—Pues no lo parece.
Baley percibió un leve silbido, que imaginó sería el viento arremolinándose alrededor del planeador mientras éste se abría camino entre la enfurecida atmósfera. Entonces, el vehículo dio una sacudida y Baley, sin poderlo evitar, se agarró al cuello de Daneel en un abrazo desesperado.
Daneel aguardó un momento. Cuando Baley recuperó la respiración y aflojó un poco el abrazo, Daneel se liberó fácilmente de éste al tiempo que intensificaba levemente la presión de su propio brazo alrededor de Baley.
—Para mantener el rumbo, compañero Elijah —dijo Daneel—, Giskard tiene que contrarrestar el viento dando órdenes asimétricas a los propulsores. Se da más intensidad a los chorros de un lado para que mantengan equilibrado el planeador contra el viento, y esos chorros tienen que ajustar la fuerza y dirección conforme el propio viento cambia de intensidad o dirección. No hay nadie mejor para hacerlo que Giskard pero, incluso así, de vez en cuando hay alguna descompensación y por eso notamos una sacudida. Tienes que perdonar, pues, a Giskard si no participa en nuestra conversación. Tiene toda su atención centrada en el planeador.
—¿Es... es seguro? —Baley sintió que su estómago se encogía ante la idea de jugar de aquel modo con el viento. Se sentía tremendamente contento de no haber comido desde hacía varias horas. No podía, ni se atrevía, a marearse en los limitados confines del planeador. Sólo pensar en ello le hizo sentirse peor e intentó concentrarse en otras cosas. Pensó que estaba en la Tierra, corriendo en las pistas de transporte. Se imaginó corriendo de una pista a la siguiente, más rápida, y luego a la tercera, todavía más rápida, y de nuevo a las más lentas, inclinándose expertamente contra el viento hacia un lado o hacia el otro en una dirección cuando uno rapideaba (extraña palabra que solamente utilizaban los corredores de pistas), y en la otra, cuando uno frenaba. En sus años mozos, Baley podía hacerlo sin detenerse y sin cometer errores.
Daneel se había adaptado a ello sin ningún problema y, en la única ocasión que Baley y él habían corrido las pistas juntos, Daneel lo había hecho perfectamente. ¡Pues bien, aquello era lo mismo!, pensó Baley. ¡El planeador estaba corriendo las pistas! ¡Era lo mismo, sí! ¡Afortunadamente!
No era exactamente lo mismo, por supuesto. En la Ciudad, la velocidad de las pistas era fija e inamovible. La dirección e intensidad del viento era perfectamente calculable ya que sólo era resultado del movimiento de las pistas. En cambio aquí, en medio de la tormenta, el viento actuaba a su voluntad o, más bien, dependía de tantas variables (Baley intentaba deliberadamente aplicar la mayor lógica posible) que parecía tener voluntad propia, y Giskard tenía que contar con ello. Eso era todo. No consistía más que en otra carrera por las pistas, con una complicación añadida: estas pistas auroranas se movían a velocidades variables, con cambios muy acusados.
—¿Y si chocamos contra un árbol? —murmuró Baley.
—Es muy improbable, compañero Elijah. Giskard es demasiado buen piloto para que le suceda eso. Además, sólo volamos muy poco por encima del suelo, así que los propulsores son particularmente potentes.
—Entonces, podemos chocar contra una roca. Acabaremos aplastados debajo.
—No chocaremos contra ninguna roca, compañero Elijah.
—¿Por qué no? ¿Cómo diablos puede ver Giskard por dónde va? —preguntó Baley al tiempo que escrutaba la oscuridad delante suyo.
—Aún no ha anochecido y hay un poco de luz que atraviesa las nubes —dijo Daneel—. Es suficiente para que veamos con la ayuda de nuestros faros. Y cuando se haga más oscuro, Giskard dará más intensidad a los faros.
—¿Qué faros? —preguntó Baley en tono rebelde.
—Tú no los percibes demasiado porque tienen un fuerte componente de infrarrojos, a los cuales los ojos de Giskard son sensibles mientras que los tuyos no pueden verlos. Más aún, el infrarrojo es más penetrante que las ondas de luz más cortas y por ello, resulta más eficaz que la luz normal en condiciones de lluvia, niebla o humo.
Baley consiguió sentir cierta curiosidad, incluso a pesar de su inquietud.
—¿Y tus ojos, Daneel?
—Mis ojos, compañero Elijah, han sido diseñados para ser lo más similares posible a los humanos. En este momento, quizás es lamentable.
El planeador tembló y Baley se descubrió conteniendo la respiración otra vez. Con un susurro, dijo:
—Los ojos de los espaciales todavía siguen adaptados al sol de la Tierra, aunque no suceda lo mismo con los robots. Eso es bueno, si les ayuda a recordar que descienden de los terrícolas.
Su voz se apagó. Estaba oscureciendo. Ahora ya no veía nada, y los destellos intermitentes tampoco iluminaban nada. Simplemente, cegaban a quien mirase. Cerró los ojos, pero eso no le ayudó, pues aún sentía con más intensidad los true-nos, furiosos y amenazadores.
