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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (30 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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—¿A qué te refieres? ¡No has causado ningún problema! ¡Has sido… lo mejor que le ha pasado a esta casa en mucho tiempo!

Ella negó con la cabeza, decidida a no emocionarse.

—No estoy segura de que todo el mundo piense como tú.

—Pero ¡si es verdad! —exclamó Lily en uno de sus accesos dramáticos—. Menudos dos, Dios.

—¿Quiénes?

—Papá y la abuela. Me van a volver loca.

—Ya, bueno, tienes que entenderlos. Han estado muy preocupados por ti. Lo que te ocurrió no fue… algo sin importancia.

—Ya lo sé, pero es a mí a quien le ha pasado, por favor, y soy yo la que tiene que aceptarlo. Como no me dejen volver a clase la próxima semana, te juro que… ¿No puedes llevarme a Nueva York en la maleta? Por favor, por favor… seré buena. ¡Te lo prometo!

—Mi sofá es tu sofá, ya te lo dije. No tienes más que decírmelo e iré a buscarte al aeropuerto.

—¿Lo dices en serio?

Lily parecía otra vez la niña de quince años que era. Tenía las mejillas encendidas.

—Estoy contando los días. —Miró la hora—. Mi taxi está a punto de llegar. Me tengo que ir.

—Vale —admitió la chica con tristeza. Joey no estaba segura, pero le pareció que tenía los ojos brillantes de lágrimas.

—No voy a decirte adiós —dijo con firmeza cuando se levantó—, porque volveré antes de que te des cuenta.

Lily pareció captar la indirecta. Tampoco quería ponerse a llorar.

—Tendré el pelo muy corto la próxima vez que me veas. Y me lo voy a teñir de negro.

—No me digas. ¿Y qué dirá tu padre?

—¡Dirá que sí! —contestó con una resplandeciente sonrisa.

Ian estaba sentado en la cocina, fingiendo que leía el periódico. Levantó la vista cuando oyó los pasos de Joey y sonrió cuando la vio aparecer en la entrada.

—¿Café?

—Ojalá tuviera tiempo.

—¿A qué hora es tu vuelo?

—El coche que viene a recogerme llegará en cinco minutos. Tengo que estar allí dos horas antes.

Él asintió. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero lo pensó mejor. Joey quería decir muchas cosas: cuánto seguía lamentando la parte de responsabilidad que pudiera haber tenido en la crisis que había sacudido a su familia; que ella sólo les deseaba toda la salud y la felicidad del mundo; lo mucho que anhelaba ser suya de nuevo, en su cama, respirar el aroma de su pelo. Quería besarle el cuello. Quería sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo y oírlo reír, un sonido que se le había antojado como si brotara de una caverna secreta de buen humor y felicidad, caverna que los angustiosos acontecimientos de las últimas dos semanas habían sellado nuevamente.

Ian parecía pensativo y ojeroso. Joey deseó rodearlo con los brazos, cocinar ingentes cantidades de comida para él, emborracharlo de vino y velar su sueño, velar por que nada les ocurriera ni a él ni a Lily hasta que llegara la primavera y, con su ayuda, darles la bienvenida al mundo de los vivos.

—En otro momento —susurró Joey—. En otro lugar.

—No tenemos ninguna de esas cosas —dijo Ian con tristeza.

—Podríamos.

Él negó con la cabeza.

—Lo que todo el mundo tiene, Joey, es el aquí y ahora. Lo aprendí por las malas hace tiempo. Y he vuelto a hacerlo esta semana.

Ella sabía que tenía razón, al menos en lo concerniente a él en el momento actual.

—Pero gracias —añadió con dulzura—. No siento que tú y yo…

—Yo tampoco —respondió Joey. No quería llorar. No lo haría. Tomó una honda bocanada de aire y dijo—: Tengo que irme.

Ian asintió con tristeza.

—A estas horas, el tráfico es horrible.

Se levantó y rodeó la mesa. Se abrazaron sin decir una palabra. Hubo un momento en que la cercanía amenazó con anular lo que acababan de decirse, pero ninguno de los dos dejó que ocurriera.

Ian se separó, enmarcó el rostro de ella con ternura entre las palmas de las manos y la besó despacio, suavemente. Con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, Joey se apretó una última vez contra él, dio media vuelta y se fue.

26

La mecedora era aún más bonita de lo que le había parecido en la tienda de antigüedades. La estructura era de nogal de intenso color dorado y estaba tapizada con una tela de damasco color verde pálido que le recordaba las cortinas del apartamento de lady Margaret. Nada más irse los repartidores, Joey colocó la mecedora entre las ventanas, delante de la pared del fondo, totalmente vacía.

No seguiría estando vacía mucho tiempo. Había empleado el primer y generoso cheque que había recibido por su ascenso para comprar una chimenea de gas, que también le instalarían en las próximas semanas. Era un poco absurdo poner una chimenea ahora que la primavera estaba al caer, pero no le importaba. La mera idea de tenerla la llenaba de felicidad e imaginarse sentada delante del fuego en aquella preciosa mecedora dibujó una sonrisa en sus labios. Buscaría una alfombra suave, tal vez una oriental antigua, una mesa y un par de cómodos sillones más. Y en la repisa de la chimenea que pensaba hacer que le construyeran colocaría la foto enmarcada que se había hecho con Aggie, Viv, Gala, Meg y Lilia.

