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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

Las sirenas del invierno (24 page)

BOOK: Las sirenas del invierno
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Gala las miró con una sonrisa y negó con la cabeza.

—Viv no sabe hervir agua —explicó.

—Pues claro que sé… Sé hacer té.

—Sabe hacer té —convino Gala—. Es lo único que sabe hacer.

—También sé hacer tostadas —añadió Viv.

—Y tostadas —concedió Gala.

—Entonces, ¿sólo comes eso? —le preguntó Joey—. ¿Té y tostadas?

—Podría vivir a base de té y tostadas —afirmó Viv—, pero la cocinera se niega en redondo.

Aggie, ya vestida, había sacado cinco tazas de un pequeño mueble colgado en la pared y las depositó en la mesa.

—Tienes suerte, Joey —dijo—. Gala sólo prepara su chocolate especial, su «chocolate ruso hirviendo», cuando nieva y eso no ocurre con frecuencia en los Cotswolds.

—Pero yo estoy siempre preparada —replicó Gala.

Sacó un rallador de metal del bolso y se lo pasó a Meg junto con una de las barras de chocolate. Ésta se puso un plato en el regazo y comenzó a rallar el chocolate. Cuando las barras quedaron reducidas a un montón de lascas, Gala llenó de leche caliente las tazas, en las que Viv había echado un generoso chorro de vodka. Meg le dio a Gala el plato con las ralladuras y ésta puso unas pocas en cada taza, removió y después se las pasó a cada una; un chocolate humeante que olía a gloria. Joey bebió un sorbito.

—¡Dios mío, qué bueno está!

—Es muy fuerte, querida —le advirtió Meg—, así que bébelo despacio.

—Lo haré.

—¿Alguien ha visto a Lilia? —preguntó Meg.

—Yo la he llamado esta mañana, pero no estaba en casa.

Joey las miró una a una y se preguntó si debería decir algo, pero rápidamente decidió que no. Bebió otro sorbo con menos precaución. Algo fuerte era lo que necesitaba.

—Yo me he pasado por su casa a eso de las diez, pero no estaba —dijo Meg.

—¿Y el coche estaba en el jardín? —inquirió Aggie, pero Meg negó con la cabeza.

—Qué extraño. Es preocupante, ¿no os parece? —comentó Meg—. Lilia es un animal de costumbres.

—Puede que no quisiera nadar hoy, pero siempre se pasa por aquí —terció Gala—. Si se queda encerrada en casa, sola, es porque debe de estar muy deprimida.

—Lo está —confirmó Joey con un susurro, casi sin pensar.

Las cuatro ancianas la miraron.

—¿Sí? —exclamó Aggie.

—¿Más de lo habitual? —añadió Meg.

Joey asintió. Tendría que contárselo. Puede que ése fuera el motivo por el que había ido al lago, aunque lo hubiera hecho de forma inconsciente. Creía que había ido allí en busca de compañía, pero tal vez lo había hecho por otra razón: para contarles lo sucedido, para tratar de encontrar sentido a unos sentimientos que iban a más.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Gala—. ¿La has visto?

Ella asintió cariacontecida.

—Esta mañana. Ha venido muy temprano a ver a Ian y…

Las mujeres la miraban llenas de curiosidad.

—¿Y…? —la animó Viv a continuar.

—Y… yo estaba allí. —Bebió del chocolate y las miró.

Aggie parecía perpleja, Meg, divertida, Gala, estupefacta y Viv… ¿parecía asustada? Joey llegó a la conclusión de que sí, Viv parecía un poco asustada.

—En casa de Ian —dijo Gala.

—De Ian McCormack —aclaró Aggie.

—Temprano —puntualizó Meg.

Joey asintió con expresión culpable.

—Cuando dices temprano, ¿cuán temprano es exactamente? —preguntó Viv.

—Temprano temprano —respondió Joey con voz queda.

