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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (28 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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La cartera estaba en la mesilla. La cogió, pero resistió el impulso de abrirla. Cogió un jersey del respaldo de una silla y fue al cuarto de baño a por el cepillo de dientes de Ian. Al encender la luz, ahogó un gemido al ver los artículos de baño de padre e hija repartidos por el lavabo y el estante: el cepillo del pelo de Lily, con gruesas hebras de cabello entre las cerdas; la crema para después del afeitado de Ian; hilo dental; un pintaúñas de color ciruela irisado con purpurina suspendida; una brocha de afeitado antigua con su tarro para la espuma. Los objetos decían mucho de la intimidad que compartían en su vida como padre e hija.

—Que se ponga bien —susurró Joey.

Cogió el cepillo de dientes y bajó. Quizá era una estupidez. Seguro que tenían cepillos de dientes en el hospital. No obstante, encontró una bolsa en la cocina y metió el jersey cuidadosamente doblado en el fondo. Después, envolvió el cepillo en papel de cocina y lo metió también en la bolsa, junto con un par de manzanas, una lata de frutos secos y un zumo. Cogió el móvil y, tras un vistazo general por si encontraba algo más que pudiera necesitar, apagó las luces, cerró las puertas y regresó al hospital conduciendo muy despacio y con muchos nervios.

Eran casi las nueve y media cuando entró en la sala de espera. Ian estaba en una de las sillas, descansando con los ojos cerrados. Se despertó cuando Joey se sentó a su lado y le pasó la bolsa.

—Gracias.

—¿Qué tal está?

—Estable. Ya habla y todo lo que dice tiene sentido.

—Eso es bueno.

—Eso dicen. Puede seguir con la vista el movimiento de una luz y se retira cuando la pinchan con un objeto punzante.

—¡Hacerle eso es tener muy mala idea!

Ian sonrió por primera vez. Se recostó en el asiento y suspiró.

—¿Qué puedo hacer?

—Nada.

—Lo siento, Ian. Ella tenía muchas ganas de ir al pueblo conmigo.

—Lo sé. Lilia me lo ha contado todo.

—No debería haberla dejado.

—¿Qué? ¿Ir al pueblo contigo?

—Al lago.

Ian parecía confuso.

—No estabas cerca de ella cuando ocurrió.

—Yo estaba allí. Acababa de salir del agua.

—Lilia me ha dicho que ellas dos estaban discutiendo y que Lily se resbaló con un trozo de hielo. ¿No es eso lo que ocurrió?

—Sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Si yo no la hubiera llevado al lago, no se habría resbalado con el hielo. Y en parte estaban discutiendo sobre mí.

Ian negó con la cabeza.

—Mira, será mejor que no hablemos de ello ahora.

—Lo sé. Si puedo hacer algo, no tienes más que decírmelo.

—¿Cómo vas a volver a casa?

Joey se encogió de hombros.

—Tomaré un taxi.

—Coge la furgoneta —le ofreció él, entregándole las llaves.

—¿Y si tienes que salir?

—No voy a ir a ninguna parte. Te llamaré si la necesito.

—¿Seguro?

Ian asintió.

—¿Hay algo más que pueda hacer?

—¿Podrías llamar a Angus? Debería saberlo. No estoy seguro de si yo podría afrontar tener que explicarle la situación en este momento. —Sacó un trozo de papel de la cartera, cogió un boli del mostrador y garabateó un número de teléfono.

—¿Y tu hermana? —preguntó Joey.

—Dejémoslo estar. Esperaremos hasta ver a qué nos enfrentamos.

—¿Y cuándo lo sabrás?

—Mañana, en algún momento —contestó.

—De acuerdo. Te traeré café y algo para desayunar.

—No hace falta.

—Me volveré loca si no hago algo.

—Hasta mañana entonces —dijo Ian.

Por un momento, Joey dudó si despedirse con un beso, pero casi en seguida pensó que sería mejor no hacerlo. Le dio un cariñoso apretón de ánimo en la mano y salió del hospital.

