—Aquí es donde se casó Aggie, ¿sabes?
—¿De verdad? ¿Se casó aquí?
—Bueno, en la capilla de la finca, pero la recepción se celebró en esa habitación de ahí.
Condujo a Joey por el vestíbulo de piedra y entraron en un enorme salón con paredes de ventanales divididos con parteluces.
Ella miró alrededor imaginando la escena: la estancia iluminada por cientos de velas en candelabros de mesa y pared, notas de música de cámara resonando en el cavernoso espacio.
—También se empleaba para recibir en audiencia en otra época —explicó Sarah con voz queda.
Joey recorrió la estancia, las suelas de sus zapatillas de correr chirriaban en el suelo. Majestuoso. No le costó imaginarse a Aggie deslizándose por aquella habitación con un precioso vestido, con las motas de polvo atrapadas en los rayos de sol que se colaban por la ventana.
—Hay gente que cree que da mala suerte.
—¿Qué da mala suerte? —preguntó Joey.
—Casarse aquí.
—¿De verdad?
Aquello no era una buena noticia. Joey sabía que Apex Group quería promocionar Stanway House como el lugar perfecto para celebrar bodas. Tenían en mente elaborar diferentes paquetes, desde alquilar la mansión entera con personal incluido durante el fin de semana, hasta una sencilla ceremonia con recepción en uno de los salones de menor tamaño. Lo de menor tamaño era un término relativo.
—¿Por qué? —inquirió.
—Por ahí corren varias historias raras. Como la de una pareja que se casó aquí hace unos años. Eran amigos de Alasdair Tracy. El primer marido de la novia murió en un accidente de coche y después ella conoció a ese otro hombre. Era un día precioso. Hacía sol y los invitados bebían champán en el césped del jardín. Entonces, justo al final de la recepción, la novia miró hacia la fuente donde se había congregado todo el mundo y vio el fantasma de su marido muerto. Allí mismo, de pie, mirando en silencio. Salió corriendo hacia él, pero cuando llegó hasta el espectro, éste desapareció. Y desde aquel día, vivió convencida de que el fantasma de su marido muerto vivía permanentemente con ella y su nuevo marido. Eran como un matrimonio de tres.
Joey miró a Sarah, pensativa, pero a pesar de sus esfuerzos prorrumpió en carcajadas.
—No te creerás ese cuento, ¿verdad? —dijo.
—¡Por supuesto que me lo creo!
—¿Aggie atravesó el canal a nado? —exclamó Joey sin dar crédito.
Sarah y ella habían dejado el coche en el arcén y paseaban por el sendero que se internaba en la espesura.
—¿No te lo ha contado ella? Tenía diecisiete años. Lo ha repetido dos veces más desde entonces.
«Eso explica muchas cosas», pensó Joey. Si lo hubiera hecho ella, habría gritado su hazaña a los cuatro vientos.
—En su primer aniversario —continuó Sarah casi sin aliento—, Richard, su marido, alquiló un yate y cruzaron el estrecho siguiendo exactamente la misma ruta que hizo Aggie a nado.
—Qué romántico.
—Era un hombre muy romántico. Todos lo son en la familia.
Pasaron por debajo de un arco formado por zarzas y ramas de árboles y salieron a campo abierto. Su amiga señaló con la mano hacia lo alto de una colina cercana.
Una alta torre gótica construida en piedra gris se elevaba hacia el cielo. A pesar de la distancia, Joey diría que equivalía a tres pisos de alta. Varias torretas adornaban el parapeto semidestruido, en una de las cuales ondeaba un colorido estandarte.
—Increíble —exclamó.
—Tiene más de doscientos años.
—Parece sólida como una roca. —Joey echó a correr colina arriba—. Me parece asombroso lo bien que entendían los constructores de la época los materiales de que disponían, la física del trabajo, el impacto de las condiciones ambientales a las que estaban expuestas construcciones como ésa. Eran unos genios.
