Las sirenas del invierno (27 page)

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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

BOOK: Las sirenas del invierno
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Aggie y Gala acercaron la tabla al muelle. Joey se inclinó y colocó una mano a cada lado de la cabeza de Lily, para que no se le moviera cuando la izaran al muelle.

—¿Listas? —preguntó Aggie, doblándole a Lily los brazos sobre el pecho.

—Listas —respondieron Joey y Viv.

—A la de tres, Gala. Una, dos, ¡tres! —Las dos mujeres levantaron la tabla del agua con dificultad. Lilia, Meg y Viv se hicieron con ella mientras Joey sujetaba la cabeza de la chica. Estaban posando la tabla suavemente sobre el muelle cuando oyeron una sirena que se acercaba.

—Gracias a Dios —susurró Viv.

—Iré a buscar mantas —anunció Gala, subiendo la escalerilla a toda prisa.

Joey cogió una toalla del muelle y presionó con ella el corte que Lily se había hecho en la cabeza. No quería apretar con demasiada fuerza, pero ahora que la muchacha estaba fuera del agua, donde la baja temperatura había cortado el flujo de la sangre temporalmente, sangraba con profusión. Tras lo que parecieron horas, Joey vio que el equipo médico se acercaba corriendo con una camilla y un tablero para estabilizarle la espalda.

Ella también debía de encontrarse en estado de shock, porque se resistía a dejar a Lily en manos de los profesionales. Tuvieron que obligarla suavemente a que le apartara las manos de la herida.

—No —se negó. No quería que su destino dependiera de nadie más que de ella, Lilia y las demás mujeres.

—No pasa nada, señora —dijo uno de los paramédicos—. Cuidaremos bien de ella.

Le pusieron un collarín, mascarilla de oxígeno en boca y nariz y le vendaron la cabeza. Después, la colocaron sobre el tablero estabilizador situado en la camilla. Como el terreno era irregular y estaba sembrado de piedras, la llevaron a pulso en vez de utilizar las ruedecitas de la camilla, hasta que desaparecieron entre los árboles.

Lilia, con el rostro ceniciento y el abrigo de lana de Viv echado por encima de los hombros, fue con ellos para acompañar a su nieta en el trayecto al hospital. Las demás irían en cuanto se vistieran.

—¿Adónde la llevan? —preguntó Joey, subiendo a la caseta para vestirse.

—Al hospital general —respondió Viv.

—¿A qué distancia está?

—Diez o quince minutos.

—Llama a Andrew, Meg —dijo Gala.

—Ya lo he llamado. Está en el hospital. Me ha dicho que bajaba a esperar la llegada de la ambulancia.

—El hijo de Meg es el jefe de cirugía —explicó Aggie.

—¿Crees que será necesario operarla? —inquirió Joey—. Oh, Dios mío. —Se había quitado ya el bañador y trataba de ponerse la ropa sobre la piel húmeda con bastante dificultad.

—La tendrán en observación por si se produjera un derrame cerebral —contestó Meg con tono solemne.

—¿Qué es eso? —preguntó Joey.

—Es cuando el cerebro se da con las paredes del cráneo. El golpe podría haber roto alguna vena y entonces la sangre entra en el cerebro. —Meg negó con la cabeza, resistiéndose a ponerse en lo peor.

Joey se sintió mareada de repente. Le había parecido que Lily tenía la piel tibia, los párpados atravesados por diminutas venitas azules, como las de un niño pequeño. «Por favor, por favor, que se ponga bien».

—No adelantemos acontecimientos —dijo Gala.

—Nadie está adelantando nada —repuso Viv con tono amargo.

—Puede que no sea nada más que un golpe en la cabeza —continuó Gala.

—Todo es por mi culpa —dijo Joey—. Si no la hubiera traído…

—Ha sido un accidente —la atajó Gala—. Se ha resbalado con el hielo. Podría haberle pasado a cualquiera en cualquier momento.

—Deberíamos llamar a Ian —intervino Joey—. Alguien tiene que llamarlo.