Llamó a Angus desde la furgoneta de Ian antes de regresar a Stanway House. La intención del hombre nada más oírla fue salir hacia el hospital, pero Joey trató de disuadirlo.

—Ian no quiere apartarse de Lily —le comunicó—, y no te van a dejar pasar. Hemos estado aquí ocho horas y no lo hemos visto más que una vez durante dos minutos.

—Pero no debería estar solo. ¿Has llamado a su hermana?

—Quiere esperar a mañana.

—Dios… Vale. —Angus estaba realmente afligido. Tal vez no fuera de gran ayuda para Ian tener a su amigo en la sala de espera, pero a Angus, sí lo ayudaría. Conocía a Lily desde que nació. Eran su única familia.

—Escucha —dijo Joey—, eres su mejor amigo. No me corresponde a mí decirte lo que tienes que hacer. Si crees que necesitas estar aquí, pues ven.

—¿Tú estás ahí ahora?

—Sí, pero me marcho ahora mismo. Mi pobre perra lleva todo el día encerrada. Todo el mundo se ha ido a casa.

—Entonces, ¿Ian cree que debería esperar hasta mañana? —preguntó Angus con un tono que sorprendía por lo vulnerable.

—Le he dicho que mañana vendré con el desayuno. Podemos venir juntos.

—Está bien —respondió él—. Quedamos en la cafetería del pueblo para desayunar. Hace tiempo que quería hablar contigo.

—¿A qué hora?

—¿Siete y media? Les pediremos que nos preparen el desayuno de Ian para llevar.

—Está bien —convino Joey—. Nos vemos mañana.

Cuando llegó a Stanway House, encendió la BlackBerry; Sarah le había dejado cuatro mensajes.

—¡Llevo horas llamándote! —exclamó, nada más descolgar el teléfono.

—En el hospital tenía el teléfono apagado. Había un cartel de… y se me ha olvidado volver a conectarlo.

—¿Cómo está? Aggie ha llamado a Henry hace un rato. ¿Quieres que vaya? Cojo el coche ahora mismo.

—Sí —dijo Joey y prorrumpió en llanto sin poder contenerse—. ¡Por favor! Te necesito, Sarah.

Dos horas y media más tarde, Joey se arrojaba en los brazos de su amiga.

—Lo siento mucho —se disculpó entre sollozos—. ¡He sido tan malvada! Soy una persona horrible. No te culpo por odiarme.

—No te odio —la contradijo Sarah—. ¿Quién ha dicho que te odie?

—Deberías.

Sarah le dio unas palmaditas en la espalda, abrazándola con fuerza hasta que empezaron a remitir los sollozos. Después, la condujo al sofá, cogió un par de vasos de un mueble y sacó una botella de Macallan del bolso. Sirvió dos dedos de whisky en cada vaso.

—Bébetelo —ordenó.

Joey apuró su vaso de un sorbo. Sarah la miró con los ojos como platos, pero no dijo nada. Le sirvió otros dos dedos.

—Cuéntamelo todo, cariño —la instó.

Entonces ocurrió la primera cosa buena. Mientras le contaba los amargos acontecimientos ocurridos y Sarah escuchaba concentrada y compasiva, la distancia que se había ido creando entre ellas comenzó a recortarse. Más tarde, al mirar atrás, Joey se preguntaría qué las habría llevado a quitarse de encima como si fuera un abrigo viejo la competitividad, el resentimiento por minucias y todas esas cosas que habían descubierto que no les gustaba de la otra desde la distancia que proporcionaba un continente. Tal vez fuera por la emoción descarnada que mostraba Joey y la vulnerabilidad que dejaba traslucir al hablar, vulnerabilidad que hacía veinte años que Sarah no veía, o quizá por la cercanía de la tragedia, la aguda conciencia de la fragilidad de la vida y la rapidez con que se podía perder.

