Las sirenas del invierno (16 page)

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Authors: Barbara J. Zitwer

Tags: #Drama

BOOK: Las sirenas del invierno
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—¿Y si hay personas infelices porque se sienten solas? —preguntó Aggie—. Entonces dos personas se juntan y dejan de estar solas. ¿No es una manera de que uno cure la infelicidad del otro?

—No es lo mismo —opinó Gala.

—Sí es lo mismo —insistió Aggie.

Viv negó con la cabeza.

—Yo me refiero a una infelicidad arraigada en lo más hondo de una persona. Eso no es lo mismo que sentirse solo.

—Y hablando de soledad —dijo Gala—, he oído que te hospedas en Stanway House. ¿Conoces ya al guardés?

Aggie le lanzó a su amiga una mirada de advertencia, pero ésta no pareció darse cuenta.

—¿Te refieres a Ian?

—Un hombre guapo, ¿eh? —continuó Gala—. Y Lily es una belleza. Igual que su abuela.

Joey se volvió hacia Lilia, en cuyo rostro vio una expresión pétrea.

—Ahí tenemos a un hombre que parece solo —agregó Gala con ternura—. Tal vez…

—Ian está casado —susurró Lilia. De pronto se dio media vuelta hacia la escalerilla del muelle y salió del agua.

—Estaba casado, Lilia. Hace siete años, que no se te olvide.

La mujer se detuvo en lo alto de la escalera. Parecía incapaz de hablar.

—No hace falta que me recuerdes el tiempo que hace. Soy perfectamente consciente de cada día que paso en este mundo sin mi hija.

—¡No te vayas! —gritó Gala—. Por favor. Lo siento.

Lilia se volvió y se quedó mirándola, pálida en su desnudez total.

—A veces eres muy dura, Gala. Sé que eso te ayudó a sobrevivir en los momentos difíciles… Pero ¿por qué tienes que utilizarlo contra tus amigas?

—Sólo quiero que Ian vuelva a ser feliz —respondió la otra—. Quiero que tú seas feliz.

—Eso no nos ocurrirá jamás —respondió Lilia—. Ni a Ian ni a mí.

—Él puede. Y tú también. Yo me liberé de mis fantasmas.

—Entonces, es que eres más fuerte que yo —contestó Lilia con resignación, cogiendo su toalla antes de dirigirse hacia la caseta.

Gala salió apresuradamente del agua.

—Déjala, Gala —dijo Aggie con voz queda.

Pero la mujer no le hizo caso. Corrió tras Lilia tan de prisa como se lo permitían sus viejas piernas y la rodeó con los brazos justo cuando estaba a punto de entrar en la caseta, estrechándola con fuerza. Lilia se resistió al principio, pero finalmente se suavizó y ocultó el rostro en el hombro de su amiga.

13

Era la primera vez que Joey oía un quejido tan agudo y penetrante. La oscuridad comenzaba a engullirlo todo y había salido a dar un paseo con
Tink
por el bosque que bordeaba el parque de detrás de Stanway House. Le había quitado la correa, en contra de lo que le dictaba el sentido común, porque no se acababa de fiar de que la perra no saliera corriendo, atraída por sonidos y aromas más primitivos y fascinantes que los que encontraba normalmente en Nueva York; pero por otra parte, no había podido resistirse a darle la oportunidad de olisquear y escarbar entre los árboles.

Oyó el horrible gañido y se preguntó qué podría ser. Supuso que algún animal, pero jamás se le ocurrió que pudiera ser
Tink
. Entonces la vio en la linde del bosque, tocándose el morro con la pata y gimoteando. La cabeza se le había enganchado en lo que parecía un trozo de alambre de espino. Joey se quedó paralizada durante un momento, muerta de miedo y de asco. Trató de calmarla con palabras dulces mientras intentaba liberarla de los espinos metálicos.

La dificultad estribaba en mantener a la perra quieta para poder completar la tarea sin lastimarla aún más. Fue un proceso agónico. Cuando por fin lo consiguió, la cogió en brazos y fue corriendo a la casa de los McCormack.

Llamó a la puerta. Al cabo de lo que le parecieron horas, Ian abrió con aspecto malhumorado.

—Necesito un veterinario —dijo Joey de buenas a primeras.

—Dios santo —exclamó él.

—¡No sabía que hubiera alambre de espino en mitad del bosque! —dijo ella al borde de las lágrimas.

—Normalmente no —respondió Ian con calma. Se acercó más y tocó la cabeza de
Tink
—. Se les debió de quedar allí a los de las vallas.

—¿Y qué hago? No tengo coche.

—No lo necesitas. Pero sí tienes que calmarte.

Lily apareció detrás de su padre.

—¡Oh, no! —se lamentó, acercándose también.

—Pon un poco de agua a hervir, cariño —dijo Ian—. Y trae unas toallas.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Joey.

—Voy a limpiarle las heridas y a comprobar si hay que darle puntos. Necesitaré tu ayuda.

—¿Sabes lo que haces? —Lamentó sus palabras nada más pronunciarlas.

