Estaban sentados en la cocina de Ian. Nada más bajar del tren y meterse en la cálida y confortable furgoneta de su padre, Lily había dicho que se moría de hambre, lo cual no era tan extraño, pues no habían comido nada desde el helado a media tarde y eran casi las doce de la noche cuando llegaron a Cheltenham.
—¿Es que no le has dado de comer? —le preguntó Ian al salir del aparcamiento de la estación.
—¡Pues claro que sí! —exclamó Joey—. Pero no queríamos perder el tren de las diez y no nos ha dado tiempo a…
—¡Joey! —exclamó Lily.
—Creía que podríamos comprar un sándwich en…
—¡Joey! —repitió Lily, cortándola bruscamente.
Ella la miró. La chica iba sentada entre Ian y ella.
—Te lo ha dicho en broma —dijo Lily con calma.
Y, ciertamente, Ian sonreía con socarronería.
—Te has puesto nerviosa —observó él lacónicamente—. Y de todos modos, es lo de siempre. ¿Cuándo no tiene hambre?
—¡Eso no es cierto! —se quejó Lily.
—No he visto a ninguna otra chica engullir las cantidades de comida que…
—¡Papá!
—No sé cómo no tengo que llevarla al colegio en carretilla.
Era cierto, pensó Joey, cuando llegaron a la casa. Lily tenía un apetito voraz. Mientras
Tink
, que ella había dejado con Ian por la mañana, dormitaba feliz junto a la estufa, aparentemente más a gusto allí que en el apartamento donde se alojaban, Joey trató de no mirar boquiabierta cómo Lily engullía varios trozos de pan con mantequilla y una manzanilla con mucha miel; después, un plátano, dos ciruelas, más manzanilla, más miel. Era fantástico ver comer a una adolescente tan despreocupadamente, con voracidad incluso. En Estados Unidos, las chicas de la edad de Lily ya eran unas veteranas en el mundo de las dietas de adelgazamiento.
Joey bebió un sorbo de vino mientras Lily relataba detalles de la obra, cuidándose mucho de no mencionar los desnudos y centrándose en cambio en lo genial del vestuario y la puesta en escena. Fue una sorpresa descubrir que había pasado un buen rato en la exposición de moda antes de su visita de urgencia a Boots. Joey se sintió tremendamente vieja al tener que explicarle quiénes eran Grace Kelly y Jackie Kennedy.
—¿Alguna otra cosa que se te haya olvidado mencionar? —la instó Joey cuando la chica se levantó para dejar los platos en el fregadero.
—No —contestó estudiadamente la niña.
—¿No? —insistió Joey.
Ian miró a Joey. Sabía que se refería a algo específico y miró a su hija con curiosidad.
Lily negó con la cabeza.
—Gracias, Joey. Ha sido un día genial. Lo he pasado muy bien.
—Yo también —contestó ella—. Lo repetiremos.
—¿Puede quedarse
Tink
aquí esta noche? —preguntó Lily.
Al oír su nombre, la perra se despertó y levantó la vista adormilada.
—Claro —contestó Joey—. Si quieres. ¡
Tink
! —la llamó animadamente—.
Tink
, ven aquí.
El animalito se acercó a sus pies al momento.
Lily abrazó a Joey y se dirigió a la escalera.
—¡Vamos,
Tink
! Ven conmigo.
La perrita se alejó trotando hacia la escalera y empezó a subir sin siquiera mirar a su dueña.
—Si me acuerdo de algo que se te haya olvidado… contar, ¿quieres que yo…? —preguntó Joey desde lejos.
—Sí, claro —respondió Lily, corriendo escaleras arriba. Oyeron la puerta al cerrarse.
Joey bebió un sorbo de vino.
—¿De qué iba todo eso? —inquirió Ian.
Ella suspiró y respondió:
—Ha sido un día muy intenso para Lily.
