante, confiando en que Ian captara lo que pretendía decirle. Pero si lo hizo, no dio muestras de ello—. ¿Le habrías confiado el trabajo a Douglass o a Bride?
Él se reclinó en su asiento.
—¿A ellos solos?
—O para que trabajaran con subcontratistas, da lo mismo. ¿Les habrías encargado un trabajo de esta magnitud?
Ian desvió la vista, incómodo al verse en el punto de mira.
—Por favor —insistió Joey—. Valoro tu opinión. Si estoy cometiendo un error, necesito saberlo antes de que sea demasiado tarde.
Ian soltó un largo suspiro.
—No estás cometiendo ningún error. Probablemente, sea el mejor de la zona para hacer el trabajo. Pero la gente no puede evitar sentir lástima de Luke y de Harry.
—Lo entiendo —susurró Joey, cuando Massimo entraba por la puerta sonriendo de oreja a oreja y se dirigía hacia ellos a toda prisa.
—Lo siento. Veo que habéis empezado.
Buono!
—Se sentó en su silla—. Se acabó hablar de trabajo. Ni una palabra más durante la comida. Es malo para la digestión.
Desplegó la servilleta y se la puso en el regazo. Bebió un sorbo de vino.
—Hablaremos sólo de nuestra vida, de cualquier cosa menos de trabajo. Joey, vives en Nueva York, ¿no? ¿Dónde exactamente?
—En Upper East Side. ¿Conoces Manhattan?
—No mucho. Pero ¡me encantaría!
—¿Tú has estado allí, Ian?
Éste negó con la cabeza.
—¿Vives en una casa o en un apartamento?
—En un apartamento. Crecí en él. Mi madre murió hace unos años. Después, mi padre se volvió a casar y se mudó a Florida.
Massimo hizo una mueca de tristeza.
—Entonces, ¿estás tú sola en la ciudad? Pero tendrás hermanos, ¿no?
—Tengo mucho trabajo.
Massimo asintió, sonriendo. Aquello le parecía de lo más inusual y un tanto extraño, pero no siguió con las preguntas por discreción. Asintió, miró a Ian un momento y después de nuevo a Joey. Se sirvió unos mejillones y les pasó la bandeja.
—Deliciosos —dijo—. Me recuerdan mi luna de miel en lago di Garda. ¡Tenéis que ir algún día
los dos
!
Joey tiró de la pesada puerta de madera maciza y la cerró con llave. Había dedicado su buen montón de horas al trabajo y se sentía pesada y adormilada después de la larga comida. Se sintió tentada de irse a la cama a echar una siesta, pero sabía que se levantaría atontada y de mal humor, así que decidió ir a correr.
Miró el cielo grisáceo. El frío de Inglaterra le parecía diferente al de Nueva York. Se preguntó si sería porque allí se trasladaba de un sitio a otro en taxi y los altos edificios de la ciudad protegían del viento. Sea como fuere, el frío en Inglaterra era húmedo y penetrante. Inspiró hondo y echó a correr a trote lento para calentar.
Se sentía un poco culpable por dejar a
Tink
en la casa, pero ya la había sacado a pasear dos veces y le apetecía estar un rato sola. Tenía que pensar muchas cosas, los temas que había discutido con Massimo y con Ian durante la comida. Salir a correr siempre la ayudaba a aclararse las ideas sin darse cuenta siquiera. Tal vez pudiera ayudarla a aclarar también los contradictorios sentimientos que le producía Ian, un hombre que podía ser negativo y sarcástico, pero estaba claro que tenía sentido del humor. En no pocas ocasiones sentía que la ponía furiosa, pero de vez en cuando, hacía un comentario que sugería que pensaba que ella sabía lo que hacía.
Notó que sus músculos iban entrando en calor y se iban soltando y aumentó el ritmo. Se le empezaron a relajar los nudos formados por la tensión. El frío, tan punzante al principio, ya no la molestaba. Al mirar el reloj, calculó que llevaría unos cinco kilómetros, cuando se dio cuenta de que se encontraba en las inmediaciones del lago de Aggie.
