Las sirenas del invierno (23 page)

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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

BOOK: Las sirenas del invierno
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—¿Culpa de qué? —preguntó Lily—. ¿De tirarte a mi padre?

—¡Lily! —le espetó Ian.

—Ay, perdón —repuso la chica con una sonrisa de oreja a oreja—. Sólo estabais durmiendo, ¿no es así?

—Ya hablaremos de esto más tarde —resolvió él, poniéndose los pantalones y el jersey.

—¿De qué hay que hablar? Me parece bien, papá.

—Lo siento mucho —repitió Joey.

—Pues yo no —replicó Lily, dándose media vuelta.

Ian corrió tras ella y Joey se cubrió la cara con las manos. ¡Sabía que tenía que haberse ido! No debería haberse dejado convencer por él. Les daría unos minutos a solas mientras se lavaba la cara, se vestía y recuperaba un poco la compostura y después bajaría y se despediría con toda la calma y la dignidad posibles.

Entró en el cuarto de baño y, sin pensarlo, decidió darse una ducha rápida. Abrió el grifo del agua caliente y se enjabonó los brazos, la cara y el pelo; después salió de la ducha, se secó y se vistió. Se debatió entre hacer la cama o no, pero al final decidió que probablemente sería mejor irse cuanto antes. Ian estaría furioso con ella, sin duda. Lily estaría diciéndole en ese mismo instante que no, que pensándolo mejor, no le parecía tan bien, no le parecía bien en absoluto…

Quizá Sarah tenía razón, pensó. Era un acto de egoísmo por su parte anteponer sus propias necesidades y deseos a los de dos personas por las que decía sentir cariño. Era estúpido y desconsiderado.

Estaba bajando la escalera cuando oyó el timbre de la puerta. Lily fue a abrir en calcetines justo cuando Joey llegaba al descansillo de mitad de la escalera. En la puerta de entrada estaba Lilia.

—¡Abuela! —exclamó la chica.

Miró a Joey alarmada mientras Lilia entraba en el recibidor, hasta el momento ajena a la presencia de Joey. Ésta se quedó lo más quieta que pudo. Tal vez si contenía la respiración y no movía ni un músculo, podría evitar que la anciana la viera. La mujer estaba buscando algo en el bolso en ese instante. Si Lily la llevaba a la cocina, tal vez Joey pudiese irse de allí sin ser vista.

Pero la chica se detuvo, levantó la vista hacia ella y le hizo un gesto con la cabeza, acompañado de una sonrisa.

—Abuela, conoces a Joey Rubin, ¿verdad?

Lilia levantó la vista al oírlo. Reparó en su pelo mojado, en la ropa arrugada del día anterior y en sus mejillas sonrosadas. Abrió la boca para decir algo, pero de ella no salió más que un pequeño gemido ahogado.

—Buenos días, Lilia —saludó Joey con voz queda.

De repente, Ian estaba junto a su hija.

—Lilia —dijo—. ¿Qué haces aquí?

La anciana se derrumbó.

—Es el cumpleaños de Cait —anunció con voz apenas audible—. Este día siempre vamos al cementerio.

—Sí —contestó Ian amablemente—. Lo hacemos. Y lo haremos hoy también. Pero entra y siéntate un momento, toma una taza de té.

Trató de cogerla del brazo, pero Lilia negaba con la cabeza con incredulidad, sin apartar la vista de Joey.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó finalmente.

—Es nuestra invitada —respondió Ian sin más.

—Pero… ésta es la casa de mi hija —espetó la anciana, perdiendo el control.

—¡Es nuestra casa, abuela! —exclamó Lily en tono desafiante.

—No te metas —le advirtió Ian a su hija.

—¡No! ¿Cómo no voy a hacerlo? ¡Ésta también es mi casa! —Y mirando a Joey añadió—: ¡Y me alegro de que ella esté aquí!