¿No iban a terminar nunca? ¿No sería preferible que se detuvieran hasta que hubiese pasado lo peor de la tormenta?
—El vehículo no responde bien —dijo de pronto Giskard.
Baley notó que avanzaban de modo desigual, como si el planeador circulara sobre ruedas en un terreno sin apisonar.
—¿Puede deberse a la tormenta, amigo Giskard?
—Me parece que no, amigo Daneel. Y tampoco es probable que el vehículo pueda sufrir una avería de este tipo a causa de esta o de cualquier otra tormenta.
Baley asimiló el diálogo con dificultad.
—¿Avería? —murmuró—. ¿Qué tipo de avería?
—Yo diría que el compresor pierde, señor, pero lentamente —contestó Giskard—. No es resultado de una rotura normal.
—Entonces, ¿cómo se ha producido? —preguntó Baley.
—Puede que sea una avería provocada, quizá mientras el vehículo estaba ante el Edificio de Administración. Por otra parte, hace un rato que he advertido algo extraño: un vehículo nos sigue, poniendo toda su atención en no adelantarnos.
—¿Por qué razón, Giskard?
—Una posibilidad, señor, es que estén aguardando a que nuestro planeador se averíe definitivamente.
El movimiento del planeador se hacía cada vez más desigual.
—¿Podemos llegar hasta el establecimiento del doctor Fastolfe?
—Me temo que no, señor.
Baley intentó poner en acción su desordenado cerebro.
—En ese caso—dijo—, me he equivocado completamente al juzgar las razones de Amadiro para retrasarnos. Estaba reteniéndonos mientras uno o más de sus robots averiaban el planeador de tal modo que nos quedáramos plantados en mitad de la tormenta y en terreno despoblado.
—¿Por qué iba a hacerlo? —dijo Daneel, mostrando su sorpresa—. ¿Para cogerte? En cierto modo, ya te tenía, compañero Elijah.
—Amadiro no me quiere a mí. Nadie me quiere a mí —murmuró Baley con una irritación un tanto débil—. El peligro lo corres tú, Daneel.
—¿Yo, compañero Elijah?
—¡Sí, Daneel, tú! Giskard, busca un lugar seguro para detenerte y, en cuanto lo hayas hecho, Daneel debe salir del vehículo y correr a refugiarse en lugar seguro.
—Eso es imposible, compañero Elijah —respondió Daneel—. No puedo dejarte mientras te sientas mal, y menos si alguien nos persigue y puede hacerte daño.
—Daneel —replicó Baley—, esa gente te busca a ti. Tienes que irte. En cuanto a mí, permaneceré en el planeador. No correré peligro.
—¿Cómo puedo estar seguro?
—¡Por favor! ¡Por favor! ¿Cómo puedo explicártelo si todo se mueve...? Daneel —insistió Baley mientras intentaba desesperadamente mantener un tono de voz tranquilo—, tú eres el individuo más importante de este planeador, mucho más importante que yo y Giskard juntos. No es únicamente que me preocupe por ti y procure que no te suceda ningún daño: toda la humanidad depende de ti. No te preocupes por mí, yo sólo soy un individuo. Preocúpate por miles de millones. Daneel, por favor...
Baley notó que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. ¿O era el planeador? ¿Estaba a punto de averiarse definitivamente? ¿O era Giskard que perdía el control? ¿O quizás estaba tratando de escapar?
Baley dejó de preocuparse. ¡Dejó de preocuparse! Que el planeador se estrellase, que se destrozara en pedazos. Prefería el olvido, cualquier cosa que le liberara de aquel terrible pánico, de aquella total imposibilidad de reconciliarse con el universo.
Y sin embargo, antes tenía que asegurarse de que Daneel escapaba sin sufrir daños. ¿Pero cómo?
Todo era irreal y no iba a ser capaz de explicarles nada a aquellos robots. La situación le parecía absolutamente clara pero, ¿cómo podía trasmitir aquella claridad de ideas a los robots, a aquellos no humanos que no entendían nada salvo sus Tres Leyes y que antes dejarían que la Tierra entera, y, a largo plazo, toda la humanidad se fueran al infierno, que dejar de ocuparse del hombre que tenían ante sus narices?
¿Por qué se habrían inventado los robots?
Y entonces, sorprendentemente, Giskard —el inferior de los dos— vino en su ayuda.
—Amigo Daneel —dijo el robot en su voz monocorde—, no voy a poder mantener el planeador en funcionamiento mucho más tiempo. Quizá sería aconsejable actuar como dice el señor Baley. Te acaba de dar una orden muy terminante.
—¿Acaso puedo dejarle mientras se encuentra mal, amigo Giskard? —replicó Daneel, perplejo.
—No puedes llevarle contigo con esta tormenta, amigo Daneel. Además, parece tan ansioso de verte marchar que quizá le causes daño si te quedas aquí.
Baley se sintió renacer.
—Sí, sí —consiguió decir—. Haz lo que dice Giskard. Escucha, Giskard, ve con él, escóndele, asegúrate de que no vuelva... y entonces regresa por mí.
—Eso no puede ser, compañero Elijah —dijo Daneel en tono enérgico—. No podemos dejarte aquí solo, desprotegido y desatendido.