Mientas ellas iban cayendo en la cuenta poco a poco de lo que significaban sus palabras, Joey se levantó y comenzó a andar de un lado a otro. La confesión que hizo a continuación la sorprendió incluso a sí misma, pero una vez que las palabras comenzaron a fluir de sus labios, no hubo manera de detenerlas.

—Ya lo sé. Vivo a cuatro mil ochocientos kilómetros y todo esto me parece una completa locura. Sé que no puedo sustituir a Cait y que jamás podré sustituirla… Y tampoco quiero. Pero ¡creo que me estoy enamorando de él! Y aunque él no pueda involucrarse por completo, aunque no esté preparado para esto y sólo quiera…

—¿Echar un quiqui? —sugirió Meg.

—¿Echar un quiqui? —repitió Gala sin dar crédito—. ¿Echar un quiqui? ¿En qué estamos, en los cuarenta?

Viv soltó una carcajada.

—¡Dejad que termine la pobre chica!

Al verse así interrumpida, Joey no sabía por dónde empezar de nuevo.

—Estaba diciendo que no me importa si esto llega a algo más o no, pero me alegro de que haya ocurrido.

—Y yo —dijo Meg—. ¡Ya era hora!

—Es un príncipe —añadió Aggie—. Y lleva solo demasiado tiempo.

—Tienes muy buen gusto —terció Viv con una risilla—. Si yo tuviera treinta años menos…

—¿Treinta? —la interrumpió Gala—. Querrás decir cincuenta.

Joey se sentó de nuevo.

—¿No os habéis quedado sorprendidas? ¿No me odiáis?

Las mujeres negaron con la cabeza.

—¿Odiarte? ¿Por haberte enamorado? —preguntó Viv.

—Porque es posible que haya lastimado a Lilia al hacerlo.

—Los problemas de Lilia no tienen nada que ver contigo —contestó Aggie—. Ella no ha asimilado aún la muerte de Cait y no sé si llegará a hacerlo algún día. Pero Ian todavía es joven y Lily necesita la presencia de otras mujeres en su vida, mujeres felices, fuertes.

—Cuéntanoslo —pidió Meg.

Joey asintió y entre el chocolate caliente y el fortalecedor vodka, terminó de contárselo todo: la desconfianza y el recelo iniciales por parte de Ian, el tiempo que habían estado juntos con Massimo, su comida con él, el viaje a Londres con Lily… Se lo explicó todo excepto los detalles más íntimos, consciente de que podía contar con su apoyo y su consejo. Y también sabía que emplearían lo que les contara para ayudar a Lilia, que estaba sola en su desesperación, si creían que serviría de algo.

—¿Cuándo vuelves a Nueva York? —la interrogó Viv una vez que ella terminó de relatarles la historia.

—Dentro de dos semanas —respondió.

—¿Y qué vas a hacer? —quiso saber Meg.

—¿Cómo demonios va a saberlo? —le espetó Gala—. ¿Cómo puede saber nadie qué va a suceder en el futuro? Dejadla en paz.

Meg parecía arrepentida.

—No pasa nada —la tranquilizó Joey—. Llevo haciéndome la misma pregunta todo el día. Sé que no quiero que se termine. Me gustaría intentarlo al menos…

—¿Y él también quiere? —preguntó Viv.

—Si me lo hubieras preguntado anoche, te habría dicho que…, bueno, me habría aventurado a decir que sí. Pero después de esta mañana, no lo sé, la verdad. Parecía realmente apesadumbrado. De todos modos, gracias por haberme escuchado.

—Faltaría más —dijo Viv.

—Oh, querida —exclamó Gala.

—¡Pobrecita! Todo saldrá bien. Siempre sale bien —sentenció Meg.

Joey tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Casi había olvidado lo que era recibir el apoyo de alguien. ¿Y cuándo había sido la última vez que había hecho ella lo mismo con alguna de sus viejas amigas? De nuevo se sintió avergonzada al darse cuenta del tiempo que llevaba sin llamarlas por teléfono. Había pensado enviarle flores a Martina cuando se enteró de que había muerto su madre, pero al final no lo hizo. Después, por medio de otros amigos, se enteró de que Susan y Nick, su novio de toda la vida, estaban pasando una mala racha, pero tampoco en esa ocasión… ¿Cómo podía haber dejado que la relación se enfriara tanto? Era como si hubiera cortado amarras con su propia vida.