Sarah la seguía lo más de prisa posible.
—Henry me trajo aquí un par de semanas después de que llegáramos a Londres —le contó—. Fue ahí arriba donde supe que estaba enamorada de él —dijo, señalando la torre—. Y de Inglaterra.
—¿Quién la construyó? —la interrogó Joey cuando llegaron a la pesada puerta.
—El sexto conde de Coventry.
Para sorpresa de Joey, pudieron abrir y entrar en la torre.
—¿Y la dejan abierta? —inquirió Joey.
—Aggie ha hecho una llamada. Oficialmente, está cerrada hasta abril.
—¿Para qué se utiliza? —preguntó ella—. ¿Como mirador?
—La prometida del conde vivía a muchos kilómetros de distancia —explicó Sarah—. Así que la hizo construir para que, durante el tiempo que estuvieron comprometidos, la joven pudiera ver desde su casa el fuego que él encendía en la parte superior. Era su forma de decirle que estaba pensando en ella.
Joey se quedó mirando la piedra de la edificación, la madera pulida. Sarah se dirigió hacia la escalera de caracol que conducía a lo más alto de la torre y ella la siguió.
—Y mientras la muchacha estaba en otro condado, mirando el fuego a lo lejos, encerrada en la casa de su padre, él vivía sus últimos días de soltero montándoselo con todas las guapas doncellas —expuso Joey.
Sarah se detuvo en mitad de la escalera y se volvió con los ojos entornados.
—Qué cínica eres.
—No, no lo soy —respondió ella con una sonrisa.
—Llevas demasiado tiempo viviendo en Nueva York.
—¡Y tú llevas demasiado viviendo en Camelot!
Su amiga la miró con ironía y siguió subiendo hasta que llegaron a una sala grande, espléndidamente amueblada.
—Ésta es la sala Morris —explicó con pomposidad. Y, dirigiéndose sin más hacia la puerta que había en el extremo opuesto, añadió—: Se llama así en honor a William Morris, el escritor y dibujante. Utilizó este sitio como retiro campestre y se inspiró para alguno de sus mejores trabajos. Deberías ver sus dibujos: fue uno de los prerrafaelitas más importantes…
—Sé quién es William Morris, Sarah —dijo Joey, tratando de contener su irritación.
—¿Ah, sí?
—Fui a la facultad. Se pueden comprar tarjetas con sus motivos prácticamente en cualquier papelería. Todavía se hacen papeles pintados con sus dibujos.
—Es verdad, perdona… —Sarah abrió la puerta del balcón y la llamó—. Mira, desde aquí se ve todo el condado.
Joey atravesó la estancia y se detuvo junto a ella. Ante sus ojos se extendían caminos sinuosos y hondonadas, verdes prados y árboles de follaje color carmesí, serpenteantes arroyos que partían en dos el paisaje y lo que, desde aquella altura, parecían pueblos de juguete alojados en la falda de las colinas.
—Bonito, ¿eh? —Sarah entrelazó el brazo con el suyo y la atrajo hacia sí—. Henry me trajo justo a este balcón. Llevaba aquí un par de semanas, echaba mucho de menos Nueva York, te echaba de menos a ti.
El viento les azotaba las mejillas y humedeció los ojos de Joey mientras miraba las suaves depresiones del terreno.
—Yo también te echaba de menos —contestó, absolutamente consciente de que se quedaba muy corta. Desde que ella y sus padres se mudaron al apartamento cuando Joey tenía cuatro años, Sarah había sido como la mitad de su ser. Exceptuando las dos semanas en verano que Joey pasaba en un campamento y las dos que Sarah pasaba en la costa de Delaware, no se separaban prácticamente para nada.
Después, cuando Joey heredó el apartamento, su amiga simplemente se fue a vivir con ella, cocinando para las dos platos deliciosos que lo llenaban todo de olores caseros. Y cuando Sarah se fue a vivir a Londres definitivamente, Joey se pasó días vagando como alma en pena por la casa, llorando inconsolablemente. Perderla había sido casi tan duro y desconcertante como perder a su madre.
