Amadiro había intentado retrasar su marcha hasta que empezó la tormenta. Eso era evidente. Baley iba a viajar bajo la tormenta e iba a sufrir una crisis en mitad de la misma. Amadiro había estudiado la Tierra y sus habitantes, y se enorgullecía de ello. Por lo tanto, tenía que conocer perfectamente las dificultades que los terrícolas tenían ante el Exterior en general, y ante las tormentas eléctricas en particular.
Amadiro podía haber estado seguro de que Baley quedaría reducido a un estado de total indefensión.
Y sin embargo, ¿por qué iba a desear que eso sucediera?
¿Para llevar a Baley de vuelta al Instituto? Ya le había tenido allí, pero entonces era un Baley en plena posesión de sus facultades y, junto con él, habían estado dos robots perfectamente capaces de defenderle físicamente. ¡Ahora iba a ser distinto!
Y si el vehículo quedaba inutilizado en plena tormenta, Baley quedaría inutilizado emocionalmente. Incluso podía ser que quedara inconsciente y, desde luego, incapacitado para resistirse a ser llevado de vuelta al Instituto. Y los robots de Baley tampoco se resistirían. Ante un Baley visiblemente enfermo, su única reacción adecuada sería ayudar a los robots de Amadiro a rescatarle.
De hecho, los dos robots tendrían que acompañar a Baley y lo harían sin más remedio.
Y si alguien desconfiaba alguna vez de la acción de Amadiro, éste podía decir que había temido por el bienestar de Baley al encontrarse bajo una tormenta, que había intentado retenerle en el Instituto sin conseguirlo, que habla enviado sus robots para seguirle y constatar que se hallaba a salvo y que, cuando el planeador se había averiado en plena tormenta, los robots hablan devuelto a Baley a buen puerto. A no ser que la gente comprendiera que había sido el propio Amadiro quien había ordenado el sabotaje del planeador (¿y quién iba a creer tal cosa o, más aún, quién podía demostrarlo?), la única reacción pública posible sería enaltecer a Amadiro por sus sentimientos humanitarios, que todavía serían más celebrados por tratarse de un terrícola, un subhumano.
¿Y qué haría entonces Amadiro con Baley?
Nada, salvo mantenerle callado e impotente durante un tiempo. No era Baley el auténtico objetivo. Ahí estaba la cuestión.
Amadiro tendría además a los dos robots de Baley, y éstos serían ahora impotentes para modificar la situación. Sus instrucciones les obligaban de la manera más perentoria a proteger a Baley y, si éste se encontraba mal y precisaba cuidados, no podrían sino acatar las órdenes de Amadiro, siempre que tales órdenes fueran clara y manifiestamente para beneficio de Baley. Ni tampoco bastaría el propio Baley (quizás) para proteger a sus robots con las debidas contraórdenes, mucho menos si se encontraba bajo los efectos de algún sedante.
¡Estaba claro! ¡Estaba claro! Amadiro había tenido en sus manos a Baley, Daneel y Giskard, pero en una situación que no podía utilizar para sus fines. Les había hecho viajar en plena tormenta para poderles traer de nuevo, en una situación que sí podría utilizar. ¡Sobre todo a Daneel! Sí, Daneel era la auténtica clave.
Seguro que Fastolfe saldría más tarde a buscarles y que, finalmente, daría con ellos y les rescataría, pero para entonces ya sería demasiado tarde, probablemente.
¿Y qué querría Amadiro de Daneel?
Baley creía saberlo pero ¿cómo podría demostrarlo?
La cabeza le dolía terriblemente y no le permitía seguir pensando. Si lograba volver opacas las ventanillas, quizá podría hacerse de nuevo un pequeño mundo interior, cerrado e inmóvil, y quizás así conseguiría reanudar su línea de pensamiento.
Sin embargo, no sabía cómo volver opacos los cristales. No podía hacer otra cosa que permanecer allí sentado y contemplar la tormenta que empezaba a ceder tras los cristales, escuchar el tamborileo de la lluvia contra las ventanas, observar los lejanos relámpagos y escuchar el sordo rumor de los truenos.
Cerró los ojos con fuerza. Los párpados también constituían un muro a su alrededor, pero no se atrevió a dormir.
La puerta del lado derecho del vehículo se abrió. Oyó la especie de suspiro que emitió al hacerlo. Notó que entraba una corriente de aire fría y húmeda y que la temperatura descendía, y percibió un intenso aroma a plantas y humedad que ahogaba el leve y familiar olor a aceite y tapicería, que por alguna razón le recordaba la Ciudad que ya dudaba si volvería a ver.
