Joey negó con la cabeza, incrédula.
—No lo dirás en serio.
—Totalmente. Antes me preguntaba si no me casé con Richard para huir de él. Dejé de nadar. Estuve sin meterme en el agua durante años. Pero ahora me doy cuenta de lo mucho que aprendí de aquel narcisista. Aprendí a diferenciar entre un hombre que me amó por motivos personales y uno que me amó por lo que yo era. A Richard no le importaba lo que hiciera o dejara de hacer. Lo que le importaba era la persona que yo era.
—Pero volviste a atravesar el Canal dos veces más. ¿Qué te llevó a meterte en el agua de nuevo?
—Mis amigas.
—¿Las mujeres con las que nadas ahora?
—Las mismas —respondió Aggie con una sonrisa.
Joey había dado por supuesto que Sarah y su familia pasarían todo el fin de semana en Benbrough House y que, de un modo u otro, la incluirían en los planes que tuvieran para cenar, ya fuera en casa de Aggie o en un restaurante. Pero en cuanto concluyó la prueba de saltos, Henry y Sarah metieron a toda su prole en su Range Rover para las dos horas de viaje de vuelta a Londres. Sarah le había explicado que habían pasado casi todos los fines de semana en el campo desde octubre y que Henry y ella tenían planes en la ciudad para el domingo. Pero Joey no sabía si creerlo. No podía quitarse de encima la sensación de que su repentina marcha estaba más relacionada con la tensión existente entre las dos.
—Lo siento —le susurró, cuando Sarah se volvió para darle un abrazo de despedida.
—Yo también. Lamento haberme puesto así.
—No quería molestar —explicó Joey—. Era un momento familiar. No quería inmiscuirme.
El semblante de su amiga se ensombreció aún más. Negó con la cabeza.
—¿Qué? —preguntó Joey—. ¿Qué ocurre? —Se sintió más frustrada que nunca al ver que Sarah no respondía de inmediato—. Me da la impresión de que no hago nada bien. Te molestas diga lo que diga. Lo hago todo mal.
—Siempre has sido como una hermana para mí —contestó Sarah con voz titubeante—. Mi única hermana. Creía que yo era lo mismo para ti. Si eso no es ser de la familia, no sé qué es.
Se abrazaron con fuerza, conscientes las dos de que aquél no era el momento ni el lugar de resolver los problemas que hubiera entre ellas. No con el coche lleno de niños hambrientos, que no paraban de pelearse y un marido ansioso por ponerse en camino.
—Te llamaré —dijo Sarah mientras se metía en el coche y cerraba la puerta.
Joey asintió y los despidió con la mano hasta que se perdieron de vista. Después aceptó que Aggie la acercara en su coche hasta Stanway House.
El lunes, a las nueve y media de la mañana aproximadamente, Massimo llegó en su Fiat. Joey estaba deseando que llegara el momento de reunirse con él, no sólo porque el domingo había terminado siendo un día largo y solitario, sino porque se le habían ocurrido muchas buenas ideas que quería comentar con el contratista.
Tendría que ir a Londres un día de la semana siguiente para reunirse con la compañía de relaciones públicas que iba a ocuparse de la campaña de marketing, y la habían estado presionando para que resolviera qué quería hacer con el asunto de la suite Barrie; ofrecer la oportunidad de hospedarse en la habitación del escritor era una parte vital en la campaña. El problema era que Joey no sabía cuál era esa habitación.
El sábado por la noche, ya tarde, decidió que el trabajo era el mejor antídoto para la confusión y la tristeza que le estaba causando su reencuentro con Sarah y había estado investigando sobre J. M. Barrie en Internet y leyendo cosas que se había llevado de Nueva York.