Había llegado por un camino diferente, por el noreste en vez del suroeste, por eso había tardado un rato en comprender dónde estaba. Pero reconoció el prado de la izquierda y por eso supo que tenía que estar próximo.
Se detuvo, expeliendo nubes de vaho. Reinaba un silencio casi absoluto, pero su oído captó el sonido de risas que flotaban en el aire. Sin pensarlo dos veces, echó a correr por un trillado sendero que arrancaba desde la carretera misma y se adentró en una arboleda. Las risas y las voces se hicieron más audibles y, en seguida, se encontró en una colina desde la que se divisaba el lago.
El día anterior, impulsada por el miedo y la adrenalina, no lo había visto en realidad. Bastante había tenido con concentrarse en la mujer que creía que se estaba ahogando, y después, cuando Aggie y ella hubieron salido del agua, estaba demasiado avergonzada y confusa para fijarse en el paisaje.
Pero en ese momento lo que vio la dejó sin habla. Se le antojó un espejismo magnífico, resplandeciente, sobrenatural. Enmarcada en tonos verdes y marrón dorado y resplandeciente bajo los pocos rayos de sol que se colaban entre las nubes, la extensión de agua, cubierta en algunas zonas por una delgada capa de hielo, estaba tan mansa que parecía que la Naturaleza misma estuviera conteniendo el aliento. Sauces y abedules conformaban el público.
Irracionalmente, se le antojó que estaba dentro de un sueño, que si daba un paso más, el lago se desvanecería. Pero las voces eran reales, de eso estaba segura. Y, si eran reales, aquella magnífica aparición tenía que serlo también.
Descendió por la colina, abriéndose camino entre los matorrales y las ramas colgantes hasta que el lago apareció ante sus ojos en toda su magnitud. Joey divisó a Aggie de inmediato. Con elegancia, impulsándose con potentes brazadas, cruzaba la zona de agua que no estaba helada, acompañada en esta ocasión por otra nadadora. Más cerca de la orilla, donde un viejo muelle cubierto de musgo se mecía sobre el agua, una mujer menuda como un duende se agachó y se zambulló también. Joey se detuvo y sonrió: parecían tres sirenas jugando entre las aguas. Un poco más adelante, hacia la derecha, divisó a otra mujer, baja y robusta, que estaba rompiendo el hielo de la superficie con un palo.
«Así es como lo hacen», pensó Joey.
En un banco, situado cerca de una tosca cabaña, estaba sentada otra mujer. Tenía el pelo de un color rojo apagado y se envolvía en algo que parecía una colcha de cama. A juzgar por la gruesa hebra de lana de color cereza que salía de una bolsa en el suelo, estaba haciendo punto.
—Es un jersey —aclaró, como si le hubiera leído el pensamiento. Entonces dejó de tejer y levantó la vista—. Lo siento. ¿Te has perdido? ¿Puedo ayudarte?
—No, no —dijo Joey—. Soy amiga de Aggie. Pasaba…
—¿La chica americana? ¿La que ha venido a destrozar Stanway House?
Eso dejó a Joey desconcertada.
—No he venido a destrozarla. Vamos a…
—Era una broma, querida. ¡Pues claro que no vas a destrozarla! Vas a dar nuevo lustre a esa vieja casa. Soy Viv, por cierto. ¿Y tú eres…?
—Joey. Encantada de conocerla.
Pensó que Viv parecía demasiado joven para ser una de las compañeras de aventuras de las otras. Aparentaba sesenta y pocos años.
—¡Joey! —gritó Aggie.
Ella se volvió y vio que la mujer había dejado de nadar y estaba de pie dentro del agua. La que parecía un duende también se había acercado a la orilla y se dirigía hacia ellas.
—Hoy hace calor aquí —comentó la mujer elfo como si tal cosa, mientras se soltaba la tira que le sujetaba lo que parecía un gorro de baño de los de antes y se lo quitaba, tendiéndole a continuación la mano a Joey—. Meg. Meg Rowland.
