Bebió un sorbo de vino.
—No estoy diciendo que no hubiera cosas buenas en sus vidas. Pero su infancia… —Se interrumpió y negó con la cabeza—. Te cuento esto porque, bueno, porque Henry se enfrentó a la paternidad con una sólida opinión al respecto.
—¿Qué opinión?
—Resumiendo, que sus hijos tuvieran una infancia totalmente opuesta a la que tuvieron sus hermanos y él.
—Vaya —comentó Joey en voz baja.
—No pasa nada. Richard y yo lo hicimos lo mejor que pudimos. Pero Henry quería ser un padre distinto.
—Y que Sarah fuera una madre diferente —añadió Joey, comprendiendo de repente.
—Sí. Así que yo tengo parte de la culpa de esa distancia entre ella y tú de la que hablas.
—¡No puedes echarte tú la culpa!
—No lo hago, pero Sarah es una chica lista, ambiciosa, una empresaria estupenda, muy despierta. Y si yo hubiera sido una madre mejor para Henry cuando era pequeño, tal vez no habría sido tan importante para él que sus hijos tuvieran una madre que se dedicara en cuerpo y alma a satisfacer todas y cada una de sus necesidades. Pero lo ha hecho; Sarah ha cumplido de sobra y, como resultado, son cuatro de los niños más felices que he visto en mi vida. Pero su madre es la que ha pagado por ello.
Joey se sintió de repente triste y avergonzada por haber sido tan crítica con su amiga. Nunca se le había ocurrido pensarlo así.
—Lo que intento decirte, querida —continuó Aggie—, es que, si eres paciente, creo que podréis recuperar vuestra amistad. Los niños no siempre serán pequeños. Y Henry entiende lo que Sarah ha hecho por él, por ellos. Llegará el día en que vuelva a ser dueña de su tiempo y de su libertad. Y creo que entonces querrá compartir parte de él contigo.
Joey iba a responder cuando llamaron a la puerta.
—¿Sí? —dijo Aggie.
La puerta se abrió y apareció Anna, nerviosa.
—Madam, tiene visita.
Se echó a un lado y apareció Lily, desaliñada y con signos de haber llorado.
—¡Lily, cariño! —exclamó Aggie, echando la silla hacia atrás—. ¿Qué haces aquí?
—¡Odio a la abuela! —contestó la chica entre sollozos, corriendo hacia Aggie, arrodillándose junto a su silla y apoyando la cabeza en el regazo de la mujer.
—Gracias, Anna —dijo Aggie—. Puedes irte.
El ama de llaves asintió y se retiró.
—¡Y a mi padre! —continuó Lily. Levantó la cabeza un poco para saludar a Joey—. Hola —agregó, apesadumbrada.
—Hola, tesoro —respondió ella.
Joey se levantó y fue a buscar otro sillón para acercarlo al fuego. Lily se derrumbó en él.
—Venga, venga —la animó Aggie con ternura, acariciándole el pelo mientras ella derramaba una dramática profusión de lágrimas.
Joey no dudaba de que Lily debía de sentirse horriblemente mal, como si todo el mundo la hubiera traicionado. Pero también se podía atisbar en su melodramática actuación a la naciente actriz en una apasionada y persuasiva actuación. Al final, la chica sorbió por la nariz y se recostó en el sillón.
—¿Has comido, cariño? —preguntó Aggie.
Lily echó un vistazo a los platos.
—No tengo hambre —repuso con gesto mustio, mirando el pescado.
—¿Seguro? ¿Te apetecería una taza de chocolate caliente? ¿Un trozo de tarta?
La muchacha se iluminó ligeramente al oír las sugerencias, así que Aggie hizo sonar una campanilla.
—¿Sabe tu padre que estás aquí, Lily? —le preguntó.
—No. Y no me importa. Que se preocupe —soltó Lily con dura determinación.
—No lo dices en serio —dijo Aggie con ternura.
—Claro que sí. Son horribles los dos. La abuela es desagradable y está siempre enfadada y papá hace todo lo que le dice. Como si sólo ellos hubieran perdido a mamá. ¡Yo también la perdí y no voy por ahí haciéndole la vida imposible a los demás!
—No —convino Aggie con calma—. No lo haces. Eres la única que se está comportando de forma adulta.
Sorprendida y en cierto modo exonerada, Lily sonrió por primera vez. Pero en seguida se puso seria de nuevo.
—¿No podrías hablar con ella, Aggie? Sé que eres su mejor amiga. ¿No podrías hacerla entrar en razón?
—¿Por eso has venido?
Lily asintió con la cabeza. De repente, parecía una niña pequeña, muy vulnerable.
—Lo he intentado, querida. Todas lo hemos hecho. Pero lo haré de nuevo por ti.
—Gracias. —La chica se volvió entonces hacia Joey—. La abuela ha sido muy desagradable contigo. Me han dado ganas de darle una bofetada.
—Me alegro de que no lo hayas hecho —confesó ella, arrancándole otra pequeña sonrisa.