Peter Pan
era uno de sus libros favoritos de siempre, pero hasta ese momento no se había dedicado a investigar realmente sobre el hombre que se ocultaba tras el texto. Descubrió que James M. Barrie vivía solo. Que únicamente se casó una vez y el matrimonio duró poco. Que vivía en un mundo rebosante de imaginación, amor, ternura y amistad. La suya había sido una vida que realmente había merecido la pena vivir.
Entre sus amigos estaba sir Arthur Conan Doyle, a quien conoció cuando estudiaban en la Universidad de Edimburgo, mucho antes de que ambos se convirtieran en escritores famosos. Por casualidad, terminaron pasando mucho tiempo en los Cotswolds y Conan Doyle entró a formar parte del equipo de críquet de Barrie. Una vez, éste recibió el encargo de escribir una opereta, pero se puso enfermo. Estaba desesperado y deseoso de entregar el trabajo, así que le pidió ayuda a su amigo. Conan Doyle acudió a su llamada de inmediato y lo ayudó a terminar el encargo. Se titulaba
Jane Annie or the The Good Conduct Prize
.
A pesar de ser obra de dos de los escritores más importantes en lengua inglesa, fue un completo desastre. George Bernard Shaw escribió una crítica feroz en la que la calificó de «¡el más desvergonzado cúmulo de tonterías que dos ciudadanos respetables podrían haberse permitido en público!». Sin embargo, varios años más tarde, Barrie, que era un hombre con un gran sentido del humor, compensó a Doyle por su ayuda incondicional haciéndole un regalo muy especial: una parodia de Sherlock Holmes, titulada
The Adventure of Two Collaborators
. El argumento iba de dos hombres que le pedían a Sherlock Holmes que resolviera un misterio: por qué su opereta no había sido un gran éxito.
Conan Doyle escribió una vez que Barrie era un hombre «que lo único que tiene pequeño es el cuerpo». Joey no sabía que Barrie había sido tan bajito, de sólo un metro cincuenta y cinco. ¡Normal que pareciera el niño que nunca creció! Cuantas más cosas descubría sobre James M. Barrie, más le gustaba. Había querido mucho a sus amigos, que se convirtieron en su familia. Joey no pudo evitar pensar en Sarah. ¿Llegarían a tener ellas lo que Barrie y Conan Doyle tuvieron, una amistad que duró toda la vida?
Hacia las tres de la tarde, Joey decidió ir al lago dando un paseo. Quería volver a nadar con las ancianas. Casi sin darse cuenta, estaba doblando su ropa en el banco de la caseta y ajustándose los tirantes del viejo bañador rojo.
Se envolvió con una toalla alrededor y se dirigió a la orilla del lago. Las mujeres estaban sentadas en una manta sobre la hierba. Se sentó con ellas. Meg le sirvió una taza de té y se la dio. El sol del mediodía era inusualmente cálido para la época. Una fina capa de vaho brotaba de la superficie del agua.
—¿Hoy no hay hielo que romper, Gala? —preguntó Joey.
Gala la miró y negó con la cabeza.
Joey se bebió el té mientras las escuchaba hablar sobre cierto viudo del pueblo, un tal señor Walmsley, al que habían visto en compañía de una mujer veinte años más joven.
—¡Treinta! —chilló Viv.
—Quizá era su sobrina —sugirió Meg.
Lilia suspiró exasperada.
—Sinceramente, Meg, a veces creo que tienes menos cerebro que una hormiga.
—Las hormigas son muy inteligentes —respondió la otra—. ¿Has leído algo de E. O. Wilson?
—No —contestó Lilia.
—Pues deberías —repuso Meg con voz queda—. Cambiarías de opinión con respecto a las hormigas.
—No quiero cambiar de opinión —se empecinó su amiga—. Sé todo lo que tengo que saber sobre ellas.
—Que es muy poco, obviamente —añadió Meg.
Joey miró a las demás y las vio sonreír. Por lo que llegó a la conclusión de que ese intercambio de pullas debía de ser algo habitual.
—Hoy hace mejor día, ¿no? —dijo.
