Las sirenas del invierno (14 page)

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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

BOOK: Las sirenas del invierno
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—¿Ya has tenido suficiente? —oyó que le preguntaba alguien. Levantó la vista hacia una mujer alta y elegante, con un pañuelo en la cabeza y las botas llenas de barro; se dio cuenta de que era Aggie, sonrió y fue a sentarse a su lado.

—Eres una buena abuela.

Aggie puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

—Adoro a los niños y me gusta venir a animarlos, pero ponerme a dar gritos me parece ridículo. No puedo quedarme ahí de pie en medio de esa escandalera.

—Creía que sólo me pasaba a mí —dijo Joey.

—Pues no —respondió Aggie—. Y lo peor es que no se termina nunca. ¡Cuando crees que ya está a punto de terminar, llega otro jinete y vuelta a empezar! Llevo aquí tres horas… Debería ir al médico a que me examinara la cabeza.

Un súbito grito ahogado procedente del público interrumpió su conversación. Las dos se levantaron para ver qué estaba ocurriendo. Un caballo se había negado a saltar y su joven jinete se había caído de culo en un charco. Joey dejó escapar un grito ahogado y notó que se le tensaban los músculos del estómago.

—No le ha pasado nada —comentó Aggie—. Y ensuciarse en el barro fortalece tremendamente el carácter. Yo estoy totalmente a favor. De hecho, preferiría no verme obligada a quedarme aquí sentada, mirando.

—Te han debido de pitar los oídos toda la mañana —dijo Joey cuando volvieron a sentarse.

—¿Y eso?

—Sarah me ha contado que atravesaste el canal de la Mancha a nado. No puedo creer que no me dijeras nada cuando casi te ahogo ¡intentando salvarte!

Aggie esbozó una pequeña sonrisa.

—No suelo ir contándolo por ahí a gente que no conozco.

—Es tremendamente impresionante. ¡Tres veces!

—Tú corres, ¿no? —preguntó Aggie.

Ella asintió.

—Casi todos los días. Me encanta.

—¿Has corrido alguna vez una maratón?

—Me lo planteo muchas veces, aunque no me apetece dedicar tanto tiempo a entrenar. Es como tener otro trabajo.

—Pero sería muy emocionante, ¿no? —insistió Aggie—. Marcarte un objetivo y lograrlo.

—Sí. No cabe duda. Debería planteármelo en serio.

—Deberías, sí —convino la mujer, volviendo a mirar hacia la actividad que tenía lugar dentro del recinto de obstáculos.

Se quedaron allí sentadas en agradable silencio. Cuando Joey estaba eligiendo en qué especializarse en la universidad y tratando de encontrar personas que pudieran ayudarla a tejerse una buena red de contactos, Aggie partía a nado desde los blancos acantilados de Dover, con el cuerpo perfectamente engrasado y listo para lograr su objetivo. Joey no se imaginaba surcando las gélidas y encrespadas aguas por las que navegaban los barcos que atravesaban el canal de la Mancha. Claro que ella había tenido que trabajar muy duro toda la vida y Aggie no. Cuando se había criado en un ambiente como el de Aggie, uno podía dedicarse a vivir aventuras.

—¿Tu marido alquiló un yate en vuestro aniversario para que recorrierais en él la misma ruta que hiciste a nado?

—Lo hizo —respondió Aggie simplemente. Sonrió al recordarlo y suspiró—. Fue fabuloso, igual que él. Yo no me imaginaba casada, la verdad. O más bien debería decir que nunca me paré a pensar mucho en el tema.

»Pero no puedes tenerlo todo siempre bajo control. A veces, el destino pone algo, o a alguien, en tu camino, así, de repente. —Sus ojos chispearon al decirlo—. Me quito el sombrero ante una mujer tan independiente como tú. Lamentablemente, no todas podemos ser solteras. Las cosas eran de otra manera cuando yo era joven.