—Estoy segura de que ya lo habrán hecho —contestó Aggie con suavidad.

—Lilia está en estado de shock —replicó Joey, buscando el móvil en el bolsillo de su chaqueta. Marcó el número, rogando que estuviera en casa.

«Contesta, contesta», entonó mentalmente mientras dejaba sonar el teléfono tres, cuatro, cinco veces.

—¿Sí? —contestó Ian.

—Ian, soy Joey.

No había pensado en lo que le iba a decir a continuación, pero se produjo un silencio al otro lado de la línea.

—Ian —susurró Joey—. Ha habido un accidente. Lily está en una ambulancia, camino del hospital general.

Oyó una exclamación ahogada.

—¿Qué clase de accidente?

—Ha resbalado y se ha caído al lago… Se ha golpeado la cabeza. Está en buenas manos. Lilia va con ella en la ambulancia.

—Voy para allá. —Y colgó.

23

Ian ya estaba en el hospital cuando ellas llegaron. Lo habían llevado a Urgencias, donde el médico estaba examinando a Lily. Al recibir la desesperada llamada de su madre, Andrew había informado de que les llegaba un caso urgente debido a un accidente y el personal había salido a esperar a la ambulancia. Por mala que fuera la situación, al menos las mujeres habían hecho todo lo que habían podido en el lago y a la media hora de haber sufrido el accidente, Lily estaba siendo atendida por los mejores médicos del hospital.

Aggie y Joey se acercaron a la enfermera jefe con la ropa de Lilia.

—¿Qué es esto? —preguntó la mujer, distraída.

Joey la maldijo mentalmente, pero en defensa de la mujer pensó que probablemente había que ser muy duro para bregar con los casos que llegaban a Urgencias.

—Ropa seca —contestó Aggie—. Para la abuela de la niña que acaban de traer en una ambulancia, Lily McCormack.

—¿Y para qué necesita ropa seca?

—Porque estábamos nadando —respondió Joey—. Sólo lleva el bañador debajo del abrigo.

—¿Nadando?

—En el lago que hay detrás de la granja de Gordon Robinson —explicó Aggie.

—¿En enero? —preguntó la enfermera, sorpendida, cogiendo la ropa con cierto recelo, como si creyera que iba a infectarse de la locura que llevaba a una persona cuerda a bañarse al aire libre en pleno invierno.

Joey no quería ser grosera, pero se le ocurrió que a la rubicunda y fornida mujer no le iría mal nadar un poco.

Joey y Aggie se encontraron con Meg, Viv y Gala en la sala de espera. Era como la sala de espera de cualquier otro hospital, excepto porque no había un televisor en el techo. En las mesas se acumulaban montones de revistas muy manoseadas:
GolfWeekly, Women’s Own, Hello!
Las sillas estaban reunidas en grupos de tres y el aire, viciado y excesivamente caliente, olía a alcohol y desinfectante. Gala, Meg y Viv estaban sentadas juntas. Joey sintió que Aggie la cogía de la mano y la conducía a otro grupo de sillas alineadas a lo largo de la pared del fondo.

—Antes de nada, vamos a aclarar las cosas —dijo Aggie con firmeza—. Tú no tienes la culpa de lo sucedido.

—No debería haber llevado a Lily al lago.

—Esto no ha pasado porque la llevaras al lago. Una adolescente impulsiva, ligeramente dada a las exhibiciones melodramáticas, resbala en el hielo. Eso es lo que ha ocurrido.

Joey negó con la cabeza, desolada. En ese momento, un hombre alto, de pelo rubio oscuro y bata de médico abrió las puertas de una zona en la que había un cartel de «No pasar» y atravesó la sala en dirección a ellas.

—¡Andrew! —Meg se levantó y se acercó a él, que la abrazó.

—Hola, mamá —saludó.

—¿Cómo está? —preguntó Gala sin rodeos.

Andrew se acercó a ella y a Viv. Joey y Aggie estaban de pie, cerca. Él inspiró hondo y las contempló con cierta cautela. Las mujeres se miraron con nerviosismo.