—La escritora. Empecé a leer su libro anoche —respondió Joey—. Me interesa mucho conocer detalles sobre el tiempo que Barrie pasó en Stanway House.
—Capítulos catorce, dieciséis y diecisiete —dijo Meg—. El catorce trata sobre su relación con la familia después de la primera guerra mundial, y el dieciséis y el diecisiete hablan de su equipo de críquet, los
Allhakabarries
. Menudos eran.
—¿De verdad? —preguntó Joey. Sabía que Barrie había sido el impulsor del pabellón de críquet construido en los terrenos de la mansión, pero no sabía que hubiera habido un equipo.
—Ya lo creo, integrado por todas las glorias de las letras: H. G. Wells, Conan Doyle, A. A. Milne, P. G. Wodehouse…
—¡Ya basta! —exclamó Viv bruscamente, interrumpiendo su enumeración con una floritura y volviéndose a continuación hacia Joey—. La chica ha venido a nadar, Meg, no a hablar de literatura. Vas a meterte, ¿no?
—¿Yo? ¡No!… No tengo bañador —respondió ella, contenta de haber encontrado una excusa.
—No te preocupes por eso —respondió Viv—. Hay tres o cuatro bañadores de más en la caseta. Por si tenemos visita. Nunca se sabe.
Joey miró hacia el lago. Aggie estaba nadando de nuevo como si no le costara esfuerzo. Resultaba tentador y hasta parecía que el ambiente se había caldeado un poco con el sol. Sería una experiencia inolvidable. Y si cinco ancianas podían hacerlo, no podía ser tan difícil. Ya se había metido una vez, creyendo que estaba rescatando a Aggie, y no le pareció que estuviera tan fría.
Y entonces se le ocurrió la verdadera razón por la que estaba contemplando la posibilidad de nadar en el agua helada: cómo echarse atrás cuando aquellas mujeres que le triplicaban la edad se bañaban allí casi a diario.
—¡Gallina!
Joey se volvió, sorprendida. La mujer del palo la estaba mirando con una sonrisa de oreja a oreja.
—Ésa es Gala —explicó Viv—. Gala, no seas malvada. ¡Deja que la pobre chica lo piense!
—No lo hará —gritó Gala sin darse cuenta o, por el contrario, tal vez muy consciente de que con sus palabras la estaba desafiando. Y Joey jamás rechazaba un desafío.
—Verá si lo hago o no —la retó.
Y se dirigió decididamente hacia la orilla. Notó la brisa helada que acariciaba la superficie del lago. Metió las manos en el agua y le costó un gran esfuerzo no dar un chillido. ¡Aquellas mujeres estaban como cabras! Estaba tan fría que la sorprendió que no estuviera cubierta por una sólida capa de hielo.
Meg se le acercó. Ella intentó no mostrar su sorpresa ante la temperatura.
—¿Sabías que cuando se mete una extremidad, como la mano, dentro del agua fría, la temperatura de la otra se iguala? —le dijo Meg, frunciendo el pícaro rostro, absorta en sus pensamientos.
—No —respondió Joey—, no lo sabía.
Se preguntó distraídamente si uno podía congelarse si se bañaba en agua helada.
Meg continuó con su alegre cháchara.
—El agua fría absorbe tanto calor del cuerpo que afecta a los órganos internos a través del sistema nervioso, que responde entonces enviando las mismas señales a la extremidad opuesta.
Ella la miró perpleja, preguntándose si Meg estaría tratando de disuadirla de que se bañara.
—Cuando te sumerges por completo —prosiguió la mujer, aparentemente absorta—, los labios se te ponen azules, respiras de forma espasmódica y se te acelera el pulso, porque toda la sangre se acumula en los órganos internos. Y, con suerte, si tu cuerpo lo soporta, sentirás que te asalta una felicidad eufórica. Es como estar en la gloria.
«Ah, conque era ahí a donde quería llegar con todo eso», pensó Joey.
—Por supuesto que su cuerpo lo soportará —resopló Viv—. ¡Ha venido corriendo hasta aquí! ¿Cuándo fue la última vez que saliste a correr, Meg?
