—Lily, sí… Déjeme ver. —La enfermera estudió la carpeta sujetapapeles que tenía delante—. La han llevado a planta.
—¿De verdad?
La mujer asintió.
—Pueden subir a verla si quieren.
—¿Sigue estando en cuidados intensivos? —preguntó Joey.
—Sí, pero hay una sala de espera en la planta. Es la tercera.
Joey y Angus subieron en el ascensor en silencio y se dirigieron con gesto serio al mostrador de las enfermeras. Ian apareció un momento después en la puerta de la sala de espera. Ambos escrutaron su expresión, como queriendo identificar alguna pista sobre el estado de Lily. Pero no obtuvieron gran cosa. Parecía agotado y preocupado. Igual que la noche anterior.
—Ven y siéntate —lo invitó Joey—. Te hemos traído el desayuno.
Angus rodeó a su amigo por los hombros y lo condujo a la silla. Ella quitó la tapa del vaso de café y se lo pasó.
—Gracias —dijo él, bebiendo un sorbo—. Muchas gracias.
—¿Qué tal está? —preguntó Joey.
—Le están haciendo una resonancia magnética. Ha pasado buena noche, pero todavía está sedada. Están comprobando si hay algún coágulo en el cerebro.
—Dios bendito —se lamentó Angus en un susurro.
Ian asintió con solemnidad y consultó la hora.
—La han bajado a las seis. Han dicho que tardarían…
Un médico con bata blanca se dirigía hacia ellos. Angus y Joey se fijaron antes que Ian y el primero se levantó instintivamente. Ian lo miró y los tres se prepararon para lo peor.
—Tengo buenas noticias —dijo el médico—. No hay señales de sangrado.
—Gracias a Dios —exclamó Ian con la respiración agitada—. Entonces, ¿está…, está…?
—Tiene un dolor de cabeza monumental. Y una herida de doce centímetros que tardará un tiempo en curar. Pero por lo demás está bien. La tendremos en observación uno o dos días más, nunca se sabe con los golpes en la cabeza, pero soy optimista. Si todo va bien, y creo que irá bien, Lily estará en casa a finales de semana.
—Dios mío —susurró Ian—. Gracias. No sabe lo agradecido que estoy.
Pareció necesitar de todas sus fuerzas para no derrumbarse allí mismo.
Lily volvió a casa el jueves. Tenía la cabeza cubierta con un turbante de gasa y no caminaba con paso enérgico precisamente, pero estaba viva y se estaba recuperando. Joey tomó la decisión de decirles a los diversos contratistas que esperasen dos semanas. De ninguna manera iba a permitir que comenzaran las obras mientras Lily intentaba descansar y recuperarse. Podía retomar las clases en un par de semanas en opinión de los médicos, pero entre tanto necesitaba paz y tranquilidad.
La verdad era que Joey no conseguía concentrarse en el trabajo. Nueva York —Dave, Alex, Preston Kay, todos sus colegas de Apex Group— se le antojaban súbitamente muy lejanos, como los personajes de un libro que hubiera leído hacía mucho y se le estuviera empezando a olvidar. Pasaba los días esforzándose por concentrarse en lo que tenía que hacer antes de volver, sin poder quitarse de la cabeza lo que verdaderamente ocupaba su corazón, confiando cada mañana en que Ian apareciera en su puerta para pedirle que pasara por su casa, para invitarla a tomar un café o una copa de vino con él.
Pero no apareció. Joey vio a Lilia entrar y salir de la casa en un par de ocasiones y también a otra mujer que debía de ser la hermana de Ian. Mandó dulces y fruta, y revistas que creyó que le gustarían a Lily. Escribió una nota diciendo que estaba dispuesta a quedarse con ella si Ian tenía que hacer algo, o a leerle si no le apetecía seguir viendo la tele, y la metió por debajo de la puerta. Pero el mensaje estaba bien claro. Él no estaba preparado para tenerla en su vida o en la de Lily.
Joey había evitado ir a nadar desde el accidente y no había visto a ninguna de las mujeres. Cada vez que pensaba en el lago las imágenes más aterradoras acudían a su mente. La idea de volver allí la angustiaba. Temía encontrarse con Lilia. Pero aquél había sido un lugar maravilloso, mágico, hasta el día en que había estado a punto de ocurrir la tragedia y no quería recordarlo como el lugar del accidente de Lily; quería recordar el placer y la felicidad que había experimentado allí, la exultación de nadar, lo fuerte que era el «chocolate ruso» de Gala, la tierna camaradería del día del cumpleaños de Meg, hacer punto, beber té, las discusiones y las risas.
Tenía que regresar. Y tenía que hacerlo sin Lily.
Joey llegó justo cuando dos fornidos repartidores transportaban una enorme caja de madera por el sendero que conducía al lago. Los siguió hasta el claro donde aguardaban Aggie, Gala, Meg, Viv y Lilia. Esta última miraba a su alrededor sin comprender. Las demás estaban a punto de estallar de excitación. Parecían un grupo de niñas esperando a gritar «¡Sorpresa!» en una fiesta de cumpleaños.
Los hombres dejaron la caja en el suelo.
