Joey observó maravillada las vetas rosadas que atravesaban el cielo invernal. Llegó a la oficina de correos justo antes de que cerraran y, al salir, vio a Aggie saliendo de la panadería, situada en la acera de enfrente.
—¡Aggie! —la llamó.
La mujer levantó la vista y la saludó con la mano. Joey condujo a
Tink
entre los coches aparcados junto al bordillo en ambos lados de la calle y saludó a la anciana con un abrazo.
—Parecen deliciosas —declaró, mirando las dos crujientes
baguettes
que sobresalían de una bolsa de papel marrón.
—Lo están —respondió Aggie—. Deberías comprar una.
—Debería, sí.
—Entra ahora mismo —sugirió la mujer—. Sólo les quedaban unas pocas. Yo me quedo con ella.
—¡Gracias! —Joey le pasó la correa de
Tink
, entró en la tienda y se dirigió directamente a los estantes donde estaba el pan; cuando salió, retomó la correa de
Tink
.
—Bueno, por algo se empieza —comentó alegremente.
Aggie la miró sin comprender.
—La cena —explicó Joey.
—¿Tu cena? ¿Estás… sola esta noche?
Ella asintió.
Aggie vaciló un momento antes de hablar.
—Las chicas y yo vamos a celebrar una pequeña fiesta en el lago. Eres bienvenida si te apetece venir.
—Gracias, Aggie —contestó Joey, sonriendo agradecida—. Pero no quiero colarme en ninguna fiesta.
—No te estás colando. Te acabo de invitar yo.
—Es un poco…
No sabía qué hacer. Prefería pasar la velada con las damas del lago que sola, pero —y le costaba mucho admitirlo, incluso para sí misma— si le dieran a elegir, preferiría estar con Ian antes que con sus amigas nadadoras.
—Ya sabes lo que se dice sobre las cenas especiales —continuó Aggie.
—No, ¿qué?
—Que siempre debería haber al menos una persona a la que el resto no conozca muy bien, un comodín. Rompe la dinámica y hace que todos se comporten mejor.
—¡No creo que ninguna de vosotras se comporte mal!
—Te sorprenderías —repuso Aggie con ironía.
—Me encantaría ir si pudiera —dijo ella evasiva—. Pero hay mucho lío con la casa ahora mismo. El contratista empezó ayer con los trabajos y estoy que no paro.
—Como quieras, querida —respondió Aggie—. Si te pasas, allí estaremos.
La abrazó y se marchó a seguir con sus recados. Desde aquel momento, Joey estuvo debatiéndose entre ir y no ir a la fiesta. Le apetecía muchísimo ver a Ian de nuevo, pero tenía la sensación de que le correspondía a él dar el siguiente paso. Y al no recibir noticias suyas y no verlo en todo el día, empezó a preocuparse y a pensar si lamentaría lo que había ocurrido entre los dos.
Quizá sólo estaba cansado. No debía exagerar las cosas. Massimo y él habían tenido mucho trabajo, casi todo al aire libre, con el frío que hacía. Y teniendo en cuenta lo poco que habían dormido la noche anterior, probablemente sólo le apeteciera quedarse tranquilamente en casa e irse pronto a la cama. O tal vez quisiera estar con Lily. No habían estado solos desde el día anterior y no había que olvidar que había sido un día especial para la chica. Puede que no quisieran incluir a nadie más en la celebración de un momento tan importante; sólo su pequeña familia de dos.
Pero también cabía la posibilidad de que estuviera asustado. Una cosa era sucumbir a los placeres de la noche que habían pasado juntos —y habían sido muchos— y otra bien distinta contemplar lo ocurrido a la luz del día. Tal vez tenía remordimientos, sentía que había traicionado a su mujer. Quizá creía que había cometido un error. Joey suponía que serían muchos los motivos por los que no había estado con una mujer desde la muerte de Cait, motivos que tal vez ella no llegara a conocer nunca. Era posible que su silencio significara que prefería pisar el freno antes de que las cosas fueran más lejos.
O podría ser que no le hubiese gustado su forma de besar o de…
No. «De eso nada». No iba a caer en eso. No tenía ninguna duda de que Ian había disfrutado de cada segundo que habían pasado juntos. Puede que, por las razones que fuera, no quisiera que las cosas fueran más lejos, pero ésa no era una de ellas.
A las siete y media, cerró la puerta de Stanway House y cruzó el camino de grava de puntillas, intentando hacer el menor ruido posible. Había estado dudando entre llevarse a
Tink
—a la perra le habría encantado el lago y el paseo hasta el pueblo a oscuras— y dejarla, y al final había decidido dejarla. Era un honor que la hubieran invitado a una fiesta con las damas del lago y
Tink
no había sido invitada. No podía dar por supuesto que a todo el mundo le gustaban los perros tanto como a ella.
Había luz en la casa del guardés, pero las cortinas estaban echadas contra el aire frío de la noche y Joey no oyó ningún ruido de dentro. Iluminándose con una linterna, regresó al pueblo y, desde allí, cogió el estrecho sendero que llevaba al lago. El agua estaba cubierta por un manto de negrura. La luna casi no brillaba, pero la caseta resplandecía de luz y calor.