Poco a poco, fueron hablando de otras cosas: que si Meg estaba teniendo problemas con el jersey que estaba tejiendo, que si el precio del cordero en la carnicería del pueblo, que si el dilema de unirse a Facebook en el caso de Meg y Aggie, las únicas del grupo que utilizaban ordenador.

—¿Estás en Facebook, Joey? —inquirió Meg.

Ella negó con la cabeza.

—Yo estoy pensando en unirme —declaró Meg.

—Yo prefiero el teléfono, o eso creía. Lo cierto es que tampoco lo uso mucho —confesó Joey—. Y me gusta escribir cartas. Hay una papelería preciosa en mi barrio y he comprado un papel de cartas muy bonito. Pero ¡resulta que no tengo a nadie a quien escribir!

—Ya no —dijo Viv.

Joey las ayudó a recoger, se despidió de ellas y ya había echado a andar sendero adelante cuando oyó que Aggie la llamaba.

Se dio la vuelta y esperó a que la mujer la alcanzara.

—¿Tienes prisa? —le preguntó.

—No. ¿Por qué? —respondió Joey.

—¿Te gustaría venir conmigo a picar algo?

—¿Adónde?

—A mi casa.

—Sí, claro, pero…

La anciana pareció comprender su curiosidad.

—He hablado con Sarah esta mañana —explicó Aggie—. Parece que habéis tenido…

—¿Una discusión? —terminó ella y a continuación asintió.

Aggie sonrió calurosamente.

—No tienes que hablar de ello si no quieres, pero he pensado que quizá…

—Sí quiero —la atajó Joey.

21

Estaban sentadas frente a un buen fuego en el salón de dibujo, esperando a que Anna les llevara la cena ligera que había pedido Aggie. Joey había llegado con la esperanza de que le enseñara la casa, un lugar por el que bien se podría cobrar entrada por visitar, pero Aggie la había llevado directamente a aquel salón. Un hombre alegre de rostro rubicundo, llamado Simon, que era una especie de mayordomo, había acercado al fuego una mesa de jugar a las cartas para que las dos pudieran comer en ella.

Anna apareció en la puerta:

—Perdone que interrumpa, pero la señora Williamson está al teléfono. ¿Le digo que llame más tarde?

Aggie suspiró.

—No, no, gracias. Atenderé la llamada ahora. Discúlpame un momento, Joey.

—Claro.

Cuando Aggie salió del salón detrás de Anna, ella se levantó y se puso a curiosear por la estancia. Las paredes estaban tapizadas con lo que parecía tafetán de raso en tono marrón oscuro y, sobre el hogar, había una repisa de chimenea de caoba primorosamente tallada. El hogar estaba enmarcado por unos biombos de marco dorado con pájaros y motivos florales pintados.

Joey cruzó la habitación para mirar más de cerca unos grabados con marco de oro de la pared del fondo, que representaban edificios romanos clásicos. Tuvo que esforzarse para leer el nombre del artista: Francesco Piranesi. ¿Piranesi Piranesi? Y llegó a la conclusión de que probablemente debían de ser de él.

Se dio una vuelta por la habitación admirando los tapices, la exposición de fotos familiares con sus correspondientes marcos de plata sobre mesas enceradas. Reconoció a algunas de las personas que aparecían en las imágenes: Henry y Sarah el día de su boda, Christopher y Matilda con ropa de montar, Meg y Viv con elegantes vestidos. En el centro había un retrato de estudio de un atractivo hombre que debía de ser el marido de Aggie, Richard.