—¿Dónde la ponemos? —inquirió uno de ellos.
—Justo ahí —respondió Gala, indicando una zona llana de terreno frente al agua.
—No pueden dejar esto en el suelo así sin más —les advirtió el otro con tono mandón—. Hay que montarlo debidamente.
—Ya lo sabemos —dijo Meg—. Ésa es la fase dos.
—¿No quieren que lo saquemos de la caja? —se extrañó el primer hombre.
—¡No! —exclamaron las mujeres al unísono.
—Pero gracias —añadió Viv educadamente.
Ellos dejaron la caja donde les habían señalado. Aggie firmó el recibo de entrega y los repartidores se marcharon.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Lilia. La mujer había evitado a propósito mirar a Joey, pero al menos no estaba en plan desagradable con ella.
—Meg va a decir unas palabras —anunció Viv.
—Menuda novedad —bromeó Gala.
El sol empezaba a descender, bañando el agua de suaves tonos coral.
—Lilia —comenzó Meg—, queremos regalarte una cosa. Es algo que llevamos tiempo queriendo hacer.
La mujer miró a su alrededor confusa, nerviosa. La mirada de Joey se encontró con la suya y le sonrió tímidamente. Lilia le sostuvo la mirada un momento y, finalmente, asintió con suavidad y a continuación miró la caja de madera.
Meg consultó el trozo de papel en el que había apuntado algunos puntos que quería tratar en su discurso. Carraspeó y comenzó a hablar con tono melodramático y serio.
—Hace mucho tiempo nos llamábamos «las niñas perdidas». —Hizo una pausa y miró a Joey—. Fue cuando estaba escribiendo mi libro sobre J. M. Barrie y los niños de Llewelyn Davies. Sobre cómo se inspiró en ellos para los «niños perdidos» de
Peter Pan
. La verdad es que nos pasamos con el vino aquella noche y Gala, creo que fue Gala…
—Fui yo —interrumpió Viv.
—Fue ella —confirmó Gala.
—Y Viv dijo: «Déjate de tonterías, Meg. ¡Deberías escribir un libro sobre nosotras! ¡Podrías titularlo
Las niñas perdidas
!» —continuó Meg.
Joey miró a su alrededor. Todas asentían y sonreían al acordarse.
—Puede que te parezca difícil de creer, Joey, pero todas nosotras hemos estado perdidas en algún momento. Durante meses. Durante años algunas.
El grupo permanecía en silencio, con expresión seria.
—Gala fue la primera. En Auschwitz —dijo Meg. Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y continuó—: Aggie se sintió totalmente perdida sin Richard. Viv se perdió un par de veces en… la selva del cáncer y yo me he perdido tantas veces que es un milagro que esté aquí ahora mismo. Y supongo que no lo estaría de no haber sido por vosotras. —La voz se le quebró y cuando Joey miró a las demás vio que estaban llorando—. Dentro de mí lo sé. Estoy más segura de ello que de cualquier otra cosa.
Hizo una pausa para recuperar la compostura. Aggie dio un paso al frente y le acarició la espalda. Meg tomó una profunda bocanada de aire y trató de continuar.
—Y tú, nuestra querida Lilia, también has estado perdida durante lo que nos ha parecido mucho tiempo, como seguro que te lo habrá parecido a ti. Pero nunca has estado sola. Jamás. No lo estás ahora y estaremos a tu lado mientras vivamos. Deseando que la Lilia que conocemos y queremos regrese. Porque nosotras, las «niñas perdidas», tenemos nuestro propio País de Nunca Jamás y está aquí.
Todas levantaron la vista y miraron a su alrededor, los haces de luz que caían sobre el lago. Meg bajó la vista al papel y prosiguió:
—Nuestro querido señor Barrie escribió: «Si cerráis los ojos y tenéis suerte, hay ocasiones en que veréis, en mitad de la oscuridad, una mancha de agua de colores pálidos y hermosos. En ese momento, si apretáis los párpados, la mancha empezará a tomar forma y los colores se volverán tan brillantes que os dará la sensación de que van a arder en llamas como sigáis arrugando los párpados». Estoy segura de que hablaba de nuestro lago. Porque nosotras somos esas afortunadas de las que habla. Nos tenemos las unas a las otras.
Hizo un gesto con la cabeza hacia Gala y Viv. Éstas dieron un paso hacia la caja, levantaron la tapa y soltaron las cuerdas que la aseguraban. Apartaron los lados de madera del contenedor y ante ellas apareció un magnífico banco de madera tallado a mano.
—Oh, queridas mías… es…, ¡es precioso! —exclamó Lilia.
—Es en honor a Cait —explicó Aggie con voz queda.
Un sollozo escapó de los labios de Lilia, que se había acercado al banco y acariciaba el respaldo con la mano.
—Tiene una inscripción —dijo Meg.
Joey se acercó despacio y miró la placa de bronce alargada. En ella se podía leer:
«Dios nos concedió la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre».
J. M. Barrie
En memoria de Catherine Margaret McCormack (1972–2002)
Lilia no sabía qué decir.