Antes de que Joey pudiera reaccionar, las dos vieron con el rabillo del ojo a Sarah dando saltos como un conejo y a Henry animando a su lado.

—Creo que será mejor que nos acerquemos —dijo Aggie, levantándose con agilidad del banco para dirigirse hacia la multitud de espectadores—. A ver si vamos a perdernos los cinco minutos que merecen la pena, después de llevar tanto rato esperando.

Joey la siguió, perpleja al oír su tono. ¿Lamentaba haberse casado y haber tenido una familia? Miró por encima de las cabezas de los asistentes y la vio abrirse paso hasta la barrera.

Era Matilda la que salía a la pista, llevando a su montura con orgullo. Parecía muy pequeña cuando entró en el recinto de los obstáculos y su rechoncho potro agitó con elegancia la cola.

La niña tenía el rostro blanco y tenso de concentración. Sarah empezó a vitorearla y Henry gritó su nombre. Una mujer en la primera fila que, en opinión de Joey, tenía cara de caballo, se volvió e hizo una mueca. Joey se la devolvió.

—¡Venga, Matilda! Vamos, pequeña. ¡Te queremos, tesoro! —gritaban Sarah y Henry a voz en cuello.

Para sorpresa de Joey, en vez de morirse de vergüenza, la niña levantó la cabeza, buscó los rostros de sus padres entre el público y la horrenda pancarta y les dedicó una enorme sonrisa. Y entonces, con un rápido movimiento del pie, espoleó a su potro.

Todos contuvieron el aliento cuando comenzó el recorrido. Al parecer, y Joey no tardó en comprenderlo, los demás padres y abuelos, tíos y tías, querían que Matilda se equivocara. Se los oía resoplar de disgusto cada vez que la niña superaba un obstáculo. Henry y Sarah, deliberadamente ajenos a todo, seguían animando a su pequeña.

Joey lo observaba todo con una extraña sensación de indiferencia. No era que no estuviera contenta por ellos; sencillamente, estaba fuera de lugar. Aquel confortable pequeño universo de familia no era su mundo. Le parecía una escena pudorosamente íntima.

Y aun así…

Había algo tan generoso y auténtico en Henry y Sarah en aquel momento. Habrían hecho cualquier cosa para apoyar a su hija, para apoyar a todos sus hijos. ¿Y no era de eso de lo que se trataba, en realidad? No era sólo cocinar, cuidar y supervisar que hicieran los deberes, reñir, fregar, enseñar y dirigir en la vida. Lo más importante eran el afecto y el amor.

Matilda era una buena amazona. Incluso Joey, que no sabía nada de saltos de obstáculos, estaba asombrada de lo buena que era. La niña llevaba ya tres saltos, había salvado una cancela y los tablones cruzados y se dirigía al trote hacia un peligroso doble.

Joey miró a Sarah, que parecía henchida de orgullo. Henry estaba tremendamente concentrado, como si pudiera empujar a su hija al éxito a fuerza de concentrarse en ello. Aggie sonreía de oreja a oreja.

«Dios mío, que no se caiga. Haz que lo consiga», pensaba Joey, mientras Matilda se preparaba para afrontar los saltos.

El público se había quedado mudo. Joey casi podía sentir la hostilidad en el ambiente y apenas logró contenerse para no gritar: «¿Qué les pasa a todos ustedes? ¡Es prácticamente un bebé!».

En realidad, no había nada de bebé en Matilda en aquel momento. Con gesto decidido y los ojos fijos en el último tablón, espoleó al potro y, con un preciso golpecito de la fusta, pasó volando limpiamente sobre el obstáculo y aterrizó con suavidad al otro lado.

Henry y Sarah estallaron en vítores, Joey aplaudía y Aggie saludaba con la mano a su nietecita mientras le dedicaba una enorme sonrisa. El resto del público aplaudía también sin demasiado entusiasmo. Matilda sonreía a sus padres. Desmontó y condujo a su potro por las riendas hasta el borde del recinto de los saltos, donde se encontraban Sarah, Henry y Aggie. Joey se separó un poco. No formaba parte de la familia. Hasta dos días antes, no habría reconocido a la niña si se la hubiera encontrado en la calle. Le gustara o no, aquél era un momento familiar.