Lo vio tomar aire profundamente, tratando de controlarse.

—Sí, señorita Rubin. Sé lo que hago —contestó.

Un cuarto de hora después, Ian determinó que había terminado.
Tink
tenía un feo corte debajo del ojo izquierdo, pero no creyó que necesitara puntos. Lily puso en el suelo un recipiente con agua y la perra se lo bebió entero.

Aliviada como estaba al ver que
Tink
se encontraba bien, Joey se puso en evidencia llorando como una magdalena.

Ian respondió cruzando en silencio la habitación en dirección al aparador, sirvió tres dedos de whisky en un vaso y se lo entregó. Joey no sabía cómo darle las gracias. Había sido muy amable con
Tink
, y había ignorado los lloriqueos y exabruptos de ella para poder concentrarse en curar al pobre animal.

—Muchas gracias —barbotó Joey, limpiándose las lágrimas.

—De nada.

—No sé qué habría hecho si… Yo…

—Bébete el whisky —le indicó Ian.

Ella hizo lo que le decía. Lily estaba sentada junto al fuego, acariciando a
Tink
, que estaba claramente exhausta.

—Déjala aquí esta noche —propuso Ian—. Yo la vigilaré por si le pasa algo.

—No es necesario. Ya has hecho suficiente.

—Déjala aquí —repitió él con firmeza.

Joey miró a Lily, que asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo, bebiendo un último sorbo de whisky.

Joey vio una nota pegada con cinta adhesiva en la puerta de Ian cuando se pasó por la casa de éste a la mañana siguiente.

«En el establo de atrás. La perra bien».

Joey giró el pomo y vio que la puerta estaba abierta.

—¿Hola? —llamó. La única respuesta que obtuvo fue que
Tink
llegó trotando alegremente hacia ella, agitando la cola en el aire.

—¡Tesoro! —la arrulló, arrodillándose a su lado y cubriéndola de besos—. ¡Pobrecita mía!

Tink
parecía estar bien. Joey se fijó en que había un recipiente con agua hasta la mitad y otro con restos de comida al lado de la cocina. Cogió a la perrita en brazos y decidió que más tarde iría al pueblo a comprar una botella de lo que fuera para Ian. Se acercó al aparador y echó un vistazo a las botellas. Ella no solía beber —o no lo hacía antes de llegar a Inglaterra—, pero a él parecía gustarle el whisky escocés. Pediría a los de la tienda de licores que le aconsejaran uno bueno.

Una hora más tarde, con
Tink
despatarrada a sus pies, Joey se puso a trabajar. La primera etapa del desafío consistía en pasar por cada una de las habitaciones de Stanway House y pensar en los cambios que habría que llevar a cabo a grandes rasgos. Los espacios más amplios se dejarían prácticamente como estaban. Eran suntuosos, evocadores e irreemplazables, como la capilla, el vestíbulo de entrada o el antiguo refectorio donde comían los monjes. Habría, eso sí, que modernizar el cableado, barnizar el recubrimiento de madera de caoba y acuchillar los suelos, pero Joey quería cambiar lo menos posible.

Eso dejaba el resto de la casa: dieciséis dormitorios, doce cuartos de baño, una biblioteca, seis salones semiprivados, salón de desayuno, una enorme cocina, lavandería y una docena más de estancias que habían tenido diversos usos a lo largo de los siglos. De los edificios anejos a la mansión se ocuparían más adelante. Había un granero para los diezmos, un edificio de piedra antiguamente usado para almacenar la parte de la cosecha destinada a la Iglesia. Varios de los «pabellones para invitados» se encontraban en un lamentable estado y no recibían invitados desde hacía por lo menos cien años.

Estaba también el dormitorio de los monjes de Tewkesbury, un edificio de piedra alargado y sin adornos. Al ser una construcción independiente, que daba a un pequeño lago de lo más íntimo, podrían convertirlo en un fantástico lugar de retiro. El granero podía funcionar bien como sala para pequeñas fiestas privadas o bodas íntimas y podrían transformar los pabellones de invitados en propiedades de alquiler independientes. Todos ellos estaban lo bastante cerca del edificio principal como para poder utilizar sus servicios de cocina.

Pero en su excitación, Joey se estaba adelantando. Aún tenía que trazar un plan y trabajar todas las posibilidades de cada espacio de forma metódica a lo largo de los siguientes diez días. Una hora más tarde, había dividido las distintas estancias en ocho grupos y decidido que se ocuparía de una cada día, lo que le dejaría dos días completos al final para organizar sus hallazgos y propuestas, y empezar a informarse sobre los permisos de construcción y los materiales necesarios.

Decidió que empezaría con lo más grande y luego se ocuparía de lo pequeño. Lo que más le gustaba era decorar, pero ésa era la parte más fácil y divertida. Tendría que dedicarse a la parte complicada primero.