La tarea del día era enmarcar una docena de fotos que había elegido para decorar la pared que llevaba hasta la cocina: varias fotos de sus padres, de Sarah y de ella con doce y trece años, de sus abuelos en Coney Island, de reuniones familiares con primos a los que ya casi no veía. Había comprado los marcos semanas atrás, pero había tenido tanto trabajo que no había podido hacerlo. Podría haber estado trabajando también ese día —probablemente debería haber estado trabajando— pero le habían dicho que le llevarían la mecedora entre las diez y las cuatro, por lo que tenía que estar en casa. Era el primer día libre que se había permitido en mucho tiempo, un día entero para hacer cosas para las que nunca tenía tiempo, lavar el servicio de té de porcelana azul de Spode que había comprado en un mercadillo en Chelsea, pulir la plata de su madre, que había guardado pensando que quería una cubertería más moderna. Y, por supuesto, poner las fotos en la pared.

Intentó no pensar en todas las cosas de las que se había deshecho en su afán por modernizar el apartamento y darle un estilo propio. No podía creer que todos esos objetos que había descartado porque la entristecían fueran los que habían hecho de aquel lugar un hogar. Estaba segura de que a su madre no le habría pasado inadvertida la ironía de la necesidad que se había apoderado de ella últimamente de «construir el nido». Porque cada vez que había contemplado la posibilidad de meter otra cosa más en las cajas de cosas para la beneficencia, le había parecido oír la voz de su madre diciéndole: «No irás a deshacerte de eso, ¿verdad?».

Limpió la mesa de la cocina y la secó bien y repartió las fotos por toda la superficie. Le encantaba hacer cosas como aquélla, tareas que no requerían un gran esfuerzo de concentración y por lo tanto le permitían pensar en otros asuntos. Se sorprendió pensando en cuánto habían cambiado las cosas desde que estuvo en los Cotswolds.

Nada más llegar a Nueva York, se había tomado una semana libre y había aprovechado para cumplir su promesa de retomar el contacto con antiguas amistades, especialmente Martina, Susan y Eva. Al principio, le había costado un triunfo coger el teléfono, pero si había aprendido algo de las mujeres del lago era lo vital que era querer y ser querida por tus amigas. No había nada edulcorado en el vínculo que unía a aquellas mujeres: discutían, guardaban rencores, competían entre sí, pero eran amigas totalmente leales y abnegadas década tras década. Como Aggie le explicó, las cinco decidieron ser amigas y habían decidido seguir siéndolo en lo bueno y en lo malo.

Joey nunca pensó en la amistad de ese modo. Para ella, siempre había sido algo accesorio, algo de lo que disfrutar mientras a todos los implicados les viniera bien, algo de lo que se podía prescindir cuando aparecían dificultades. Se acordó de una cosa que le había dicho su madre cuando era jovencita, algo que no entendió en su momento. La mujer había discutido con una de sus mejores amigas, Sylvia Webster, y estuvieron semanas sin hablarse. Y un día, de repente, Sylvia apareció en sus vidas de nuevo.

—Creía que ya no te caía bien —le había comentado Joey, desconcertada.

—Dos personas no son amigas de verdad hasta que tienen una buena pelea y encuentran la manera de superar los problemas —le había explicado su madre.

Por primera vez, Joey comprendía lo que le había querido decir entonces.

Entabló contacto con Martina en primer lugar, a pesar de la sensación de que, de las tres, ésta sería la más fría con ella. Y así fue. Martina le habló con tono seco mientras Joey le suplicaba que quedaran, excusándose con que estaría ocupada las siguientes semanas, que tenía que viajar por cuestiones de trabajo, y posiblemente fuera cierto. Martina le prometió ponerse en contacto con ella cuando estuviera menos liada, pero Joey se preguntó si de verdad lo haría.

Susan y Eva, por el contrario, se mostraron muy contentas de volver a tener noticias suyas.

En las últimas dos semanas habían empezado a quedar como hacían cuando estaban en la universidad. Se veían para tomar algo después del trabajo, cogían películas para ver en casa los fines de semana e iban a las casas de las otras, igual que en los viejos tiempos. Susan había renunciado por completo a los hombres durante un tiempo, después de cortar con el tipo con el que había estado saliendo un año. Y Eva había empezado a navegar por las aguas de Match.com. Se pasaban horas eligiendo hombres con los que establecer un primer contacto con un «guiño», como decía la página web, valorando si debería ser más o menos específica a la hora de rellenar sus preferencias sobre el tipo de gente a la que quería conocer y ayudándola a escribir y reescribir su perfil
online
.