Ian ladeó la cabeza. Si se suponía que tenía que entender lo que Joey no acababa de decir, no lo estaba consiguiendo.
—Hoy —comenzó a decir ella con voz queda, pero se detuvo. De repente se sintió muy torpe delante de aquel hombre al que apenas conocía. Siempre había detestado el uso del término «período» para describir esa parte del ciclo femenino. Le parecía una palabra fea para referirse a una función orgánica que tenía un objetivo tan claro. Pero ¿cómo nombrarlo?—. Hoy, tu niñita se ha convertido en una mujer —dijo finalmente, frase que también se le antojó como sacada de un documental escolar sobre sexualidad.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó él, repentinamente acongojado—. ¿En serio?
Joey asintió.
—¿Se encuentra bien? ¿Está…?
—Está bien. Ha sido un poco dramático todo, pero lo hemos solucionado.
—¿Dramático? —repitió Ian.
—Ha ocurrido cuando yo estaba en la reunión. Ella no llevaba nada en el bolso.
—¡Oh, no! Yo debería… Jamás se me ocurrió…
—¿Qué probabilidad había de que ocurriera? —preguntó Joey en voz baja.
Él se levantó y comenzó a recorrer la cocina con paso enérgico. Al parecer le estaba costando asimilar la información.
—En mi opinión, creo que no ha sido totalmente accidental —dijo Joey.
Ian se detuvo y clavó en ella una mirada interrogativa.
—No digo que haya sido algo premeditado y controlado, pero sí que tal vez algo en su subconsciente sabía que había llegado el momento. Quizá ha sido más fácil para ella de esta forma.
—¿Porque estabas tú?
—No, no necesariamente yo. El mero hecho de estar con una mujer.
Él levantó la vista bruscamente al oírlo.
—Ian, escúchame, no te estoy criticando, yo sólo… ¡Eres un padre fantástico! Y ella, una niña asombrosa.
El hombre respondió con un dolido gesto de asentimiento.
—Y tú le caes bien, es evidente. No quería ser borde contigo, es…
Joey se puso en pie y se le acercó. Ni en sus más locas fantasías habría imaginado al entrar en la casa una hora antes que le parecería totalmente natural e imperativo besar a Ian con todo su amor y ternura. Pero eso fue lo que hizo.
Él se relajó en sus brazos y le devolvió el beso con tosca, honda y reprimida emoción. Parecía inevitable que siguieran adelante.
—Ven conmigo —susurró.
—¿Que vaya adónde?
—A Stanway House.
Ian negó con la cabeza.
—Por favor —insistió ella, besándolo de nuevo, al tiempo que lo atraía presionándole en la parte baja de la espalda. Tiró de él y lo besó otra vez.
Ian ahogó un gemido al notar la presión de las caderas de Joey y la besó más profundamente, con más intensidad y apremio.
—No hay nadie —murmuró ella.
Ian miró hacia la escalera, como temiendo que en cualquier momento apareciera Lily en el descansillo y los pillara abrazados.
Inspiró profundamente.
—No he estado… con nadie desde Cait.
—Lo sé.
El rostro de él se crispó en una mueca de dolor que le dibujó arrugas alrededor de los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sabía. Lo he supuesto, nada más.
—¿Por mi manera de…?
—¡No!
Ian negó con la cabeza con desolación.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué no?
—Porque no está bien. No es justo.
—¿Para quién?
Él negó de nuevo. Era incapaz de hablar.
—¿Para Cait? —continuó Joey—. Ian, estoy segura de que… —Sabía que se estaba metiendo en un cenagal, pero siguió—: ¿Crees que Cait habría querido esta vida para ti? ¿Que habría querido que estuvieras solo el resto de tus días? ¿Que no fueras feliz y que esa infelicidad se notara en vuestro hogar, en el hogar de vuestra hija, de su hija?