—Está en buenas manos —comenzó. Su mirada se detuvo en Joey, preguntándose obviamente quién era.

—Ésta es Joey Rubin —explicó Aggie—. Una amiga. Dirige los trabajos de restauración de Stanway House.

—Encantado —dijo Andrew, asintiendo con la cabeza.

—Igualmente —contestó ella.

—Normalmente no me estaría permitido deciros nada, pero Ian me ha dado permiso —expuso—. Lily se ha dado un buen golpe. La recuperación va a ser dura.

—Oh, Dios bendito —murmuró Viv.

Las palabras del médico sonaban muy lejanas. De pronto, Joey se sintió como si estuviera observándolo todo desde fuera de sí misma, se le ralentizó la respiración y notaba como si tuviera los oídos llenos de algodón. No sabía si iba a desmayarse, así que decidió sentarse y empezó a respirar profundamente, abrazándose las rodillas.

—Está en un diez de la escala de coma de Glasgow —continuó Andrew.

Joey sintió náuseas al oír la palabra «coma».

—¿Qué quiere decir eso, cariño? —preguntó Meg.

—Por debajo de ocho indica daño severo, con posibilidad de daño cerebral que puede alargarse cierto tiempo o peor. Diez está en el término medio del grado moderado. Cuanto más alto es el número, mejor. Los valores se asignan según el tiempo que el paciente esté inconsciente, y después, una vez recupera la conciencia, dependerá de si puede hablar y responder a preguntas, si se retira ante el estímulo doloroso y responde a órdenes motoras y también de lo dilatadas que tenga las pupilas.

—¿Ha sufrido una conmoción? —preguntó Gala.

—De eso no cabe duda. Pero en muchos casos no son serias. La cuestión radica en si se ha producido hemorragia de los vasos sanguíneos que llevan la sangre al cerebro y hasta qué punto se ha dañado el tejido cerebral, en caso de haber sufrido algún daño.

—¿Y cómo se sabe? —preguntó Joey.

—Con el tiempo; normalmente setenta y dos horas. Las primeras veinticuatro son críticas. Si el cerebro ha sufrido daños, se hincha, igual que si te tuerces un tobillo. Pero al haber tan poco espacio dentro del cráneo, la inflamación podría impedir el suministro de sangre que se recibe, al comprimir las venas. No queremos que eso ocurra. Además, tenemos que observar cualquier señal de sangrado intracraneal. Si se produce algún coágulo, habría que operar para retirarlo. Afortunadamente, estamos bien equipados y podremos monitorizar la evolución de Lily.

—¡Pobrecita! —exclamó Meg.

—Es joven —prosiguió Andrew—. No tiene ninguna enfermedad de base. Tiene todos los factores a favor, pero los golpes en la cabeza pueden ser peligrosos. Las cosas pueden ponerse feas muy de prisa.

—¿Y ahora qué le están haciendo? —preguntó Aggie.

—Le están afeitando la cabeza y después le coserán la herida.

Los ojos de Joey se llenaron de lágrimas. ¡El precioso pelo de Lily! Sabía que el pelo no era lo que más preocupaba a nadie en ese momento, pero imaginar a la muchacha sin aquellas preciosas ondas rubias suyas le hizo comprender lo grave de la situación.

—Tendremos que ponerle sensores en el cuero cabelludo —continuó Andrew—. Y, por supuesto, si al final hay que recurrir a la cirugía de urgencia, cada minuto cuenta.

—Por supuesto —convino Meg.

Andrew hizo ademán de irse.

—Tengo que volver.

—Gracias, cariño —dijo su madre—. Dile a Lilia que estamos aquí, por si necesita algo.

—Se lo diré —accedió Andrew y se fue.

Las horas fueron pasando y nadie salió a informarlas de la evolución. Se turnaron para no ir todas a la vez a la pequeña cafetería del primer piso, donde bebieron té aguado y comieron sándwiches que sabían a plástico. A las ocho de la noche, Lilia e Ian salieron de la sala de urgencias, pálidos y demacrados. Las mujeres se levantaron al unísono y les ofrecieron su sitio. Ninguna se atrevía a preguntar nada.