—¡Lily! —la reconvino Ian con severidad—. ¡Vete a tu habitación! ¡Ahora mismo!

—¡No! —se negó ella, cruzándose de brazos al tiempo que se colocaba junto a Joey.

—¡He dicho que subas! —gritó Ian.

La chica lo miró furiosa y subió corriendo la escalera.

—Será mejor que me vaya —susurró Joey.

—¡Jamás deberías haber venido! —la increpó Lilia—. Y encima el día del cumpleaños de mi hija. Hay que tener narices, hay que ser muy cruel para…

—Lilia —la interrumpió Ian—. Vamos, no hay necesidad de… —De nuevo trató de cogerla del brazo, pero ella lo apartó.

—¡En casa de mi hija! ¡Con el marido de mi hija! —Se volvió hacia Joey—. ¿Quién demonios eres tú? —le espetó con amargura—. Allá donde voy te encuentro, metiéndote donde nadie te llama, congraciándote con la gente…

—Lo siento —dijo ella—. De verdad. Nunca ha sido mi intención meterme donde no era bienvenida ni hacerle daño a nadie.

—¡Pues lo has hecho! —le espetó la anciana.

—En ese caso, lo siento. Me voy. —Se volvió hacia Ian y añadió—: Ya hablaremos después.

Él asintió con la cabeza. Joey cruzó el vestíbulo, rodeó a Lilia, que se había echado a llorar de rabia, y cerró la puerta tras de sí.

Mientras recorría el camino de grava, le pareció oír los gritos de Lily. Joey estaba furiosa consigo misma, pero no porque creyera que había hecho algo malo. Tanto Ian como ella eran mayorcitos y ninguno tenía pareja. ¿Por qué tenían que renunciar a su porción de felicidad? ¿No tenían el mismo derecho que los demás a intentar tener una relación con alguien que acertaba a cruzarse en su camino?

Claro que sí, se consoló pensando. No era eso. Era… lo dolorosas e incómodas que estaban siendo las cosas y todo porque estaba tan bien con Ian que no había sido capaz de hacer lo que sabía que debería haber hecho: levantarse y largarse durante la noche.

Normalmente, no le gustaba salir por la mañana temprano con
Tink
. No le gustaba tener que hacer frente a las calles —en ese caso los prados y el bosque— nada más levantarse. Pero sabía que un paseo era justo lo que necesitaba en ese momento. Pasearía con la perra más allá de los establos, hasta los límites de la propiedad, a ver si se le ocurría una manera de enmendar la situación, con Ian, con Lily, con Sarah e incluso con Lilia. Se alegró de que los albañiles no trabajaran esa mañana. Decidió que no regresaría a Stanway House hasta que tuviera un plan.

20

Ian estaba aparcando junto a su casa cuando Joey salió de la mansión. Se había dado una buena caminata de casi dos horas por el bosque, subiendo y bajando colinas con
Tink
; después había desayunado y tomado café y lo lógico hubiera sido sentirse un poco mejor, pero no. No le había servido ni el cortante aire frío, ni el aroma del café goteando a través del filtro, algo que siempre hacía que afrontara el día con optimismo. No dejaba de darle vueltas a la escena en el vestíbulo de Ian, Lilia sin aliento de tan furiosa y atónita que estaba, él presenciándolo todo impotente, Lily enfadada con su abuela. Y todo por su culpa.

Y eso sin tener en cuenta la desagradable conversación con Sarah, que había conseguido olvidar mientras estaba con Ian. Años atrás, no le habría dado importancia a una discusión como la que habían tenido. Cuando eran pequeñas, siempre discutían por esto o aquello apasionada y escandalosamente. Pero por entonces estaban tan unidas, todo en sus vidas estaba tan estrechamente relacionado, que cualquier pelea duraba tan poco como un chaparrón.