—Estábamos justo aquí —continuó Sarah—. Henry me contó la historia del conde enamorado y yo le pregunté: «¿Harías tú lo mismo por mí, Hens?».
—¡No! —dijo Joey, fingiéndose escandalizada—. Nunca le preguntes a un hombre algo así. Te mentirá o te responderá algo que no quieres oír.
—¿Quieres callarte y escuchar?
Joey sonrió de oreja a oreja y volvió la cara nuevamente hacia el viento.
—«No», me contestó él, así sin más. «No lo haría…».
—Te lo he dicho —se jactó Joey.
—«Porque me niego a estar tan lejos de ti. Jamás. No vuelvas a Nueva York, por favor. Quédate. Y cásate conmigo».
Joey negó con la cabeza, sonriendo.
—¡Desde luego, eres de piedra! —exclamó Sarah.
Ella soltó una carcajada, se separó de Joey y salió al balcón.
—La mayoría de las personas a las que les he contado esta historia creen que es lo más romántico que han oído nunca.
—La mayoría de las personas a las que les has contado esta historia son paletas de pueblo. Con maridos que no las llevaron a lo más alto de una torre para convencerlas antes de hacerles la gran pregunta. —Y se rió.
Por un momento, pensó que Sarah estaba riéndose también, pero cuando se volvió a mirarla, se dio cuenta de que su comentario no le había hecho ni pizca de gracia.
—¿Crees que Henry sintió que tenía que halagarme, que tenía que contarle a la excéntrica americana una historia bonita antes de…? —Sarah dejó el resto de la pregunta en el aire.
—No, no estoy diciendo eso. Es sólo que, bueno, Henry es abogado. Sabe cómo presentar los hechos.
Sarah la miró con cara de pocos amigos.
—A veces no te entiendo, Jo. Eres tu peor enemigo.
Y de repente dio media vuelta y entró en la torre.
—¿Qué quieres decir con eso?
Su amiga se detuvo y se volvió.
—La gente no te merece ningún crédito. Siempre te estás cuestionando los motivos que tienen para hacer esto o lo otro, como si no pudieras imaginar que alguien sea capaz de hacer algo sencillamente por bondad humana o generosidad de espíritu.
Y, dicho esto, giró sobre sus talones y se alejó.
—¡Sarah! —gritó Joey, siguiéndola—. No era mi intención criticar a Henry. ¡Yo quiero a Henry! —De repente, un oscuro pensamiento se le pasó por la cabeza—. ¿Van bien las cosas entre vosotros?
Sarah se detuvo y la miró a los ojos.
—Más que bien. Esto no tiene nada que ver con él. Ni conmigo.
—Entonces, ¿con qué tiene que ver?
—¡Contigo! —le espetó Sarah—. Quiero que seas feliz.
—¿Crees que yo no quiero serlo?
—Quiero verte… con alguien. Y no lo pones nada fácil.
Joey sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. ¿De verdad iba a tener que decirlo con palabras? ¿Es que Sarah no era capaz de entender lo que había sufrido en los últimos seis meses?
—Él me dejó a mí —dijo.
—Lo sé. Entiendo por lo que has tenido que pasar. Pero si te escudas tras un muro frente a todo gesto de buena voluntad o cumplido inocente, quizá asustes al hombre perfecto para ti.
—Ya tuve al hombre perfecto para mí —insistió ella.
—No, eso no es cierto —repuso Sarah con voz queda.
Hicieron el trayecto hasta los establos Snowshill en silencio. Joey se las había vuelto a ingeniar para disgustar a su amiga, aunque lo había hecho sin querer. Contemplando el paisaje desde la ventanilla, tuvo que reconocerle a Sarah que no era difícil ser romántico cuando uno vivía rodeado de colinas, árboles y prados tan llenos de vida que parecían sacados de un libro infantil.
