Al final, Lily rebatió todas sus objeciones. Cuando Joey fue a verlos para concretar los últimos detalles con él, tuvo la impresión de que, finalmente, se había dado por vencido ante la implacable campaña de su hija.
—Está en plena adolescencia —dijo Joey con una sonrisa.
—Una chica adolescente —enfatizó Ian negando con la cabeza—. Que Dios me ayude.
El día del viaje, a las siete y cuarto de la mañana, Lily se plantó en el apartamento de ella con una faldita que Joey reconoció a la primera: era la falda que no le había gustado a su padre una semana y media antes. Tenían que coger el tren en media hora.
—¿Voy bien? —preguntó la chica—. Papá quiere que me ponga otra cosa, pero me ha dicho que puedo ir así si a ti te parece bien.
Joey fingió considerar la situación como sin darle importancia. Pero no era así. Aunque Lily era una chica preciosa, que podía ponerse casi cualquier cosa, aquella falda no era de muy buen gusto. No estaba mal para andar por el pueblo, pero iba a pasar unas horas sola en Londres. Joey sabía la clase de atención que podía atraer con aquella ropa y no estaba segura de que la chica supiera manejar la situación. Retrocedió un poco y observó la falda.
—Date la vuelta.
Ella lo hizo con mirada esperanzada.
—Hum —dijo Joey vacilante.
—¿Qué?
—Es un poco corta, cielo. Por lo demás estás bien, pero con esta falda es posible que atraigas cierta atracción no muy deseable. ¿No tenías unos pantalones negros de terciopelo? Son muy bonitos.
—¿Con qué?
—Con lo que llevas. Te quedarían perfectos.
—Pero ¡es que me encanta esta falda!
—Lo sé. En otra ocasión.
—Vale —accedió Lily con resignación y se dio la vuelta para ir a cambiarse.
Al cabo de unos minutos, cuando Joey se reunió con padre e hija en el camino de acceso, la chica parecía una estudiante moderna bien vestida. Ian le hizo un gesto que Joey interpretó como un «gracias».
A las diez menos cinco, las dos estaban en Londres, delante de las oficinas de Churchill y Marks, la firma de relaciones públicas que habían contratado para que se ocupara de la campaña de marketing. La reunión de Joey estaba prevista para las diez y Lily pasaría la mañana a unas manzanas de allí, en el Victoria & Albert Museum. Había una exposición sobre iconos de moda de los cincuenta y sesenta —Grace Kelly, Audrey Hepburn, Jacqueline Kennedy— y una instalación dedicada a Diaghilev y el Ballet Ruso. Joey tenía curiosidad por ver qué atraería a Lily.
Joey estaba segura de que estaría lista al mediodía, así que decidieron que iría caminando hasta el museo cuando terminara. Habían acordado que, después de mirar las exposiciones, Lily se pasaría por el café del museo para ver si era un buen sitio para comer, pero que si el menú no la convencía, esperaría a Joey a las doce y media en la puerta principal del museo, en la calle Cromwell, y juntas buscarían otro sitio.
Después de comer, tenían planeado ir a Harvey Nichols a comprar maquillaje adecuado para la edad de Lily. Luego, una cena ligera y al teatro.
Joey se despidió de la chica con un abrazo y entró en las oficinas de Churchill y Marks. Había sólo seis personas en la sala de reuniones a la que la hicieron pasar, y allí, delante de un generoso despliegue de tés, capuchinos y cruasanes recién hechos, Joey presentó a los responsables del marketing estratégico global del proyecto y el equipo de prensa los detalles sobre el estado actual del proyecto y los planes que tenía Apex Group.
Pasaron el resto de la mañana debatiendo ideas: hablaron de reportajes para revistas en los que ya podían empezar a trabajar redactores y fotógrafos, crónicas sobre la historia de la casa y la restauración que se estaba llevando a cabo. Sonriendo para sí, Joey propuso que escribieran sobre Massimo: conocimientos italianos con siglos de antigüedad puestos a disposición de la conservación de uno de los tesoros arquitectónicos más queridos de Gran Bretaña.
Miró el reloj mientras salía al gélido exterior y se anudó un pañuelo al cuello. Eras las doce menos cinco. Los planes marchaban con absoluta puntualidad.
Lily no aparecía por ningún lado. Habían acordado que si no estaba esperando a Joey en la entrada principal del museo era que estaba en el café del mismo. Pero la chica no estaba ni en un sitio ni en otro. Era casi la una y Joey no sabía qué hacer ya para controlar su ataque de pánico.
—Es muy raro —le dijo a la camarera del café—. ¿De verdad no ha visto a una adolescente vestida con pantalones negros y abrigo rojo?
—Me temo que no.
—Hemos debido de entendernos mal —supuso ella—. Si viene por aquí, ¿puede decirle que me espere? Vuelvo dentro de unos minutos.
Joey la llamó de nuevo al móvil, golpeando con fuerza el botón de rellamada, como si así tuviera más impacto. Había probado cinco veces y en todas había saltado el contestador. ¿Qué demonios le habría sucedido?