Sarah la tranquilizó como nadie había sido capaz de hacerlo.

—Escúchame, cielo, tú no agarraste a Lily por el brazo y le gritaste. No le pusiste el pie en el hielo, ni tiraste de ella o la soltaste. No puedes considerarte responsable por lo sucedido de ninguna manera.

—Nunca debí acostarme con él. Nunca debí involucrarme con ellos cuando no voy a estar aquí más de un par de semanas. Tenías razón. Ha sido muy egoísta por mi parte.

—No tenía razón. Me comporté como una mojigata.

—¡No!

—¡Ya lo creo que sí! Es que a veces tengo…, tengo… ¡celos de ti!

—Y yo de ti —repuso Joey para su propia sorpresa.

—¡Tú sigues estando preciosa! ¡Llegas al pueblo e Ian McCormack sucumbe a tus encantos! No lo entiendes: toda mujer, soltera o no, en un radio de cuarenta kilómetros ¡está enamorada de ese hombre! Pero ¿en quién se fija? ¡En ti!

—Pero ¡tú tienes un marido que te adora!

—¡Y tú una carrera y una vida propia!

—Tú tienes a mucha gente que te quiere.

—A veces pienso que sólo me quieren por las cosas que hago por ellos.

—Te quieren por lo que eres —insistió Joey.

Guardaron silencio durante un momento, las dos sorprendidas por las cosas que habían admitido sin que nadie las presionara, como si se hubiera abierto la compuerta de las emociones.

—Ojalá pudiéramos dar marcha atrás —dijo Joey al final—. Tú y yo.

—No podemos.

—Pues ojalá pudiéramos empezar de nuevo. Pasar página y seguir adelante.

—Henry y yo lo hacemos a veces.

—¿De verdad?

—Sí. Para mí fue como si se encendiera una bombilla. El viernes tuvimos una buena bronca. Fue una de nuestras peleas típicas y yo pensé para mí: podríamos pasarnos todo el fin de semana desmenuzando cada una de las cosas que él había dicho y cada una de las que había dicho yo, en qué estaba confundido él y en qué lo estaba yo. Pero ¡no quiero hacerlo! Me refiero a que no vamos a divorciarnos. Fue una pelea absurda por una chorrada, la clase de discusión que los matrimonios no pueden evitar.

—Entonces, ¿qué hiciste?

—Lo llamé al trabajo. Le dije: «Henry, podemos seguir hablando de esto todo el fin de semana y no ganará ninguno de los dos. Sólo conseguiremos enfadarnos más y llegar agotados al lunes. O podemos admitir que ambos hemos sido unos idiotas testarudos, pero que lo hacemos lo mejor que podemos. Y podemos pasar página, olvidarlo todo y disfrutar de un buen fin de semana. ¿Qué me dices?». Le pareció bien y llegó a casa con un ramo de tulipanes y una botella de vino. El mismo viernes a las nueve de la noche ya lo habíamos olvidado todo. He aprendido mucho.

—Empecemos de nuevo —dijo Joey.

—Sí, empecemos de nuevo —determinó Sarah.

24

Joey estaba sentada en un banco junto a la ventana cuando Angus entró por la puerta. Sarah se había vuelto a Londres al amanecer, esperando así poder evitar el tráfico de la hora punta matinal, de modo que Joey había llegado al café temprano, al no saber qué más hacer. Angus parecía cansado.

—Buenos días.

—¿Sabemos algo?

—No, pero era de esperar.

La camarera se acercó con un cubierto para Angus.

—Buenos días, Sally —saludó el hombre.

—Angus —replicó la mujer—. Qué horrible lo de Lily. ¿Sabes algo?

Él negó con la cabeza.

—Vamos para el hospital ahora. ¿Podrías ponernos algo de desayuno en una bolsa para Ian?

—Claro —contestó ella—. ¿Qué vais a tomar?

—Copos de avena y tostadas para mí. ¿Joey?