—No hay peligro. No corro ningún peligro. Haz lo que digo...
Giskard dijo:
—El vehículo que nos sigue probablemente va conducido por robots. Los seres humanos dudarían en salir bajo esta tormenta. Y los robots no harían daño al señor Baley.
—Podrían llevárselo —replicó Daneel.
—Con esta tormenta no, amigo Daneel, pues evidentemente le causarían daño haciéndolo. Voy a detener el planeador ahora, amigo Daneel. Tienes que estar preparado para hacer lo que ordena el señor Baley. Yo también lo haré.
—¡Bien! —murmuró Baley—. ¡Bien!
Se sentía agradecido a aquel cerebro simple al que podía convencer con más facilidad y al que le faltaba la capacidad de perderse y titubear por cuestiones de cortesía.
Pensó vagamente en Daneel, atrapado entre la percepción del malestar de Baley y la urgencia de la orden, y en su cerebro sumido en conflicto.
«No, no, Daneel. Limítate a hacer lo que digo y no le des más vueltas», pensó Baley. Sin embargo, le faltó la energía, y casi la voluntad, para formular la orden con palabras y dejó que siguiera en su cerebro como mero pensamiento.
El planeador tomó tierra con un golpe, y se oyó un breve y sordo ruido mientras el aparato se arrastraba unos metros sobre el terreno.
Las puertas se abrieron inmediatamente, una a cada lado, y al cabo de un instante se cerraron con un suave sonido. En un abrir y cerrar de ojos, los robots habían desaparecido. Una vez tomada su decisión, no demostraron ninguna duda y se alejaron a una velocidad que los seres humanos no podían imitar.
Baley inspiró profundamente y se estremeció. El planeador era ahora firme como una roca. Formaba parte del suelo.
De pronto se dio cuenta de que su malestar se había debido en gran parte al movimiento del vehículo, a la sensación de inestabilidad, de no estar conectado con el universo sino a merced de fuerzas inanimadas y ciegas.
Ahora, en cambio, todo estaba quieto y abrió los ojos.
No se había dado cuenta de que hasta entonces los había tenido cerrados.
Seguía relampagueando en el horizonte y los truenos formaban un murmullo apagado mientras el viento, al topar ahora con un objeto más resistente o menos aerodinámico que cuando el vehículo estaba en el aire, soplaba con un silbido más acusado.
Había oscurecido. Los ojos de Baley no eran más que humanos y no percibían luces de ninguna clase, salvo el destello ocasional de los relámpagos. Seguramente, el sol ya se había puesto y la capa de nubes debía de ser muy tupida.
Por primera vez desde que abandonara la Tierra, Baley estaba solo.
¡Solo!
Baley se había sentido demasiado enfermo, demasiado fuera de sí, para darse perfecta cuenta de ello. Incluso ahora se encontró luchando por razonar qué debería haber hecho y qué podría haber hecho, de haberle quedado en su vacilante cerebro capacidad para algo más que para conseguir que Daneel se fuera.
Por ejemplo, no había preguntado dónde se encontraba ahora, qué había en las cercanías o adonde pensaban dirigirse Daneel y Giskard. Desconocía el funcionamiento de cualquier detalle del planeador. Naturalmente, no podía ponerlo en marcha, pero quizás hubiera podido conectar la calefacción si le entraba frío, o desconectarla si sentía demasiado calor; sin embargo, no tenía la más remota idea de cómo ordenar a la máquina que lo hiciera.
Tampoco sabía cómo volver opacas las ventanas si quería encerrarse, o cómo abrir la puerta si deseaba salir.
Lo único que podía hacer era aguardar a que Giskard regresara. Seguramente eso era lo que Giskard esperaría que hiciese. Sus órdenes a Giskard habían sido simplemente ésas: vuelve por mí.
No le había indicado que cambiaría de lugar, y la mente limpia y nada complicada de Giskard interpretaría seguramente aquel «vuelve» suponiendo que tenía que regresar al planeador.
Baley intentó acostumbrarse a la situación. En cierto modo, era un alivio limitarse a esperar, no tener que tomar decisiones durante un tiempo por no haber decisión alguna que adoptar. Era un descanso sentirse sobre el suelo, tranquilo y recuperado, y haberse librado de aquellas descargas eléctricas centelleantes y de aquel perturbador retumbar de los truenos.
Quizás hasta podría permitirse dormir un poco.
Y entonces volvió a él la inquietud: ¿Se atrevería a dormir?
Les estaban persiguiendo, les tenían bajo observación. El planeador había sido saboteado mientras estaba aparcado ante el Edificio de Administración del Instituto de Robótica y, sin duda, los saboteadores pronto llegarían a él.
Así pues, también estaba aguardándoles a ellos, y no sólo a Giskard. ¿Se había dado perfecta cuenta de ello cuando se sentía mal? El vehículo había sido saboteado frente al Edificio de Administración. Naturalmente, podía haberlo hecho cualquiera, pero lo más probable era que el responsable fuera alguien que sabía que estaba allí. ¿Y quién lo podía saber mejor que Amadiro?