Era evidente que Sarah se había dejado influir por la belleza natural del paisaje. ¿Quién no lo haría? Su vieja amiga no había desaparecido. En algún lugar de la jovial y competente «mamá» inglesa tenía que estar la «Sarah neoyorquina», la que se sentaba con ella en pijama a burlarse de las empalagosas películas de amor que ponían por la noche en la tele mientras se quitaba los restos de cacahuete que se le quedaban enganchados en el aparato de la ortodoncia. Echaba de menos a aquella persona. No se había dado cuenta de cuánto hasta que llegó a Inglaterra y se encontró no con la Sarah de siempre que ella esperaba, sino con una persona totalmente distinta.
Dejaron el coche en el aparcamiento de los establos, donde los niños llevaban practicando equitación toda la mañana. El viento había arreciado, arrastrando con él unas amenazadoras nubes sobre las pistas de obstáculos. Joey llevaba toda la mañana temiendo que llegara ese momento. Habría dado lo que fuera por haber podido librarse. Dejando al margen a
Tink
, que seguro que a esas horas estaría empezando a ponerse nerviosa en Stanway House, a Joey no le gustaban demasiado los animales, ni tampoco pasar el rato viendo montar a caballo a unos niños pequeños con un frío espantoso.
Siguió a Sarah con el entusiasmo de quien va al dentista a que le maten un nervio. Se abrieron paso entre las hordas de padres y abuelos, todos bien abrigados para protegerse del frío. Se dio cuenta de que sólo unos pocos parecían contentos. Obviamente no era la única que habría preferido quedarse en un sitio cerrado, con un té bien calentito, o algo más fuerte, y un buen fuego.
Mientras los diminutos jinetes hacían pasar por los obstáculos a sus potros y caballos, se percibía una alarmante tensión en el ambiente. No se veía capaz de mirar cómo unos críos que no parecían tener más de cuatro años se aferraban para no caerse, mientras sus monturas avanzaban al paso o al trote y saltaban obstáculos. Miró a los espectadores que tenía a su alrededor casi esperando que se produjera algún leve altercado que suavizara un poco aquella opresiva tensión. Pero parecía que la gente se contenía únicamente por una cuestión de buena educación.
—¡Henry! —llamó Sarah al divisar a su marido al fondo de la pista.
Agarró a Joey de la mano y la llevó a rastras a través de la marea humana hasta Henry. A ella le dio vergüenza que la arrastrara como si fuera uno de sus hijos, pero no protestó.
—No nos lo hemos perdido, ¿verdad? —preguntó Sarah, escudriñando los rostros de los niños, vestidos con sus pantalones de jinete y sus cascos—. Chris va a hacer el recorrido de dos minutos, seis segundos —le explicó a Joey, tras localizar a su hijo al otro lado de la barrera—. Matilda y Timmy probarán suerte en el recorrido mini.
Henry se agachó y sacó una pancarta casera con los nombres de los niños. A Joey, eso se le antojó bochornosamente hortera y partidista. ¿No se suponía que los adultos tenían que animar a todos los niños y no sólo a los propios?
—¡Aplástalos, Chris! ¡Puedes hacerlo! —gritó Henry.
—¡Eres el mejor! —coreó Sarah—. ¡Eres el mejor!
Joey miró a su alrededor, incómoda, y retrocedió un par de pasos mientras Henry y Sarah continuaban animando a sus hijos a grito pelado. Ella se habría muerto de vergüenza si le hubieran hecho algo así cuando era pequeña. Entre los gritos y la pancarta no la sorprendería que los niños se negaran a volver a casa en el coche con sus padres. En un momento dado, cuando Sarah gritaba tan apasionadamente que parecía que le fuese a estallar una vena, Joey se escabulló entre la multitud y buscó sitio en alguno de los bancos más cercanos a la zona cerrada del establo.