—¡Papá te necesita, Joey! ¡Los dos te necesitamos! —Lily trató de contener las lágrimas—. La casa es tan deprimente… Él es tan deprimente… No puedo soportarlo más. Desde que llegaste está diferente, más contento. Yo había pensado que, tal vez… Lo pasamos tan bien cuando viniste a casa y cuando fuimos a Londres que…
Empezó a sollozar de nuevo. Aggie buscó la mirada de Joey, afligida al ver así a la chica.
—Voy a por un pañuelo —anunció Aggie, saliendo al pasillo.
Lily se volvió hacia Joey.
—Llévame a Nueva York contigo, por favor.
—Cariño, tienes que ir a clase. No estás preparada para…
—Quiero ir a Julliard. Dispongo de mi propio dinero. Mi madre me dejó una herencia y puedo utilizarla cuando quiera. Dormiré en el sofá. Y te pagaré un alquiler.
—Oh, Lily, cuando termines el colegio, si todavía quieres ir a Nueva York, te recibiré con los brazos abiertos…
—Pero ¡yo quiero irme ya! Cuando tú vuelvas.
Ella negó con la cabeza.
—Eso no es posible, cariño.
—¿Por qué no? Sé cuidar de mí misma, no tendrás que preocuparte por mí. Te pagaré.
—Julliard es como la universidad. Has de pasar una audición para entrar y la competencia es feroz. No es llegar y besar el santo.
—¿Ni pagando? —planteó Lily, alicaída.
—No sería una escuela tan fantástica si se pudiera entrar sólo con firmar un cheque. Tienes que prepararte para la audición y aprender a analizar obras de teatro. Tienes que desearlo de verdad…
—Pero ¡si lo deseo!
—Ya lo sé. Pero no estás preparada. Yo puedo intentar ayudarte, si quieres. Y si te aceptan, mi sofá es tu sofá.
—¿De verdad?
—De verdad —respondió Joey con una sonrisa.
Lily iba por el segundo trozo de tarta cuando sonó el timbre.
—¿Te importa ocuparte tú? —le preguntó Aggie a Joey, mirándola de un modo muy significativo.
—Claro —accedió ella, levantándose y saliendo al pasillo.
Simon llegó antes a la puerta. Ian estaba en el umbral, con las manos en los bolsillos y el cejo fruncido. Entró en la casa.
—Gracias —le dijo Joey al mayordomo—. Hola, Ian.
—¿Qué haces tú aquí?
—Aggie me ha invitado a cenar. Supongo que ha sido ella la que te ha llamado.
—Sí. Y espera a que le ponga las manos encima a esa pequeña…
—¡Ian!
—¿Dónde está?
—Espera, por favor.
Él miró alrededor, como esperando ver a Lily por alguna parte.
—No puedo creer que haya venido hasta aquí. ¿Cómo se le habrá ocurrido…?
—Quiere que Aggie hable con Lilia. Sabe que son muy amigas, tampoco es tan extraño.
—¿Hablar con ella de qué?
Joey vaciló un momento. Quería hablarle sin rodeos, pero no sabía si tenía derecho a hacerlo. Se conocían desde hacía poco y lo que quería decirle era el tipo de cosa que sólo amigos que se conocían muy bien se atreverían a decir. Y ella no lo estaba haciendo muy bien con sus amigas de siempre.
—No sé si debería decir esto —admitió.
—¿Decir qué?
Joey lo miró a los ojos, los mismos que la noche anterior la habían mirado con tanta calidez, pero que ahora la contemplaban con frialdad y dureza. Negó con la cabeza.
—No importa.
—¿Decir qué? —repitió él con más énfasis.
—No es asunto mío —respondió Joey.
—¡Di lo que tengas que decir! —exclamó Ian con dureza.
Ella se cruzó de brazos y apartó la vista.
—Está bien —convino con voz queda, mirándolo de nuevo. Inspiró profundamente mientras él esperaba.
—Yo no soy madre —comenzó a decir—, así que no sé mucho sobre cómo criar a un hijo. Pero sí sé algo sobre chicas adolescentes porque yo también he pasado por ahí.
—¿Y qué quieres decir con eso? —la apremió.
—Que no es feliz, Ian. Y quiere ser feliz. Y que tú también lo seas.
—Es más fácil decirlo que hacerlo.
—Pero ¡tienes que intentarlo! —le espetó Joey—. Si no por ti, hazlo al menos por ella. Vas a perderla porque no puede seguir así.
—¿Así cómo?
—¡Viviendo con un fantasma! Viviendo con la sombra del hombre que fue su padre. Bastante difícil es para ella haber perdido a su madre. Siente que también te ha perdido a ti.
—¡Hago todo lo que puedo! —exclamó él—. No te haces una idea.
—Ya sé que no.
Fue como si Ian se encogiera ante sus ojos. Dejó caer la cabeza hacia adelante.
—No debería haber… dejado que ocurriera nada entre nosotros.
—Esto no tiene nada que ver contigo y conmigo —dijo Joey.
—Sí tiene que ver. Todo está relacionado. Le hice una promesa a Cait, Joey.
—Con el debido respeto, Ian, creo que las palabras son: «Hasta que la muerte nos separe».
Él levantó la vista muy rápido y ella supo que había dado en el clavo. La conversación se terminaba allí.