La situación ahora era muy diferente. Sus vidas ya no estaban estrechamente relacionadas y Sarah había llegado a decirle que no le apetecía seguir con una relación como la de los últimos quince años. Joey se preguntaba si, en lo más profundo de su ser, su amiga quería siquiera tener la relación que habían tenido durante los quince años previos a los últimos. Tenía la clara sensación de que ella ya no le gustaba.

Ian la vio en los escalones y se paró. Joey notó que le habría gustado que no se encontrasen precisamente en ese momento. Ojalá él no la hubiese visto y hubiese podido esconderse detrás de una de las columnas de piedra, pero Ian se dirigía ya hacia ella, con los hombros hundidos y el semblante pálido y demacrado.

—Lo siento mucho —susurró Joey, incapaz de encontrar algo mejor que decir.

Ian negó con la cabeza.

—No debió decir lo que dijo.

Ella esperó que continuara, pero parecía preocupado, retraído.

—Y Lily —añadió Joey—. Me siento fatal. Debería haberme ido.

—Lo intentaste —dijo él con voz queda. Una sonrisa asomó brevemente a sus labios, pero en seguida se esfumó. Parecía muy distante, tanto que a Joey le costaba creer que sólo unas horas antes hubieran estado placenteramente abrazados. Se produjo un incómodo silencio. No sabía qué decir para arreglar las cosas.

—¿Está Lily en el colegio? —preguntó finalmente, demasiado alegre tal vez.

—No quería entrar tarde a clase y…

—¿Por qué iba a llegar tarde?

—Hemos ido a ver a… Cait… al cementerio. Lo hacemos siempre, pero no a primera hora de la mañana.

Joey suspiró, repentinamente furiosa. Estaba esforzándose por comportarse con delicadeza, pero ella también tenía sentimientos. Los acontecimientos de la mañana habían sido embarazosos, por no decir humillantes.

—Entonces, ¿por qué ha ido Lilia a tu casa tan temprano? ¿Por qué se ha presentado de esa forma?

—¿Por qué hace las cosas que hace? —replicó Ian, enfadado—. Era lo que ella quería hacer. Está tan ciega por su… Lo siento. —Trató de controlarse—. Sé que es digna de lástima, pero a veces…

—Tú también perdiste a Cait —terminó Joey, con voz queda—. Y Lily.

Ian apretó la mandíbula con firmeza. Joey alargó el brazo con intención de reconfortarlo, pero en vez de agradecer su gesto, él se puso tenso. Negó con la cabeza y se alejó a toda prisa hacia su casa.

Joey se quedó unos minutos paralizada, mirando sin ver los copos de nieve que caían silenciosamente sobre la grava. El cielo se había oscurecido en la última media hora y amenazaba lluvia o nieve. Subió muy despacio los escalones y entró en la casa. Menos mal que no tenía citas de trabajo ese día. Massimo, a quien le había entregado una copia de las llaves, iba y venía sin decir nada, suponiendo que era el responsable en aquella primera etapa de la reforma. Joey dudaba mucho que pudiera concentrarse en el trabajo en ese momento. Por un instante, anheló la reconfortante rutina de trabajar rodeada por el habitual jaleo de la oficina. Allí siempre había alguien con quien hablar, alguien que te convencía para salir a tomar una copa al final del día. Se sintió muy sola, algo que no le ocurría en Nueva York.

Subió los escalones hacia el apartamento, preguntándose qué podría ayudarla. No podía hablar con Sarah, después de dos horas pateando el campo, no le apetecía correr, no tenía hambre, no tenía sed, estaba demasiado nerviosa para dormir. Por primera vez en su vida de adulta, deseó tener más trabajo para no tener más remedio que hacerlo y concentrarse. Pero la verdad era que no tenía mucho que hacer hasta que Massimo completara la primera ronda de consultas y regresara con el informe detallado sobre la inspección técnica.

Tink
levantó la cabeza nada más verla.

—Estoy fatal, pero gracias por preguntar —dijo ella.

La perra ladeó la cabeza, confusa.