Atravesó el vestíbulo a toda prisa, pero no sabía adónde ir o qué hacer. ¿Debía regresar a la entrada? ¿Recorrer todas las salas del museo? Dudaba mucho que hubiera sistema de megafonía y, aunque lo hubiera, no quería avergonzar a Lily. ¡Aquello era ridículo! Pero ¿a quién le importaba la vergüenza cuando la vida de la chica podía estar en peligro? Quizá alguien la había engatusado, un hombre, algún viejo verde que pasaba el tiempo en los museos buscando jovencitas dulces e ingenuas como ella. ¿Y si se había ido con él? ¿Y si la había convencido para que se metiera en un taxi con él y en ese momento estaban ya en… Dios sabe dónde?
Joey corría literalmente por los pasillos, asomando la cabeza de sala en sala, escudriñando las figuras que observaban los cuadros, de pie ante éstos o sentados tranquilamente en los bancos. ¡Tenía que llamar a la policía! ¡No, tenía que llamar a Ian! No, tenía que llamar a la policía, porque, ¿qué podía hacer Ian desde tan lejos? Se asustaría, de eso no cabía duda, y encima no podría hacer nada. Al menos, la policía podría hacer algo. Podrían dispersarse por la zona y buscar en todos los restaurantes, tiendas y callejones hasta que dieran con ella. Oh, Dios, Dios, que no… Joey sacó fuerzas de flaqueza y se obligó a no considerar siquiera la posibilidad de que Lily pudiera estar… en un callejón.
De repente, empezó a marearse de angustia. Se sentó en uno de los bancos de mármol. Tenía que aclararse la mente y pensar.
Inspiró profundamente varias veces. ¿Por qué demonios no contestaba al móvil? Los minutos seguían pasando. Tenía que hacer algo. Decidió salir y rodear todo el edificio por si Lily se hubiera confundido y estuviera esperándola en otra entrada. Si no la encontraba en los siguientes cinco minutos, llamaría a la policía.
Se dirigió hacia la puerta. Si le había pasado algo, jamás se lo perdonaría. Aunque toda la culpa no era suya. Le había contado el plan a Ian y a éste le había parecido perfecto que su hija pasara toda la mañana sola en el museo. Joey había llegado antes de tiempo a la entrada principal, por lo tanto, estaba donde dijo que estaría a la hora que dijo que estaría. Había sido Lily la que no había cumplido… Si Ian confiaba en que su hija era lo bastante madura para aquello, ¿cómo iba a saber ella si lo era o dejaba de serlo?
Pero ninguna de esas reflexiones tenían importancia en ese momento. Lo único que importaba era que la preciosa, vulnerable y cabezota adolescente no aparecía por ningún lado y el reloj seguía corriendo. Ian le había confiado la seguridad de su hija y ella ¡la había perdido!
Bajó a la carrera la escalera de la entrada principal y escudriñó la calle a derecha e izquierda. Se le escapó un quedo grito cuando su mirada se topó con Lily, encogida al abrigo de uno de los arcos del museo, pálida y tristona en el frío invernal.
—¡Lily! —gritó con voz áspera. Estaba enfadada—. ¿Dónde estabas? ¡Ya iba a llamar a la policía!
La chica se desmoronó al oír su tono cortante y se echó a llorar.
Joey lamentó en seguida haberle hablado así. Algo malo le había ocurrido. Aquello no era una simple confusión. Le pareció que el pelo le olía a tabaco.
—¿Has estado fumando? —preguntó con aspereza, sin poder contenerse.
Lily lloró entonces como una magdalena. Ella la abrazó y decidió que la conversación sobre el tabaco tendría que esperar.
—¿Qué ha pasado? Dime.
Como Lily no respondió de inmediato, ella insistió.
—¿Dónde estabas? ¿Alguien te…, alguien…?
La chica negó con la cabeza.
—Me ha venido… He empezado… Me…
—¿Te ha venido el período? —adivinó Joey, fijándose en la abultada bolsa de Boots que Lily llevaba en la mano—. Oh, Lily… ¡Gracias a Dios! —exclamó.
—¡Cómo que gracias a Dios! —protestó la joven, ofendida—. Ha sido horrible. No tenía nada, así que he entrado en la tienda del museo, pero tampoco tenían nada, así que he tenido que… y había un hombre en el mostrador y… —Nuevas lágrimas rodaron por sus mejillas.
—¿No sabías que te tenía que venir? —le preguntó Joey—. ¿No llevabas nada en el bolso?
—¡Es la primera vez! —le espetó la chica.
—Oh, tesoro —dijo ella, ablandándose—. ¡Pobrecita! ¡Dios mío! No es tan malo. Ya lo verás.
—¿Estás enfadada? —preguntó Lily.
Joey sonrió.
—Sé cómo te sientes.
—¡Horrible! —respondió la chica—. ¡Quiero irme a casa!
—Apuesto a que no te sientes exactamente enferma, pero tampoco bien del todo —comentó ella.
Lily asintió desconsolada.
—¿Te sientes pegajosa y malhumorada? —continuó Joey.
Lily sorbió por la nariz.
—¡Lo odio! Es horrible.
—Son las hormonas. Es un proceso químico.