Buscó su BlackBerry en el bolsillo. ¿Cómo se las arreglaba la gente antes de que inventaran la tecnología que te permitía fingir que estabas ocupada cuando surgía alguna situación incómoda?

Tenía dos o tres docenas de correos electrónicos sin leer. Leyó por encima los asuntos de los mensajes: casi todos eran de trabajo y podían esperar al día siguiente o al otro. Sus esperanzas renacieron al reconocer varias direcciones que no fue capaz de ubicar de inmediato, pero luego resultó que no tenían ningún interés. Un conocido con quien no tenía realmente mucho en común la invitaba a participar en un club de lectura. «No». Otro le pedía,
por tercera vez
, que se abriera una cuenta en Facebook. «Arg». Tenía también un recordatorio para hacerse una limpieza dental en tres semanas. «Fantástico». Y correo basura que había superado su filtro de alguna manera: anuncios de desratización, medicamentos para «aumentar el placer» femenino y ofertas de grandes descuentos en fotos
online
.

—¡Joey, no me lo puedo creer!

Levantó la vista y vio que Sarah la miraba con cara de pocos amigos. Tenía las fosas nasales hinchadas, como cuando cogía algún berrinche.

—¿Estás mirando el correo? —chilló Sarah—. Por el amor de Dios, ¿alguna vez dejas de pensar en ti misma?

Ella se quedó atónita. No estaba pensando en sí misma, sólo fingía estar ocupada. ¿Y qué quería Sarah? Llevaban esperando casi dos horas con aquel frío espantoso. ¿Aquélla era la idea que tenía de pasar un rato divertido?

Pero antes de que pudiera decir nada, Sarah se volvió, negando con la cabeza con resignación. Joey se guardó la BlackBerry en el bolsillo, pero sabía que se estaba poniendo colorada. Le había dolido que su amiga le hablara en aquel tono. Se sentó en el banco y, al poco, se le unió Aggie.

—¿Nos tomamos un ponche, querida? Parece que lo necesitas.

Para su sorpresa, la mujer le pasó el tapón de una especie de termo y sacó un vaso de plástico para ella.

—¡De un trago! —ordenó.

Joey obedeció y sintió el calor del licor bajar por su garganta y su pecho.

—No le hagas caso —dijo Aggie—. Se pone tensa con estas cosas. Se ve que estáis muy unidas.

Ella la miró sin dar crédito. «¿Unidas?». Joey tenía la impresión de que estaban separadas por miles de kilómetros.

—Lo estáis —insistió Aggie—. Discutís como hermanas. No os guardáis nada. Unas simples amigas no se pelean de esa forma.

Joey se sintió agradecida por sus palabras y le habría gustado hablar con ella del asunto, pero no estaba segura de que fuera a sentirse cómoda hablando de su amiga con la suegra de ésta. Si algo de lo que dijera llegara a oídos de Sarah, Joey tendría aún más problemas con ella. Le pareció que era mejor cambiar de tema.

—Antes me ha dado la impresión de que tenías… sentimientos encontrados.

—¿Sentimientos encontrados? —repitió Aggie—. ¿Sobre qué?

—Sobre tu matrimonio —susurró ella.

La mujer asintió con la cabeza y lo pensó un poco antes de contestar. Entonces se volvió hacia Joey y la miró afectuosamente.

—Yo amaba a mi marido. Quiero a Henry y a Sarah y adoro a mis nietos. No puedo imaginar cómo habría sido mi vida si no me hubiera casado. Pero también creo que me habría gustado ser una chica independiente, con su trabajo en la gran ciudad.

—Tiene sus cosas buenas —dijo Joey con voz queda—. Y sus dificultades.