La desesperación era patente en los ojos de Ian cuando la miró y Joey respondió a su mirada besándolo de nuevo. Con suavidad esta vez. Cuando finalmente se separaron, él apagó la luz de la mesa de la cocina, la cogió de la mano y la condujo a la puerta principal, pasando por el salón. Algo había cambiado. Joey no sabría decir cómo ni por qué, no podría decir con seguridad si Ian había accedido por necesidad física, por rabia o por un naciente afecto hacia ella. Pero sí sabía que, por motivos que posiblemente nunca llegara a entender, había cambiado de idea. Iba a acompañarla a Stanway House.
—Espera —dijo, subiendo la escalera de puntillas. Regresó al cabo de unos minutos con almohadas y un edredón.
—¿Para qué es eso? —preguntó Joey.
—No pienso subir a ese deprimente apartamento.
Ella sonrió y salieron por la puerta. Cerraron sin hacer ruido y trataron de cruzar el camino de grava lo más silenciosamente posible. Las tres horas que siguieron, hasta que Ian la besó una última vez y regresó a su casa a las cuatro de la mañana, fueron para Joey de las más preciosas y agradables de su vida. Llevaron los edredones y las almohadas al inmenso vestíbulo de la casa. Había una enorme chimenea de piedra a un lado y un considerable hueco en la pared que resultaba un buen cobijo. Se tumbaron allí, bañados por el resplandor del fuego, y al poco estaban entrelazados bajo el suave y muy gastado edredón, alternando la pasión y la ternura en sus besos y caricias.
El tiempo se les pasó muy de prisa. ¿Qué hora sería, las tres, las cinco de la mañana? ¿Cuánto había durado aquel íntimo interludio, aquella sensación de vértigo, de puro gozo?, ¿segundos? ¿O habían sido minutos? ¿Horas tal vez? Joey no sabría decirlo. Estaba suspendida en un «ahora» divino, ardiente y apasionado y nunca había deseado nada tanto como deseaba que aquel momento no terminara jamás. Nunca se había entregado con tanto abandono a la esencia y el movimiento de otro ser humano.
Pero de repente se terminó. Se habían quedado dormidos junto a las brasas. Ian se desenlazó suavemente de ella y la tapó bien.
—Me voy —susurró con decisión.
Joey no protestó. Notaba que Ian necesitaba irse.
—Te veré por la mañana —dijo ella.
—Ya es por la mañana —contestó él, apartándole un mechón de los ojos.
A eso de las siete de la mañana, Joey recogió el edredón y subió a su apartamento. Se desplomó de espaldas sobre la cama y se quedó mirando el techo. La pintura había empezado a resquebrajarse formando un mapa de diminutos caminos que zigzagueaban por la superficie amarillenta de yeso. ¿De verdad sólo habían pasado veinticuatro horas desde que Lily llamó a la puerta, esperando nerviosa su veredicto sobre el discutible atuendo que había elegido?
¡Lily! ¡
Tink
! ¡Tenía que ir a recogerla! Joey se incorporó en la cama, contenta de tener una buena razón para cruzar el camino de grava que la separaba de la casa del guardés. La chica no tardaría en irse a clase e Ian había sido ya bastante amable al ocuparse de su perra el día anterior para que ellas dos pudieran ir a Londres. A Ian y a Massimo les esperaba un duro día de inspecciones; debían llevar a cabo tediosas y pesadas valoraciones sobre cimientos, muros de carga y mampostería en todos y cada uno de los edificios. Al menos, Joey tenía que librarlo de la responsabilidad de
Tink
.
Entró en el cuarto de baño, encendió la luz y se miró al espejo. Tenía las mejillas sonrosadas, debido en parte al roce de la barba de Ian, y los labios hinchados y de un tono subido. Se le veía el aspecto fresco y vital de quien acaba de descender esquiando por una ladera nevada.
No sabía si darse una ducha rápida y al final decidió no hacerlo. Le gustaba tener el olor de Ian en la piel, las manos, el pelo, y deseaba habitar en el interior de aquella nube divina y fragante lo máximo que pudiera.