Joey se detuvo en la puerta y oyó las voces de las mujeres en el interior, acompañadas por el sonido de lo que parecía un disco de Edith Piaf, cantando en una grabación antigua con mucho ruido de fondo. Llamó a la puerta y le abrió Viv.
—¡Joey! Nos dijeron que igual venías. Entra. Íbamos a empezar a comer.
Ella le dio la
baguette
que había comprado y dos botellas de Graves y entró en la caseta. Las damas del club de natación estaban sentadas en torno a una vieja mesa de madera decorada con un mantel de lino rústico. La estufa crepitaba alegremente en un rincón y de las vigas del techo habían colgado una tira de diminutas luces navideñas de color blanco. Todas llevaban en la cabeza coronas hechas con papel brillante. De repente, Joey tuvo la impresión de que aquélla no era una cena normal.
—Qué bonito está todo —dijo, echando un vistazo a su alrededor mientras se sentaba en el recio banco de madera—. ¿Hacéis esto muy a menudo?
—Sólo en los cumpleaños. ¡Cinco veces al año!
—¿De quién es el cumpleaños? —inquirió, deseando que Aggie le hubiera contado el motivo de la celebración, porque así podría haber comprado algún regalito.
—¡De Meg! —gritaron todas.
—¿No lo adivinas por la corona? —preguntó Viv.
Joey se fijó entonces en que la corona de papel de Meg era dorada, más alta y elaborada que la de las demás.
—Antes los celebrábamos en nuestras casas —explicó Lilia—. Pero nuestros maridos siempre andaban dando vueltas, molestos. ¿Por qué no los habíamos invitado a ellos? Válgame Dios. Así que decidimos organizar nuestras fiestas aquí.
—Pero ahora todos están… —Meg se calló bruscamente en mitad de la frase, como si le diera miedo terminarla.
—Muertos —susurró Viv.
Y todas se rieron por lo bajo.
—No es que no los echemos de menos —confesó Aggie—. ¡Los echamos de menos y mucho!
—Podríamos volver a celebrar las fiestas en casa —dijo Lilia—. Tal vez deberíamos.
—¡No! —saltó Meg—. ¡Esto es mucho más divertido!
Gala colocó una fuente humeante en el centro de la mesa, mientras Aggie repartía cuencos desparejados entre todas. Había también una botella de whisky de una marca que Joey no conocía y el pan que Aggie había comprado cortado en rebanadas. Viv añadió la
baguette
de ella al montón mientras Lilia colocaba al lado un platillo con un taco cuadrado de mantequilla. Meg cogió un sacacorchos que colgaba de un clavo en la pared y procedió a abrir una de las botellas de vino.
—La cena está servida —anunció Gala orgullosamente.
—Sopa de pollo. ¡Mi favorita! —exclamó Meg, sonriendo. Una a una, tendieron sus cuencos y esperaron pacientemente a que Gala les sirviera.
—¿Dónde aprendiste a hacerla? —preguntó Joey.
—De mi madre —contestó la mujer, con voz queda—, que a su vez lo aprendió de la suya.
—¿Dónde vivían? —quiso saber ella.
—En Polonia. En un pueblecito llamado Bolimów, conocido por su preciosa cerámica. ¡No como esto! —añadió, señalando con desprecio la cazuela en la que había cocinado el pollo—. Esto no es elegante. Las asas son demasiado finas y la tapa demasiado gruesa.
Negó con la cabeza, pero el recuerdo de su madre y tal vez otros recuerdos de lo que al final le había ocurrido nublaron su expresión.
—
Zum Wohl
—dijo con voz queda, cuando hubo terminado de llenar los cuencos.
—Si pudieras meter esto en un frasco, serías millonaria —susurró Lilia, cerrando los ojos para saborear mejor la compleja mezcla de esencias que contenía el caldo.
Joey probó la cremosa sopa enriquecida con patatas, zanahorias y tiras de pollo que se deshacían en la boca. Comieron en silencio, casi con reverencia.
Más tarde, las seis repetían, pero esta vez charlando animadamente, bebiendo whisky y vino y escuchando las quejumbrosas canciones que salían del equipo de música. En un determinado momento, Aggie y Viv se miraron de un modo muy significativo, se levantaron y fueron hacia un rincón de la habitación que estaba menos iluminado. Segundos después, Viv llevó a la mesa una tarta adornada con velas que parecían estar ya encendidas y comenzó a entonar la canción de cumpleaños con un quiebro de su voz de soprano.
Cumpleaños feliz
Cumpleaños feliz
Te deseamos, querida Meg
Cumpleaños feliz
—Como vivas muchos más años, Meggie, vamos a tener que traer dos tartas —bromeó Aggie.
Su amiga sonrió de oreja a oreja cuando Viv se llevó la tarta para cortarla.
—O poner menos velas —sugirió Gala—. ¿Qué tal una por década?
A continuación, Aggie le entregó a Meg una gran caja blanca con un precioso lazo azul.
—¿No habíamos quedado que nada de regalos? —dijo la homenajeada al tiempo que cogía la caja.