—Es para que te dé fuerzas, Lil —explicó Meg—. Nuestra intención es que sea un lugar en el que puedas sentarte y estar con tus recuerdos felices.
—Son todos felices —dijo Lilia con voz queda—. Incluso los que duelen.
—Bueno, pues dejaremos todos ésos en otra parte, cariño —repuso Gala con ternura—. En el cementerio, digamos. —Descorchó una botella de champán, la espuma se desbordó y la mujer levantó un poco la botella—. Yo te bautizo banco de «recordar las rosas» oficial de los miembros del Club Femenino de Natación J. M. Barrie.
—¡Muy bien! —gritó Aggie.
—¡Bravo! —exclamó Viv.
—Claro —dijo Joey, recordando la dedicatoria del libro de Meg.
—No podíamos llamarnos «las niñas perdidas», ¿no os parece? —planteó Gala—. ¡Nos habrían encerrado!
—Vamos a hacernos una foto —propuso Viv, agitando una cámara—. Nos estamos quedando sin luz. Un momento, que monto el trípode.
—Yo puedo hacer la foto —se ofreció Joey—. Tengo mano firme. ¿Qué tal si os ponéis unas sentadas en el banco y otras detrás?
Joey encuadró mientras ellas se colocaban.
—Mandádmela por correo electrónico —pidió—. La pondré en mi escritorio con un marco. —Bajó la cámara mientras las mujeres se colocaban—. No quiero irme y dejaros aquí —añadió, tratando de sonreír—. No sé si os dais cuenta de lo que habéis…, de lo mucho que…, lo mucho que necesitaba que alguien me cogiera de la mano y me diera la oportunidad de formar parte de algo. Aunque haya sido durante unas pocas semanas nada más.
Se le empezaron a humedecer los ojos. Sería mejor que hiciera la foto antes de que se echara a llorar como una magdalena. Puede que no volviera a verlas. Eran bastante mayores, nunca se sabía lo que podía suceder. Quizá cuando regresara al cabo de uno o dos meses, se enterase de que una de aquellas mujeres irreemplazables había sufrido un fatal ataque al corazón. ¿Cómo podía ser? Por imposible que pareciera, aquellas magníficas y activas ancianas también eran vulnerables a lo que la vida ponía en el camino de las personas de su edad.
Miró por el visor y vio que Lilia se estaba levantando.
—¿Qué haces, Lil? ¡Ven aquí! —le ordenó Viv.
—Voy a poner el trípode —sentenció Lilia con firmeza.
—Pero ¿por qué? —preguntó Joey.
—Ayúdame, Viv, anda —dijo la mujer—. Joey tiene que salir también en la foto —añadió con voz queda.
Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Viv le quitó la cámara y la colocó rápidamente en el trípode. Entonces, sintió la delgada y frágil mano de Lilia en la suya, conduciéndola al banco y sentándola a su lado. Seguían cogidas de la mano cuando el flash las inmortalizó a todas juntas, para siempre.
Lily estaba sentada en la cama, pálida y delgada, con la cabeza cubierta con un pañuelo de seda de vivos colores.
—Me gusta el pañuelo —dijo Joey con voz queda. Besó a la niña en la mejilla y se sentó en una silla, al lado de la cama.
—Es de la abuela. De Hermès.
—Vaya.
—Dice que será para mí algún día. ¿Y sabes lo que pienso hacer con él cuando eso ocurra?
Ella negó con la cabeza.
—Quemarlo.
—No te lo reprocharía.
—Sólo lo llevo porque es muy suave. Todo lo demás me araña. Pero no soy muy fan del caballo y la brida.
—No, pero estás fantástica.
—Gracias.
—Y, por cierto, te he traído un regalo.
—¡Llevas una semana dejándome regalos! Gracias, por cierto. Las fresas estaban buenísimas.
—Éste es aún mejor.
Lily la miró con suspicacia, como si ya hubiera tenido bastantes sorpresas. Joey se metió la mano en el bolso de asas que tenía en el suelo y sacó las botas de Fendi. Las puso sobre la manta con que la chica se cubría las piernas.
—¡No! —exclamó Lily, al tiempo que una abierta sonrisa asomaba a su rostro por primera vez. Se irguió un poco más en la cama.
—A ti te quedan mejor que a mí.
—Estás de broma, ¿no? —Lily sonreía de oreja a oreja mientras cogía una bota y acariciaba el suave ante.
Ella negó con la cabeza.
—No quiero que te olvides de mí, cariño.
—No creo que sea posible —respondió la chica, obnubilada con el tacto de las botas. Levantó la cabeza y buscó la mirada de Joey—. ¿Lo dices en serio? ¿Me las das de verdad?
—En serio. Y quiero que te acuerdes de mí cada vez que te las pongas. ¿Me lo prometes? Prométemelo porque si no te ma… ¡Lo siento! Borra eso último —dijo, pasándose la mano por la frente, como limpiándose un ficticio sudor.
Lily se echó a reír y Joey la abrazó.
—Te lo prometo —susurró. Se apartó luego y la cogió de la mano—. Ojalá no tuvieras que irte.
—Considero que ya he causado bastantes problemas, ¿no crees?