Se puso unos vaqueros y un grueso jersey de lana, se cepilló los dientes, se calzó las botas y se puso un poco de brillo de labios. ¿Qué le pasaba? ¿De verdad iba a darle los buenos días a su nuevo amante sin maquillarse con sumo cuidado y pensar detenidamente en su atuendo para causarle la mejor impresión? Se fijó apenas en que los vaqueros le apretaban un pelín más que antes. Aunque tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta las copiosas cantidades de vino que estaba bebiendo y su gradual olvido de todos y cada uno de los hábitos alimentarios que la habían mantenido delgada veinte años. Llevaba una semana sin cruzarse con una hoja de lechuga.
«Qué más da», pensó. Unas cuantas noches más como la última y adiós a esos kilos de más.
Le abrió la puerta Lily, que le dio un abrazo de forma espontánea.
—¿Cómo te encuentras hoy? —susurró Joey.
—Fatal —respondió la chica—. ¿Se lo dijiste?
Ella asintió y Lily se tapó la cara.
—¿Y qué dijo? —preguntó luego, separando un poco los dedos para mirarla.
—Ya conoces a tu padre. Es un hombre fuerte y callado.
Tink
llegó trotando alegremente y saltó sobre Joey. Últimamente no lo hacía, lo que indicaba que su perrita la había echado mucho de menos.
Tink
tenía un extraordinario sexto sentido. ¿Sabría algo?
—Buenos días —saludó Joey en voz queda.
Ian, que estaba preparando huevos y panceta, se volvió y le sonrió calurosamente.
—Buenos días. ¿Te apetece un café?
—Mataría por uno.
—No será necesario —dijo él, cogiendo una taza del mueble sin puertas y sirviéndole el fragante líquido ambarino del termo que había sobre la encimera.
Al darle la taza, sus dedos se rozaron y sus ojos se encontraron. Joey le guiñó un ojo e Ian le devolvió el guiño.
—Y por un poco de lo que sea que estés preparando —añadió ella, señalando con la cabeza la sartén, mientras se ponía crema en el café—. Me muero de hambre.
—Marchando —dijo Ian.
Alargaron el desayuno casi media hora, hasta que llegó el momento de llevar a Lily a clase.
—¿A qué hora viene Massimo? —preguntó Joey.
Mientras ellas dos estaban en Londres, Ian y él habían pasado el día juntos, elaborando un plan maestro en el que se incluirían todas las fases de la reconstrucción. Joey se iba a librar así de la tarea de hurgar en las intimidades de la envejecida infraestructura. La alegraba que no la necesitaran, porque tenía que presentar varios informes a sus colegas de Nueva York y contestar al menos una docena de llamadas.
—A las nueve menos cuarto —contestó Ian mientras Lily recogía sus libros.
La chica miró primero a Joey y después a su padre, que se había levantado rápidamente y estaba llevando los platos al fregadero, y luego de nuevo a Joey con expresión perpleja.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
—¡Nada! —respondió él.
Pero Joey no pudo evitar sonreír. Bajó la mirada al plato.
—En marcha ya —ordenó Ian bruscamente.
Hacia las cuatro de la tarde, Joey decidió acercarse andando al pueblo con
Tink
para llevar unos documentos a correos. Al menos, ésa era la razón oficial. Las oficiosas eran varias: se sentía inquieta, estaba harta de estar encerrada en la casa y la perra la estaba volviendo loca, dando saltos a su lado cada vez que se levanta para algo y mirándola tristemente con ojos soñadores. Además, no tenía casi nada para cenar, ni vino ni café para la mañana siguiente. Pero en secreto, albergaba la esperanza de encontrarse por casualidad con Ian y Massimo si se asomaba al mundo. Sin embargo, no se los encontró y tampoco oyó voces en la casa del guardés cuando pasó por delante. Parecía cerrada a cal y canto y no había ni rastro de Ian.