—Me parece bien.

Mientras esperaban a que llegara el desayuno, ella lo puso al corriente de lo ocurrido el día anterior. Agotado el tema, la conversación cambió hacia el único tema posible: el asunto del que Angus quería hablarle.

Joey tomó una profunda bocanada de aire.

—Te ahorraré tener que decirlo —dijo.

—¿Decir qué?

—Que lo mío con Ian no es buena idea. Que no soy más que una… americana estúpida y prepotente que no comprende…

—Entonces tienes algo con él —la atajó él.

Joey se hundió un poco más en el banco con respaldo.

—Esto… sí. Algo. Aunque ya no estoy tan segura.

—Y creías que no lo aprobaría.

—Sí.

—¿Por qué pensaste tal cosa?

—Porque todo el mundo lo hace. Bueno, no todo el mundo. Lily no. Ni Aggie…

—Supongo que Ian tampoco. —Angus sonrió, dejando a la vista una dentadura encantadoramente irregular.

Joey negó con la cabeza.

—No iba a decir nada de eso —dijo él.

—Ah.

—Quería ponerte sobre aviso.

—¿De qué?

—Ya sabes que perdió a su mujer.

—Lo sé. En el tiempo que llevo aquí he hecho algunos amigos. Además, Sarah Howard y yo crecimos juntas. He oído la historia.

—Entonces, sabrás que ese chico no le ha dado ni la hora a ninguna mujer desde que murió Cait.

—Lo sé.

—Pues estás advertida. Ha sufrido mucho y esto es un comienzo.

—¿El qué?

—Que se haya fijado en alguien. Aquella noche me pareció muy obvio, Joey. Mi amigo se iluminó como un cohete.

—¿De verdad?

—Bueno, para como es Ian, sí. Los escoceses solemos guardarnos los sentimientos para nosotros. Puede que tú no te dieras cuenta, pero yo sí me fijé.

Ella sonrió y trató de contener las lágrimas que amenazaban de repente con desbordarse. Era un alivio no tener que hacer frente a la desaprobación. Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Por el amor de Dios —dijo Angus—. ¿Lo ves? Por eso no estoy casado. Esto es lo que mejor se me da: hacer llorar a las mujeres.

Joey se secó las lágrimas con un montón de delgadas servilletas de papel.

—Es que no sé qué hacer. Me voy dentro de poco y, bueno, estaré entre aquí y Nueva York durante un tiempo, al menos hasta que abramos Stanway House al público, pero no es lo mismo que vivir aquí.

—¿Podrías? ¿Querrías?

—No lo sé. Nunca he vivido fuera de Nueva York. Y no los veo a ellos mudándose allí.

Joey había sido consciente de esos obstáculos desde el principio y siempre supo que llegaría un momento en que tendría que bregar con ellos. La vuelta a Nueva York estaba cada vez más cerca. El momento que tanto había temido se le estaba echando encima.

—Deja que la cosa siga su curso —la aconsejó Angus—. No hagas nada. A ver hasta dónde llega. Y, sobre todo, dale tiempo. No lo tomes como algo a corto plazo, Joey, porque no conseguirás nada.

Ella guardó silencio durante unos minutos. La camarera llegó con panecillos y café en una bolsa para Ian. Angus insistió en pagar la cuenta. Al dejar un billete en la mesa, Joey le cubrió la mano con la suya. Él la miró.

Las palabras se desbordaron sin darle tiempo a que se lo pensara dos veces.

—Eres su mejor amigo. ¿De verdad crees que yo podría hacerle feliz?

—No soy adivino, Joey, pero la otra noche, desde luego me pareció que sí.

Para Joey fue un alivio ver que había otra enfermera jefe de urgencias, una mujer menuda, de pelo grueso y sonrisa dulce y solícita.

—Hemos traído el desayuno para Ian McCormack. Está aquí con su hija, Lily —explicó Joey, dándole la bolsa por encima del mostrador.

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