—Está ahí —susurró Joey, señalando el salón de dibujo.
Pareció como si Ian fuera a decir algo, pero luego lo pensó mejor. Pasó junto a ella y desapareció de la vista.
Amaneció un sábado despejado y con temperaturas algo más altas. A las ocho menos cuarto de la mañana, Joey desayunaba café y tostadas al tiempo que elaboraba una lista de las cosas que pensaba hacer antes de que anocheciera. La mayoría eran minucias, tareas que podría hacer en cualquier momento a lo largo de los siguientes días, pero el propósito de aquel ejercicio no era organizarse el tiempo. Se trataba más bien de no quedarse sin nada que hacer, mantenerse distraída. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, obsesionada con lo mucho que se habían torcido las cosas en los últimos dos días.
En primer lugar, pensaba limpiar el apartamento: lavar las sábanas y las toallas, abrir las ventanas para ventilar. Llevaba viviendo allí casi dos semanas; había cosas suyas desperdigadas por todas partes y el cuarto de baño empezaba a dar asco. Luego, organizaría el papeleo de trabajo, haría una lista de las cuestiones que quería tratar con Massimo y después descargaría e imprimiría copias de los contratos que iban a entregar a las empresas que subcontrataran. Todo eso le llevaría hasta el mediodía aproximadamente, sin olvidar que también tendría que sacar a pasear a
Tink
.
Tampoco le quedaba demasiada comida, así que tendría que ir al pueblo por la tarde. Tal vez se pasara por el lago. Quizá hasta se diera un baño. Fuera como fuese, tendría que comprar antes de que cerraran todas las tiendas; lo justo para llegar al lunes o martes. Y lo que sin duda tenía que comprar era vino.
Se sirvió media taza más de café. Se preguntó qué estarían haciendo Ian y Lily en ese momento. Con toda probabilidad, la chica estaría durmiendo, pero Ian era un hombre madrugador. Lo imaginó sentado a la mesa de la cocina, tomando café solo. Se preguntó si Lily y él habrían discutido la noche anterior y si ella habría arreglado o empeorado las cosas al decirle lo que le había dicho el día anterior.
Ahora que ya era de día, no podía creerse que de verdad le hubiera dicho «Hasta que la muerte nos separe». ¿Cómo se le podía decir eso a una persona viuda? ¿Qué derecho tenía ella a sugerir que Ian quedaba liberado de la promesa que le había hecho a su esposa al morir ésta? Ella podía tener su opinión al respecto, pero no podía expresarla en voz alta. Además, ¿qué sabía lo que era perder a un esposo? Ningún hombre la había querido nunca lo suficiente como para pedirle que se casara con él.
Se levantó de golpe. No tenía sentido seguir dándole vueltas. No le serviría de nada y bastantes horas había pasado ya la noche anterior repasando una y otra vez lo mismo, a oscuras, para llegar a un callejón sin salida. La realidad era que las palabras estaban dichas, el daño estaba hecho. De lo que sí estaba totalmente segura era de que no iba a ver a Ian el fin de semana a menos que se encontraran por casualidad. Dudaba mucho que él fuera a llamar a su puerta y ella no se atrevía a ir a la suya.
A la una y media ya había limpiado el apartamento, organizado el papeleo y sacado a pasear a
Tink
. Había confeccionado la lista para Massimo y le había dejado un mensaje para el móvil de que se pusiera en contacto con ella el lunes a primera hora. También había llamado a Sarah con la esperanza de que saltara el contestador automático, pero después se había sentido culpable por desearlo.
—Qué pena que no estés —mintió, secretamente aliviada—. Intentaré llamarte más tarde.
Se preparó una triste y ligera comida a base de restos: un huevo revuelto con tomate en un sándwich hecho con las puntas del pan de molde y un puñado de uvas lacias que ya empezaban a saber a viejo por la parte del rabo. Estaba todo para tirar y deseó no haber esperado tanto para comprar. La comida se le antojó el indicador perfecto de su lamentable estado.
Un poco más tarde, estaba recorriendo el camino de grava cuando se abrió la puerta de la casa de Ian.
—Hola —la saludó Lily, saliendo del interior a oscuras.
—Hola. —Joey miró a su alrededor y comprobó aliviada que la furgoneta de Ian no estaba a la vista.
—¿Adónde vas? —le preguntó la chica—. ¿Puedo ir contigo?
Ella vaciló.
—Claro, pero no tenía planeado nada espectacular. Sólo iba a comprar comida.
—Está bien. —Lily parecía sumisa, apagada.
Joey se preguntó de nuevo si Ian y ella habrían estado discutiendo.
Se encogió de hombros y la chica salió y cerró la puerta.
—Será mejor que te pongas algo de abrigo.
—No tengo frío —dijo Lily—. No lo necesito.
—Puede que sí. Sé que ahora parece que hace buen día, pero se supone que luego refrescará.
La muchacha suspiró y entró de nuevo en la casa. Regresó al cabo de un momento con un tabardo azul marino desabrochado. Las dos atravesaron juntas la verja y salieron al camino.
—¿Cómo estás? —inquirió Joey finalmente.