—Ayer tenía ganas de llorar todo el rato. Creía que eran los nervios, pero supongo que era… esto.
Joey le rodeó los hombros con un brazo.
—Bueno, la buena noticia es que cuando realmente tienes la regla te sientes mejor. Lo peor son los días previos. ¿Te duele?
Lily asintió.
—Vale, vamos a Boots otra vez. Las mujeres tenemos que vivir toda la vida con esto, pero no tenemos por qué aguantar el dolor.
La chica la miró. Su bravuconería de por la mañana había desaparecido y en aquellos momentos parecía tan sólo una niña pequeña que necesitaba los consejos de una hermana mayor.
—¿No? —preguntó con un susurro.
—No —contestó Joey con firmeza—. Tú déjamelo a mí.
Un par de horas más tarde, después de un reconfortante chocolate caliente, Lily estaba recibiendo los mimos y atenciones de una consejera de belleza en la sección de Lancôme. Joey observaba con una sonrisa mientras la vendedora la maquillaba con mano experta. Y se acordó de sus primeros experimentos con aquel tema, agradecida por haber tenido a su madre cerca para pedirle consejo.
Su madre no se había hecho nunca la manicura ni la pedicura. Leah sólo iba a la peluquería unas pocas veces al año a hacerse un corte estiloso pero que le resultara fácil de mantener y sus amigas y ella se teñían el pelo mutuamente. Pero en el cuidado de la piel sí se gastaba dinero. Acudía a ver a Basia, una esteticista especializada en limpiezas faciales al estilo de Europa del Este cuatro veces al año. A los catorce años, Joey empezó a acompañar a su madre a esas visitas, y desde entonces era fiel a las costumbres que adquirió gracias a la dulce y afectuosa polaca de piel de porcelana.
Joey se alegró de haber podido estar con Lily ese día precisamente.
No comieron hasta las cuatro de la tarde y después se tomaron un helado. Más tarde, sentadas ya en el National, cuando Joey se puso a leer el folleto de información sobre la obra que iban a ver, deseó haberse informado más sobre la misma antes de comprar las entradas. Parecía que la cosa tenía miga.
—Es una obra bastante… madura —comentó, como sin darle importancia.
Lily sonrió.
—¿Qué quieres decir?
Ella trató de buscar las palabras adecuadas.
—Que es bastante… explícita. Benedict Cumberbatch sale… desnudo.
—Lo sé. Éste es el tipo de teatro que me interesa.
—¿Sabías lo de los desnudos?
—Sí. Vaya cosa.
—¿Y tu padre lo sabía? —preguntó Joey, aunque sospechaba que ya sabía la respuesta.
Lily puso los ojos en blanco con resignación y suspiró molesta.
—Podría haberlo buscado en Internet. Lo sabe todo el mundo. Tú también podrías haberlo hecho.
—Así que no lo sabe.
—No tengo ni idea de si lo sabe o no —respondió la chica a la defensiva—. Venga ya, Joey, que no soy un bebé.
Ella se reclinó en el asiento, tomó una profunda bocanada de aire y se quedó pensativa un rato. Se quedarían a ver la obra y le contarían lo menos posible a Ian. Si por algún motivo se enteraba y se enfadaba, intentaría manejar la situación lo mejor que pudiera. En su opinión, un poco de desnudez en el escenario no iba a crearle a Lily un trauma de por vida. Le enseñaría a la chica lo justa y abierta de mente que podía ser.
Pero había un tema en el que no podía serlo.
—Está bien —dijo—. Todo sea por el arte. —Se volvió hacia Lily y la miró fijamente a los ojos—. Pero espero que me contestes con sinceridad a lo que te voy a preguntar.
—¿Qué?
—¿Has estado fumando?
La chica apartó la vista.
—¿Lily?
Ésta asintió.
—¿De dónde has sacado los cigarrillos?
—Los tenía.
—¿Los has traído de casa?
Lily asintió, avergonzada.
—Entonces, supongo que no es la primera vez.
—Mucha gente lo hace. La mitad de mi clase…
—Me interesa un comino que lo haga «mucha gente», Lily. Sólo me importas tú y te pido que no cojas un hábito que luego te pasarás media vida tratando de dejar. Dámelos, venga.
—¿Qué? ¿Por qué? —lloriqueó la chica—. Son míos.
—Dámelos ahora mismo. —Joey se sorprendió al oír la firmeza en su tono de voz. Como Lily no obedeció de inmediato, continuó—: Hablo en serio, dame los cigarrillos o nos vamos. Pasaremos de la obra y volveremos a casa.
Estaban bajando ya la intensidad de las luces cuando Lily sacó el paquete arrugado del bolso y se lo dio.
—Eres demasiado lista para hacer esto. No me gustan los quinceañeros que fuman. No me gustan nada.
—Lo siento —susurró la chica.
—No vuelvas a hacerlo —le advirtió Joey, con un instinto maternal que no sabía que tenía—. Fumar es una estupidez.
—A la cama —dijo Ian finalmente—. Es muy tarde y no quiero que mañana me digas que estás muy cansada para ir al colegio. Y menos después de haber dejado que faltaras hoy.