—Ha abierto los ojos —informó Ian.

—Y ha sonreído —añadió Lilia, tratando de contener las lágrimas.

—Le han puesto muchos calmantes y la han pasado a cuidados intensivos. Las primeras veinticuatro horas son las más peligrosas. Lilia tiene que ir a casa, pero yo me voy a quedar.

—Yo la llevaré —se prestó Aggie—. Es más, me la voy a llevar a mi casa. Creo que debería quedarse conmigo. ¿Te parece bien, Lilia?

La mujer parecía demasiado agotada para discutir. Asintió sin fuerzas. Ian, preocupado, se levantó para regresar a cuidados intensivos. Mientras las mujeres se apiñaban en torno a Lilia, Joey lo siguió hacia las puertas.

—Ian.

Él se detuvo y se dio la vuelta. Se le veían los ojos cansados, vacíos. Era evidente que estaba impaciente por volver junto a Lily.

—Lo siento.

—Gracias.

—No debería haberla llevado al…

—No quiero hablar de eso ahora.

—Está bien. ¿Puedo hacer algo por ti?

—No.

—¿Quieres que te traiga algo de comer o de beber?

Él negó con la cabeza. Se dio la vuelta para marcharse y, de pronto, se volvió nuevamente.

—Lo cierto es que sí me podrías hacer un favor. He salido tan de prisa de casa que me he dejado allí la cartera y el móvil. ¿Te importaría ir a buscarlo y traérmelo?

—Por supuesto. ¿Tienes aquí la furgoneta?

Ian se sacó las llaves del bolsillo y se las dio.

—Está en el aparcamiento de atrás.

—¿Algo más?

—No, gracias.

—Esperaré aquí a que salgas. No tengas prisa.

—De acuerdo. Creo que dejé la cartera en la mesilla. Pero si no está ahí, la encontrarás en la cocina. El teléfono está encima de la mesa.

—De acuerdo.

Ian asintió con gesto serio y se dirigió hacia las puertas.

—Será mejor que vuelva.

Resultaba extraño estar en la casa de Ian. Estaba todo oscuro, así que Joey encendió la luz del techo para subir al dormitorio. Se detuvo un momento para mirar las fotos que había en una consola en el pasillo del piso de arriba. Cogió una en la que aparecía una sonriente mujer montada a caballo. Tenía que ser Cait.

Joey encendió la lámpara de la consola y acercó el marco a la luz. Cait había sido una mujer muy hermosa, muy feliz, a juzgar por la foto, y llena de energía. En las últimas semanas le había resultado demasiado fácil pensar en ella como alguien que no era una persona de verdad, sino más bien un obstáculo que superar, una irritante causa de dolor y remordimiento.

—Lo siento —dijo Joey en un susurro, aunque no sabía por qué se estaba disculpando. ¿Por no haber cuidado mejor de Lily? ¿O por enamorarse de Ian? Pensó en lo injusto que era eso, mientras miraba la foto y las lágrimas asomaban a sus ojos. Por primera vez, experimentó algo de la tristeza que Ian y Lilia cargaban sobre sus hombros.

Devolvió la foto a su sitio y se dirigió al dormitorio. Lo que verdaderamente deseaba era abrir el armario de Ian e inspirar su fragancia impregnada en sus camisas y jerséis. Quería ver lo que había en sus cajones, repasar los títulos de los libros en las estanterías, tenderse en su cama y dejarse envolver por su mundo íntimo. Pero no podía hacerlo. El mero hecho de estar allí hacía que se sintiera como una
voyeur
. Ahora que había sentido aquella conexión, aunque débil, con Cait, la persona de carne y hueso que había perdido la vida a tan temprana edad y de una manera tan trágica, Joey casi tenía la sensación de que estuviera observándola mientras recorría las habitaciones, tomándose su tiempo para hacer lo que Ian le había pedido.

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