Joey les habló de Ian, por supuesto. Eva intentó convencerla para que se abriera un perfil en la web de contactos con ella, arguyendo que cuantos más fueran, menos peligro. Así podrían conocer hombres en citas dobles. Pero Joey no tenía ganas de conocer a nadie, de momento. Los recuerdos de Ian eran maravillosos y estaban todavía frescos. Quizá llegaría un momento en que le apetecía probar otra vez a salir con alguien, pero estaba segura de que el momento no había llegado aún. Sarah y ella se estaban apañando bien gracias a una sesión semanal de Skype. No habían faltado a la cita ni un domingo. A veces, hablaban durante diez o quince minutos, pero hubo un día que estuvieron dos horas. Joey había evitado el tema de Ian y Lily, pero su amiga se las arregló para dejar caer un par de detallitos. Lily había vuelto a clase.

—Lo sé —dijo Joey—. Ian me lo ha dicho.

—Entonces, ¿estáis en contacto?

—Pues la verdad es que bastante, sí.

—¡Joey! —exclamó Sarah, acercándose un poco más a la cámara—. Cuéntamelo.

—Es sólo por trabajo. Nunca hablamos de nosotros, pero sí que le pregunto por Lily. ¿Qué aspecto tiene?

—No lo sé —respondió Sarah—. No la he visto.

Joey siempre preguntaba por las damas del lago y Sarah siempre le contestaba que le mandaban recuerdos. Ella no sabía si era verdad o no, pero bien podía serlo. Aggie y Sarah hablaban a menudo. Y ésta le dio otra noticia en su última conversación.

—Estoy pensando en ir a Nueva York —dijo un poco vacilante.

—¿De verdad? ¿Cuándo?

—Cuando puedas cogerte unos días para pasarlos conmigo.

—¡Eso sería genial! ¿Vas a venir con los niños? —Joey se esforzó por no perder la sonrisa. Era importante dar la sensación de que estaba emocionada y no demostrar sus reservas con respecto al hecho de tener a cuatro niños revoltosos dando vueltas por su apartamento.

—¡No, por Dios! Se quedarán aquí con Henry. Tuvimos otra de nuestras discusiones monumentales de «pasar página» el fin de semana pasado. Y cuando pasamos la página le dije: «Ah, y otra cosita más, cariño, voy a ir a Nueva York a ver a Joey».

—¿Y qué dijo él?

—Dijo «¡Fenomenal!» y yo añadí: «Sola». Me pareció detectar cierto pánico en su rostro.

—¿Será capaz de apañarse con los niños?

—Y si no, es su problema —dijo Sarah.

Joey colocó el cristal sobre las fotos enmarcadas. Una hora después, estaban todas colgadas en la pared, dispuestas sin un orden fijo, a la altura de los ojos. Retrocedió para observar mejor el efecto y quedó complacida. No hizo caso cuando vio que se había dejado un trozo de plástico protector entre la foto y el cristal de una. Mala suerte, se dijo. Y se dio cuenta de que algo había cambiado en ella. Definitivamente había cambiado.

Observó todos esos objetos que empezaban a hacer que el apartamento fuera un verdadero hogar: la jarra de agua de su madre con los primeros tulipanes de la temporada, la mecedora que pronto se convertiría en su lugar favorito, junto a su propia chimenea. No quería llenar la casa de adornos. A fin de cuentas, el suyo era un apartamento moderno. Había elegido una elegante chimenea de granito que no podría ser más actual y discreta, pero aun así, seguía siendo una chimenea. Y una chimenea representaba el hogar.

Joey levantó la vista de la mesa de dibujo, perdida en sus ensoñaciones.
Tink
estaba profundamente dormida junto a la mecedora. Se había subido a ella de un salto antes de que Joey pudiera detenerla, pero se había llevado tal susto al notar que se movía que se había vuelto a bajar de golpe. «Me alegro», pensó Joey. Quizá así consiguiera que no se subiera. Pero como si el animal pudiera ver ya el fuego que pronto ardería en el hogar, se había enroscado justo en el sitio donde tenía pensado colocar la alfombra.

Joey había estado haciendo un diseño de la que podría ser la decoración de una de las habitaciones Barrie, la habitación Wendy en concreto, un lugar dedicado especialmente, al menos en su mente, a las madres, dado que Wendy había sido la figura maternal para todos aquellos «niños perdidos» en la historia de
Peter Pan
.

Se levantó y fue a la cocina a servirse una copa de vino. El nombre de Wendy supuestamente tenía su origen en la relación de Barrie con la hija de su amigo, una niña pequeña llamada Margaret Henly. Al igual que le ocurría con otros muchos niños, Margaret adoraba a Barrie y decía que era su «amiguito», pero no pronunciaba bien
[3]
. ¿Se sentiría Barrie como un padre, una «Wendy» para Margaret? ¿Lloraría su pérdida cuando la niña murió a los seis años, igual que lloró el resto de su vida a sus otros niños perdidos, George Llewelyn Davies, muerto en la primera guerra mundial, y su hermano pequeño, Michael, que murió ahogado cuando estaba en Oxford? La vida de Barrie había estado llena de tristeza, se había perdido muchas cosas, había tenido muy pocas relaciones duraderas.

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