—Es como en mil novecientos sesenta y nueve —comentó Aggie, mirando a las demás—. ¿Os acordáis?
—Pues claro —respondieron Gala y Viv.
—Fue el mes de enero más cálido registrado hasta la fecha —explicó Lilia.
—Se me murieron todas las orquídeas —añadió Aggie—. A una no se le olvida un invierno así.
—Yo por lo menos pienso aprovechar que no se está formando hielo —anunció Gala—. Y como mejor se está es sin nada, pienso meterme sin bañador.
—Y yo —dijo Viv—. Un momento.
Joey se temió que Gala y Viv fueran a desnudarse allí mismo, pero las dos se levantaron y se dirigieron a la caseta.
—Estoy de acuerdo con ellas —convino Aggie, que sí procedió a quitarse el bañador allí mismo—. Joey, querida, un día como éste es un regalo. Ya verás cómo notas el agua mucho más caliente.
—Pero es que anoche el lago estaba congelado —respondió ella con cierto recelo.
—Eso era anoche —dijo Meg, que también había empezado a quitarse el bañador—. Hoy es hoy. Es muy poco profundo. Se calienta muy de prisa.
Gala y Viv regresaron trotando suavemente envueltas en sendas toallas de gran tamaño. Aggie y Meg se habían quitado los bañadores y Lilia estaba bajándose los tirantes. Todas miraron a Joey sonriendo. ¿Se quitaría el horrible bañador para meterse desnuda con el resto?
Decidió que sí. Se desnudó con cierta timidez y se unió a la procesión de pálidos cuerpos femeninos en dirección al agua.
—Hoy no se te ocurra darnos otro susto —le advirtió Meg, mientras una a una se tiraban desde el muelle—. Máximo quince minutos.
—De acuerdo —dijo Joey antes de zambullirse.
Tenían razón. El agua estaba tan caliente que le costaba creer que estuviera nadando en el mismo lugar. Corrientes y bolsas cálidas le acariciaban el cuerpo mientras recorría el lago. De nuevo se sintió rejuvenecida y sosegada. Notó cómo se le tensaba la piel y un hormigueo la recorría mientras una oleada de energía inundaba su cuerpo, como si el lugar fuera eléctrico y la recargara de energía.
Sentía la fuerza en los brazos y las piernas mientras nadaba crol. Se sumergió por completo y se impulsó con fuerza entre las corrientes de agua fría y más cálida, abriendo los ojos en la inmensidad pardusca. Cuando emergió a la superficie, el sol brillaba sobre su cabeza. Flotó de espaldas, contemplando el cielo despejado y se sintió en paz, en calma.
De repente, se acordó de su madre.
«Está aquí», sintió con toda certeza. El cementerio de Mount Carmel, con su verja de hierro oxidada y los tristes ramos de flores de plástico que ponía la gente que no podía permitirse mantener las tumbas adornadas con flores frescas, de repente se le antojó irrelevante. Su madre estaba allí, con ella, con el sol, el viento, el agua y la refrescante y suave brisa.
Se volvió y escudriñó la superficie del lago. Aggie, Lilia, Meg, Gala y Viv chapoteaban juguetonamente como niñas. Nadó en su dirección, cinco ancianas que hasta hacía sólo unos días eran unas desconocidas totales para ella. ¿Cómo podía explicar el efecto que habían tenido y lo importantes que ahora eran para ella? No tenía sentido.
Joey era una chica independiente y trabajadora de Nueva York. No era religiosa ni filosófica. Su forma de pensar era lógica, concreta, tan sólida y resistente como los rascacielos de su ciudad natal. Si alguien le hubiera hablado de ángeles, se habría reído en su cara. Hasta ese momento.
—¿No es fantástico? —gritó Aggie mientras se le acercaba.
—¿Seguro que no hay ningún hombre por aquí? —gritó Joey.