—Duérmete —le ordenó.

Tink
la observó recelosamente un rato y después posó la cabeza sobre las patas, suspiró satisfecha y cerró los ojos. Joey ordenó la habitación, dobló la ropa que había tirada sobre las sillas e hizo la cama. Buscó después en la librería algún título apetecible: ¿una novela de misterio de P. D. James? ¿La biografía de Nancy Mitford? ¿Un volumen de poesías de Keats? Nada le llamó la atención y estaba casi segura de que habría sentido lo mismo aunque estuviera en la mismísima Biblioteca Británica. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo un buen rato. Inútil. Le apetecía compañía…, distracción. Necesitaba hablar con alguien… ¡quien fuera! Decidió ir al pueblo a comprar comida y parar en el Old Bake House a tomarse un té. Puede que incluso se acercara al lago.

Pero ¿y si Lilia estaba allí? No, Lilia no estaría, razonó. No iría a nadar precisamente en el cumpleaños de Cait y si por casualidad estuviera, Joey haría como si no hubiera ocurrido nada. Sería agradable y educada con ella, no porque quisiera congraciarse con la mujer, sino porque era lo que tenía que hacer. En un día como ése, cuarenta años atrás, Lilia había dado a luz a una niña que en ese momento estaba enterrada en el cementerio de St. Peter. Lo normal era sentir compasión por alguien en una situación así.

Nevaba copiosamente cuando llegó al lago. El sendero a través de los árboles estaba cubierto por una esponjosa alfombra y el dosel que formaban las hojas estaba espolvoreado de blanco. En la tetería le dieron ganas de llorar, incapaz de quitarse de la cabeza las imágenes del día: Lilia furiosa en la puerta, Ian apartándose de ella para regresar corriendo a su casa, dejándola sola y sin saber qué decir en la fría mañana. Pagó el té y la magdalena y se fue sin terminárselos para encaminarse al sendero que conducía al lago.

Empezó a respirar con más tranquilidad cuando llegó al borde del muelle y se quedó mirando el agua. Su belleza y su serenidad la calmaron, como si la quietud aliviara sus temores.

—Joey, ¿eres tú?

Meg se acercó nadando hacia la orilla. A su alrededor estaban Viv, Gala y Aggie. Ella escudriñó la superficie del agua buscando a Lilia, pero sólo se veían cuatro gorros de baño que flotaban como pelotas de playa.

Aliviada, sintió que ya tenía la moral más alta.

—¡Estáis todas locas! —les gritó—. ¿No veis que está nevando?

—El agua está más caliente que el aire —contestó Aggie.

—Sí, claro —replicó Joey.

—¡Que sí! —chilló Gala—. ¡Compruébalo tú misma!

—Ni de coña.

—Gallina.

—Sí —asintió Joey, sonriendo, mientras las mujeres se movían por el lago como osos polares. Entonces, una por una salieron por la escalerilla. Se taparon rápidamente con toallas y mantas y subieron la colina en dirección a la caseta. Joey cerraba la comitiva.

Había un cazo grande en la cocina, a fuego bajo, y al lado, Joey vio un plato con onzas de chocolate y una botella de vodka. Aggie abrió la portezuela de la estufa y echó al fuego tres gruesos troncos de la pila de leña. Éstos empezaron a chisporrotear y la mujer cerró la portezuela. Todas se quitaron el bañador y se pusieron medias gruesas, calcetines, pantalones, jerséis y pañuelos en el cuello. Joey acercó un taburete a la estufa. Entonces cayó en la cuenta de lo animada que se sentía de repente, después de la depresión de la mañana y la tarde.

Gala, la primera en terminar de vestirse, encendió el fuego y se quedó vigilando la leche del cazo hasta que ésta empezó a hervir.

—¿Puedo ayudar? —preguntó Viv, volviéndose para guiñarle un ojo a Joey, pero no se movió de la silla de cerca de la estufa.

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