—Como todo en la vida —musitó Aggie—. ¿Por qué elegiste tu trabajo? Creo que eres muy buena en lo tuyo.

—Conque eso es lo que parece, ¿eh? Bueno, me alegro.

—No me vengas con falsa modestia, querida —la riñó Aggie—. No infravalores tus logros.

Ella levantó la vista.

—Respondí a un anuncio que salió en el
Times
a la semana de graduarme en la universidad. Tenía préstamos de estudios que pagar y tenía que ganarme la vida de algún modo. Empecé desde abajo en la empresa, como asistente de uno de los socios. Llevo allí desde entonces.

—Pero ¿cómo llegaste a lo que estás haciendo ahora?

—Me pagaron los estudios de posgrado. Hice dos cursos por semestre durante cinco años. Poseo los títulos de arquitectura y diseño.

—Impresionante. Admiro a una mujer que ha ido subiendo escalones ella sola. Tienes que estar muy orgullosa.

Joey se encogió de hombros.

—Trabajo mucho y, a veces, tengo que admitir que me fastidia ver que tengo que trabajar más que los hombres para estar a su mismo nivel. Pero me gusta mucho lo que hago. Me pongo nerviosa cuando no tengo nada que hacer. No me gusta ser así, pero es cierto. Las vacaciones no son para mí.

—No, ya lo veo.

—¿De veras?

Aggie asintió con suavidad.

—Me recuerdas a mí.

—Eso es un halago. Pero sinceramente, no veo el parecido. Yo soy una persona solitaria.

—Y yo.

—Creo que a veces asusto a los hombres.

Las palabras se le escaparon sin que pudiera retenerlas. ¿Por qué lo había dicho?

—A muchos hombres les gusta ser, o creer, que son más listos que sus mujeres —respondió Aggie.

Joey sonrió.

—Soy feliz cuando trabajo. Me gusta ver edificios viejos e imaginar cómo se podría conservar la belleza de lo que tienen, de lo que son. Es un trabajo creativo y que a la vez precisa tener los pies en la tierra. No me imagino queriendo hacer otra cosa.

—Tienes suerte de sentirte así. Y ellos de tenerte a ti.

Ella hizo una mueca.

—¿Y hay alguna persona especial en esa vida tuya? —preguntó Aggie, sorprendiéndola—. Hombre o mujer. No me importa.

Joey guardó silencio antes de responder.

—Lo hubo. Un hombre.

—¿Hubo? ¿Pasado?

—Se enamoró de otra.

La anciana la miró con compasión.

—Bueno, el corazón es como es. O tal vez se trate de otro órgano.

—¡Exacto! —exclamó Joey apasionadamente.

Aggie negó con la cabeza como si no la sorprendiera tanto.

—Él se lo pierde, querida. Pero lamento que te hiciera daño. Sé lo que se siente.

—¿De veras?

La mujer asintió con gesto serio y guardó silencio antes de contestar.

—Cuando atravesé el Canal a nado la primera vez, fue la culminación de una larga relación. Él era la primera persona a la que veía por la mañana, a las cinco de la madrugada, todos los días, durante el entrenamiento, aun de noche, con frío, durante todo el invierno. Era mi entrenador, mi profesor, mi inspiración. Me dijo que podía hacerlo y yo le creí. Hasta que aprendí a creer en mí misma.

»Una vez pasada la excitación del primer momento, me di cuenta de que él había cambiado. El brillo había desaparecido de sus ojos. Su entusiasmo por nuestro proyecto común, y por mí, se había evaporado por completo. Resultó que no era yo, nosotros, lo que le importaba. Que sólo le importaba él mismo. Le contó a la prensa cómo me sacó de la nada, una mujer sin ningún talento natural, sin aptitudes. Él era Henry Higgins y yo su Eliza Doolittle, un mero proyecto, un pegote de arcilla. Tres semanas más tarde, ya tenía otra protegida.

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