—Ninguno. ¡Nunca! —chilló Gala—. ¡Somos libreeeees! —Se sumergió y reapareció junto a ella.
Joey asintió con entusiasmo. Como americana que era, siempre había dado la libertad por sentada. Pero la palabra parecía tener un significado especial para Gala.
—No todo el mundo quiere librarse de los hombres, Gala —dijo Lilia, que también se les había acercado—. Muchas mujeres se sienten cómodas dejándose cuidar y siendo buenas compañeras para aquel a quien aman.
—Tal vez sí —replicó Meg—. Desde luego, en algunos casos es una alternativa más sencilla. La libertad puede resultar muy solitaria. Se paga un precio muy caro por mantener la independencia.
—¿Más caro que renunciar a ella? —preguntó Viv.
Todas tenían que agitar las piernas para mantenerse a flote. Joey pensó que sería mucho más lógico continuar la conversación en tierra firme, pero no pensaba ser ella quien lo sugiriera.
—Pensad en nuestras familias —propuso Aggie con tono razonable—. Si cada mujer hiciera lo que le viniera en gana, no habría familias, ni niños.
—¡Claro que los habría! —sostuvo Meg—. ¡Habría millones de niños! ¡Y nadie que se ocupara de ellos! ¡Sus madres estarían ocupadas fabricando más! —exclamó, riéndose con picardía.
—Bueno, eso es lo que hacen los hombres, ¿no? —dijo Aggie—. Plantan la semilla y nos dejan el resto a nosotras. No todos los hombres, claro, pero a lo largo de la historia…
—Richard no era así —la interrumpió Gala.
—No, no lo era —convino Aggie—. Él habría hecho cualquier cosa por mí y yo habría hecho cualquier cosa por él.
—¿Cualquier cosa? —terció Meg—. ¿Lo que fuera? ¡A mí eso me suena a esclavitud!
—¡Meg! —exclamó Aggie—. ¡Nunca fui y nunca sería esclava de nadie, familia o amigo, palabra u opinión! —Miró a su amiga desconcertada—. ¿Cómo puedes pensar algo así de mí?
—Tú eres esclava de tu trabajo, Meg —intervino Lilia—. ¿Dónde queda tu libertad?
Lejos de sentirse ofendida, la otra se echó a reír.
—Yo elijo libremente ser esclava de mi trabajo. ¡Ahí lo tienes!
Joey observaba y escuchaba, pero no tenía intención de meterse en aquel avispero. ¡Aquellas mujeres no tenían pelos en la lengua!
—¿Estás casada, Joey? —preguntó Viv de pronto.
Ella negó con la cabeza.
—Aún no —habló Aggie con dulzura.
—Trabajo muchas horas —explicó Joey, confiando en que la respuesta sirviera para cambiar de tema.
—Eso no es una excusa —terció Gala—. Ya sabes lo que decía Freud: todo el mundo necesita trabajo y amor.
—¡Freud no dijo tal cosa! —protestó Viv.
—¡Claro que sí! —replicó Gala con vehemencia.
—Salí con alguien —dijo Joey con voz queda—. Pero no funcionó.
—¿Culpa suya o tuya? —inquirió Meg sin andarse por las ramas.
—No lo sé —respondió ella—. Supongo que no lo hice muy feliz. O no lo bastante feliz.
—Nadie puede hacer feliz a una persona que no es feliz consigo misma —opinó Viv—. Por eso fracasan tantos matrimonios.
—¿De verdad? —preguntó Meg con una sonrisa de oreja a oreja—. Mira por dónde lo sabes todo. Deberías escribir un libro.
—Sí que debería —respondió Viv alegremente.
—Estoy de acuerdo con ella —convino Gala.
—No digo que las parejas casadas no puedan ser felices juntas, que no puedan darse mutuamente alegría, consuelo y seguridad, lo que digo es que ninguna persona puede curar la infelicidad fundamental de otro ser humano.