—¿Y eso cuándo fue? —terció Gala.
—Creo que en 1967 —contestó Meg, levantando el paquete para admirar el precioso lazo.
—Pero es que cumples ochenta, Meg. Creo que podemos hacer una excepción.
—Ábrelo —la instó Aggie con excitación—. Eso sólo pasa una vez.
—Habla por ti —dijo Viv—. Resulta que yo creo en la reencarnación.
—No seas ridícula —intervino Lilia bruscamente—. Cuando te mueres, te mueres. Punto.
—Señoras, señoras. Es la noche de Meg. ¡Por favor! —las reconvino Aggie.
—No recuerdo haber tenido ningún regalo cuando cumplí los ochenta —suspiró Gala.
—¡Claro que lo tuviste! —saltó Lilia—. El sombrero rojo con la cinta negra de terciopelo.
—Ah, sí —respondió Gala.
Joey se acordó de una fiesta a la que había asistido en Nueva York con motivo del octogésimo cumpleaños del mentor de Alex, Richard Andrews. Una fiesta por todo lo alto, con banda de jazz y todo y con más de trescientos invitados. Cuatro mil tulipanes llegados directamente de Holanda adornaban todas las superficies horizontales del salón de baile del Waldorf-Astoria. La cuarta mujer de Richard, antigua modelo de Victoria’s Secret, parecía incómoda, aunque, en opinión de Joey, tampoco era de extrañar, dada la diferencia de edad entre ella y los contemporáneos de Richard. «De tal palo, tal astilla; mentor y protegido», pensó.
Si ella llegaba a los ochenta, pensó, preferiría celebrarlo con una fiesta más parecida a la de las chicas nadadoras.
Meg ahogó una exclamación al descubrir lo que había en el paquete: un frágil ejemplar del
Times
de Londres de 1958. Abrió el periódico y lo alzó para que lo vieran las demás. En la portada había una fotografía de tres chicas jóvenes en lo que parecía una manifestación de algún tipo.
—¡Dios mío! —exclamó—. Mirad esto. Somos nosotras…
—¡Vaya! —apostrofó Joey, atónita al reconocer los rostros mucho más jóvenes de aquellas mujeres.
—La marcha de Aldermaston —dijo Lilia—. Allí nos conocimos. Viv y yo también estábamos, pero ¡no salimos en la foto!
Meg dejó con sumo cuidado el amarillento periódico encima de la mesa.
—¿De dónde lo habéis sacado? —preguntó asombrada.
—Lo compré por internet —explicó Aggie orgullosa—. Es increíble lo que una puede encontrar con un ordenador.
—¿Qué es la marcha de Alderman? —inquirió Joey, un poco avergonzada por su ignorancia.
—Aldermaston —la corrigió Gala—. La campaña por el desarme nuclear.
—Estuvimos allí cuatro días —explicó Aggie—. Fuimos a pie desde Trafalgar Square hasta Aldermaston, donde estaba la sede de un centro de investigación nuclear.
—Al año siguiente, la marcha se hizo en sentido opuesto, en dirección a Londres —señaló Meg.
—Yo hice el recorrido cada año —explicó Gala, con orgullo—. Seis veces en total.
—Yo lo hice dos veces —terció Lilia.
—¡Míranos! —comentó Meg afectuosamente, escudriñando sus jóvenes rostros en la foto—. Yo me siento exactamente igual que entonces. Aún me sorprendo cuando me miro en el espejo, porque, por dentro, sigo sintiéndome como esta chica.
Cuando levantó la vista y miró a su alrededor, estaba llorando.
—Vamos, vamos —dijo Viv—, ¿qué son esas lágrimas? Envejecer es un privilegio. No todo el mundo tiene la suerte de hacerlo. Además, no querrás aburrir a nuestra joven amiga. No hay nada peor que estar con un montón de viejos que no paran de quejarse y gimotear.
—No me aburrís —replicó Joey—. A veces, yo también me siento mayor. Más mayor, quiero decir. Ayer, sin ir más lejos, tuve que explicarle a Lily quiénes eran Jackie Kennedy y Grace Kelly.
Lilia se volvió rápidamente hacia ella.
—¿Y cómo es eso? —preguntó bruscamente.
—La llevé a Londres y…
—¿A mi nieta?
—Sí. Tenía una reunión y…
—¿Te llevaste a Lily a Londres? ¿En día de colegio? —Lilia echaba chispas por los ojos.
—Tenía muchas ganas de ir y le suplicó a Ian que la dejara faltar a clase.
La mujer no dijo nada, pero a juzgar por la expresión de su rostro, Joey supo que estaba furiosa.
—Entiendo —concedió Lilia con frialdad y de repente se levantó y se llevó el trozo de tarta que aún no se había comido a una consola que había a un lado.
Puede que en un intento de suavizar la tensión que se había apoderado súbitamente del ambiente, Viv se levantó de un salto, fue hasta el equipo de música y volvió a poner a Edith Piaf.
—Un momento —dijo—. ¡Vamos a cantar nuestra canción! ¡Una fiesta de cumpleaños no está completa si no cantamos nuestra canción! ¡Lilia! Venga, mujer.