Trabajó sin descanso toda la tarde, parando sólo para sacar a
Tink
a dar un paseo. A las cinco había inspeccionado meticulosamente la cocina y redactado un borrador con sus propuestas. Con el tiempo, se habían llevado a cabo varias divisiones en la estancia para adaptarla a las necesidades de las distintas generaciones de Tracy que habían vivido allí. Diseñada originalmente para preparar cientos de comidas al día, en la actualidad era una cocina más íntima y personal, aunque con capacidad para atender las necesidades de una familia bastante numerosa.

Habría que quitarlo todo, a excepción tal vez de los armarios de suelo a techo con puertas de cristal que ocupaban las paredes de una amplia despensa aneja. Con respecto al espacio central, tendrían que volver a la idea original. Llamarían a un diseñador de cocinas industriales, pero con toda probabilidad, exceptuando los electrodomésticos modernos y los sistemas de ventilación y seguridad, el lugar tendría un aspecto muy similar al que tenía ciento cincuenta años atrás: mucho espacio libre para trabajar, materiales tradicionales en las encimeras a lo largo de las paredes, una mesa larga en el centro para hacer pan y dulces, o para servir los platos para un gran número de comensales.

Miró la hora. Las cinco y veinte. Había terminado el plan de trabajo que se había impuesto para ese día. Deseó que se le hubiera ocurrido pensar en la cena cuando pasó por una tienda para comprarse un sándwich después del baño. Quizá aún le diera tiempo a llegar antes de que cerraran para comprar lo básico y volver a casa en taxi. No necesitaba comida para diez días, pero sí pan para tostadas y café para desayunar.

El aroma llegó hasta su nariz cuando estaba cerrando la puerta. Era un olor extraño, sencillo y natural, pero que no era capaz de identificar. Era evidente que estaban cocinando alguna clase de carne en la casa del guardés, pero ¿qué clase? No era buey, ni tampoco cerdo ni pollo. Atravesó el sendero de grava repasando mentalmente las posibilidades. ¿Cordero? ¿Pavo? Algo muy inglés… ¿Ganso, tal vez? ¿Faisán?

—¡Joey!

Se volvió y vio a Lily en la puerta de su casa.

—¡Hola!

—¿Adónde vas? —quiso saber la chica.

—A comprar comida.

—¿Ahora? —preguntó Lily, incrédula.

Joey asintió.

—Debería haberlo pensado antes.

—La tienda no estará abierta a estas horas —le advirtió la chica, volviendo la vista para mirar a su padre.

»Si necesitas comida para la cena, el tío Angus viene a cenar y papá está preparando su especialidad… —Lily se volvió y gritó—: ¡Papá!

Ian apareció en la puerta.

—No sé cómo darte las gracias por lo que hiciste por
Tink
—dijo Joey.

Él le quitó importancia con un gesto.

—¿Qué tal está?

—Parece que bien. Dormida como un tronco.

Ian asintió.

—Me alegro.

—Está claro que sabías lo que hacías.

Él se encogió de hombros.

—Joey se queda a cenar —anunció Lily.

—¿Y eso?

—No tiene comida en la casa, papá —contestó la muchacha con exasperación—. ¡Y la tienda está cerrada!

—Soy consciente de eso, Lily —dijo su padre sin levantar la voz.

—No pasa nada, de verdad, no he venido a autoinvitarme a… —intervino Joey.

—¡Papá! —gimió Lily, como si Ian hubiera dicho algo—. ¿Qué quieres, que se muera de hambre?

Él miró a su hija como si se hubiera vuelto loca. Pero parecía que ya estaba decidido. Joey se quedaba a cenar. Así que entró, preguntándose si de verdad era buena idea. No dejaba de darle vueltas al episodio del lago entre Lilia y Gala. De nada servía negárselo. Era evidente que Ian le parecía atractivo y Lily era una chica muy vivaz. Pero a juzgar por la exagerada reacción de Lilia ante la mera sugerencia de que Ian pudiera estar disponible, la situación se complicaba bastante. Sería mejor que fuera con tiento.

—No hay nada como un invitado inesperado…

—Angus venía a cenar de todos modos. Te daremos algo que hacer —dijo Ian, lanzándole un delantal—. Trata a tus invitados como si fueran de la familia y a la familia como si fueran invitados. Es lo que solía decir mi madre. —Cogió un vaso y le sirvió un vino—. Siéntate allí.

Ella obedeció, mirando a su alrededor. Estaba claro que padre e hija pasaban la mayor parte del tiempo en aquella habitación. Había dos mullidos sillones junto a una estufa de leña y varios muebles sin puertas en los que se exhibía una variopinta colección de porcelana y tazas. Un sofá de superficie abollada lleno de cojines y cubierto con una manta tejida a mano dominaba toda la pared del fondo de la estancia.

—¿Qué estás cocinando? —preguntó—. Huele genial.


Haggis
.

—¿Y eso qué es?

—¿No sabes lo que son
haggis
? —inquirió Lily, sorprendida—. Me estás vacilando.

Joey negó con la cabeza.

—He llevado una vida protegida.

—Ya. En Nueva York —dijo Ian, con tono irónico.

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