Joey se sentó de nuevo junto al fuego. No quería que la mujer la pillara husmeando. Pero lo cierto era que se sentía un poco aturdida. Conocía a mucha gente rica en Nueva York, gente que había amasado grandes fortunas o que pertenecía a familias acaudaladas. Había estado en sus elegantes casas y apartamentos, incluso había diseñado alguno, pero ninguno de ellos lanzaba el mensaje que comunicaba aquella habitación: que la gente que había pasado por allí a lo largo de los siglos no eran simplemente ricos, sino que descendían de un linaje influyente y privilegiado.

De repente, se sintió avergonzada por haberse tomado tantas confianzas con Aggie. Se preguntó si no habría traspasado líneas sociales que no se deberían cruzar, si no habría sido torpe e irreflexiva, el estereotipo del americano maleducado, ajeno a las normas sociales que cualquier europeo entendería de forma intuitiva. Tal vez la riqueza y la clase social heredadas sí que importaban y sólo una chica americana, por más que se hubiera criado en la sofisticada Nueva York, sería lo bastante ingenua como para haber creído otra cosa.

Aggie apareció por la puerta, seguida por Simon, que les preguntó qué les apetecía tomar.

—¿Qué tal un Sancerre? —le preguntó Aggie a Joey—. ¿Te gusta el pescado?

—Me encanta.

Al cabo de un rato, Simon regresó con el vino y se marchó para volver de nuevo, esta vez con dos platos de humeante lenguado de Dover en filetes, espárragos con mantequilla y arroz salvaje. Olía deliciosamente.

—Será mejor que empecemos ya —propuso Aggie, desdoblando la servilleta para ponérsela en el regazo.

Joey sonrió y cogió el tenedor.

—Está buenísimo —exclamó, tras dar un bocado del delicado pescado con limón.

Aggie levantó la copa y la instó a hacer lo mismo. Hicieron entrechocar suavemente el cristal.

—Por la amistad —dijo la mujer.

—Por la amistad —repitió Joey.

—Motivo por el que te he pedido que vengas —añadió Aggie.

Ella bebió un sorbito de vino, tragó y dejó la copa en la mesa antes de mirarla.

—¿De verdad?

Aggie asintió con la cabeza.

—¿Por la amistad en general? —preguntó ella—. ¿O por una en particular?

—Una en particular… —contestó la mujer—. Sarah me ha contado vuestra conversación.

—Me siento fatal —admitió Joey.

—Ella también —respondió Aggie y esperó a que dijera algo.

—Éramos como hermanas.

—Lo sé. Siempre hablaba de ti de esa forma. Mi pregunta es, ¿qué ocurrió?

—¿Ayer?

—No. ¿Qué ocurrió entre vosotras para llegar a esta situación?

—Nada, de verdad. Simplemente nos hemos ido distanciando al vivir tan lejos.

—Ya no está tan lejos. Y no me ha parecido que fuera tanto una distancia física.

Joey suspiró.

—Llevamos vidas muy diferentes. No podrían serlo más.

—Oh, ya lo creo que podrían. Pero no te he invitado para sermonearte, Joey. Había pensado que, tal vez, yo podría ayudarte a que vieras la situación desde otra perspectiva.

—¿Qué perspectiva?

—La de mi hijo. Y supongo que la de Sarah también, de una manera indirecta.

Ella asintió y se reclinó en su asiento. Sentía curiosidad.

—Henry y yo estamos muy unidos ahora —comenzó Aggie— y también es así con Martin y Lucinda, sus hermanos. Pero no estoy muy segura de que yo fuera una buena madre para ellos cuando eran más jóvenes.

—Me cuesta creerlo.

—Es cierto. Fue como nos educaron al padre de Henry y a mí: los niños están al cuidado de una niñera, que los lleva a que den un beso de buenas noches a sus padres y después al internado desde muy pequeños. Nuestros padres se pasaban fuera semanas, incluso meses y nos dejaban con institutrices y el servicio doméstico. Era la costumbre y nos criaron para hacer lo mismo. Ahora me doy cuenta de lo mucho que nuestros hijos nos echaban de menos, de lo mucho que sufrieron. A los siete años, los enviamos al internado con un baúl con todas sus pertenencias, a los tres.

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