Ésta se encogió de hombros.
Viv se volvió hacia Joey.
—¡Vamos, anímate! Será beneficioso para tu salud. ¡Hace cuarenta años que no cojo un resfriado!
Ella miró a la anciana con escepticismo.
—¿Os parece sensato? —preguntó alguien en un susurro, con marcado acento escocés.
El quinto miembro del club, Lilia, apareció desde detrás de la caseta.
—No estamos en el Polo Norte, Lilia —la riñó Viv.
—Está demasiado delgada —observó la recién llegada.
—Y tú estás celosa —le espetó Viv.
—¡Claro que no! —repuso Lilia pomposamente—. Es sólo que me gusta que una mujer parezca una mujer.
—La masa corporal no tiene importancia —continuó Meg—. ¿Cuál es tu IMC?
—¿Mi qué? —preguntó Joey.
—IMC. Índice de masa corporal. Relación entre el tejido muscular y la grasa.
—No tengo ni idea —contestó ella—. Supongo que soy… normal.
—Yo creía que vosotros, los americanos, estabais obsesionados con las cifras: ¡colesterol bueno, colesterol malo! ¡Y todo para terminar muriéndose antes de tiempo!
—¡Gala! —la reprendió Viv—. ¡Eso que dices es horrible!
—Es la verdad —replicó Gala—. ¿Has estado alguna vez en Florida?
—¡Da igual que sea verdad! ¡Sigue siendo una grosería!
—No he dicho que esté gorda —protestó Gala, haciendo un puchero.
—¡Eso espero! —intervino Meg, que parecía haberse erigido en defensora de Joey—. ¡Mira su complexión! Y, de todos modos, se supone que teníamos que darle ánimos, no un susto de muerte.
Joey miró alternativamente a Meg, Lilia, Gala y Viv. A continuación, miró el agua, donde Aggie seguía nadando. Si aquellas ancianas podían hacerlo, ella también.
—Iré a por un bañador —dijo remilgadamente, mientras las demás prorrumpían en vítores.
Se metió en la caseta, seguida por Gala. Dentro hacía calorcito y había un agradable olor a leña, procedente de una estufa en un rincón. Junto a la pared del fondo, vio una mesa y dos bancos de madera sobre los que reposaba la ropa seca de las mujeres. A Joey le pareció que había algo casi conmovedor en aquellas prendas primorosamente dobladas.
—Los bañadores están en esa caja —le indicó Gala, señalando un cajón de madera debajo de uno de los bancos. Apoyó el palo contra una vieja viga y empezó a desnudarse.
—Así que tú eres la rompedora de hielo oficial —comentó Joey, mientras sacaba de la caja un viejo y deformado bañador tras otro.
—Se congela rápidamente —explicó Gala, quitándose la ropa interior larga que llevaba y atravesando la caseta totalmente desnuda. Abrió entonces la puerta de la estufa y echó unos troncos. Joey fingió prestar atención sólo al bañador dado de sí que había elegido. Era de una sola pieza, rojo con rayas azules en los lados. Se quitó la ropa sudada y se lo puso. Pero no pudo evitar mirar a hurtadillas el cuerpo desnudo de Gala.
En el gimnasio al que iba, Joey había visto a muchas mujeres de cierta edad desnudas, mujeres de cuerpos tonificados, bien conservados y, en algunos casos, esculpidos profesionalmente por el cirujano o el entrenador personal, o ambos. Pero era la primera vez que veía a una anciana desnuda. Y estaba fascinada. Gala tenía la piel distendida y fina, la carne fofa le colgaba en el estómago y las caderas. Tenía los brazos pecosos y fuertes, aunque se notaba que la carne estaba blanda bajo la piel. Los pechos, obviamente abundantes en otro tiempo, le colgaban también, pálidos, usados. Pero a pesar de todo, la anciana caminaba con paso vivo y enérgico y parecía más segura y cómoda en su cuerpo que sus conocidas de la vida social neoyorquina del gimnasio, siempre nerviosas y cohibidas.