Abrió los ojos y tuvo la extraña visión de un rostro de robot que le contemplaba y se balanceaba de un lado al otro, aunque sin moverse realmente. Baley se sintió mareado.
El robot, que sólo era una sombra más oscura en la oscuridad del vehículo, parecía de gran tamaño. De algún modo, daba la impresión de eficiencia y capacidad.
—Perdone, señor —le oyó decir—. ¿No estaba usted en compañía de dos robots?
—Se han ido —murmuró Baley, poniendo la mejor cara de enfermo que pudo y dándose cuenta de que no tenía que fingir para ello. Un destello más brillante en el firmamento penetró bajo sus párpados, que ahora tenía semicerrados.
—¡Se han ido! ¿Dónde han ido, señor? —Después, como si aguardara una respuesta, añadió—: ¿Se encuentra usted mal, señor?
Baley sintió una distante punzada de satisfacción en lo más hondo de su cerebro, que todavía era capaz de formular pensamientos. Si el robot no hubiese tenido instrucciones específicas, habría respondido a los claros síntomas de malestar de Baley antes de hacer nada más. El hecho de que hubiera preguntado primero por los robots significaba que había recibido unas directrices muy claras y estrictas acerca de la importancia de éstos.
Todo parecía encajar.
Intentó aparentar una energía y una normalidad que no tenía y dijo:
—Estoy bien. No te preocupes por mí.
Probablemente aquello no habría bastado para convencer a un robot normal, pero éste había sido motivado de tal manera para buscar a Daneel (evidentemente), que aceptó aquellas palabras.
—¿Dónde han ido los robots, señor? —insistió.
—Han vuelto al Instituto de Robótica.
—¿Al Instituto? ¿Por qué, señor?
—Les ha llamado el maestro roboticista Amadiro y les ha ordenado que regresen. Yo estoy esperándoles.
—¿Por qué no ha ido con ellos, señor?
—El maestro roboticista Amadiro no quería que me expusiera a la tormenta y me ha ordenado quedarme aquí. Sigo las órdenes del maestro roboticista Amadiro.
Baley esperaba que la repetición de aquel prestigioso nombre con la inclusión del título honorífico, junto con la repetición de la palabra «orden», produciría su efecto en el robot y le convencería para dejar a Baley donde se encontraba. Por otro lado, si los robots habían recibido instrucciones particularmente estrictas de llevar a Daneel de vuelta con ellos, y si quedaban convencidos de que este ya estaba de camino hacia el Instituto, seguramente se reduciría un poco la intensidad de su interés por Daneel. En tal caso, dispondrían de tiempo para pensar de nuevo en Baley. Seguramente dirían...
—Pero parece que no se encuentra usted bien, señor —dijo el robot.
Baley sintió una nueva punzada de satisfacción.
—Me encuentro bien —contestó.
Detrás del robot que le hablaba, Baley apreció vagamente la presencia de varios robots más, cuyo número no pudo precisar y cuyos rostros refulgían bajo los ocasionales destellos de los relámpagos. Cuando los ojos de Baley se adaptaban de nuevo a la oscuridad alcanzaba a ver el tenue resplandor de los ojos de los robots.
Volvió la cabeza. Junto a la puerta izquierda también había varios robots, aunque la puerta permanecía cerrada.
¿Cuántos habría enviado Amadiro? ¿Tendrían acaso órdenes de devolverles al Instituto por la fuerza, si era necesario?
—Las órdenes del maestro roboticista Amadiro han sido que mis robots regresaran al Instituto y que yo aguardara aquí. Ya ves que ellos están de vuelta y que yo estoy esperando. Si os ha enviado aquí para ayudar, y si tenéis un vehículo, id, encontrad a los robots, que están camino del Instituto, y transportadles hasta allí. Este planeador no funciona.
Baley procuró hablar sin titubeos y con firmeza, como habría hecho un hombre en condiciones normales, pero no lo consiguió del todo.
—Entonces, ¿han regresado a pie, señor?
—Encontradles —replicó Baley—. Las órdenes son muy claras.
El robot titubeó manifiestamente.
Baley se acordó por fin de mover el pie derecho, y esperó que el movimiento le saliera correctamente. Debería haberlo hecho antes, pero su cuerpo no respondía de modo adecuado a los impulsos de su cerebro.
Los robots todavía titubeaban y Baley se lamentó de ello. Él no era un espacial y desconocía las palabras precisas, el tono de voz apropiado, la expresión adecuada para manejar a los robots con la debida eficacia. Un roboticista experto podía dirigir a un robot con un gesto, con un movimiento de las cejas, como si se tratara de una marioneta de cuyos hilos estuviera tirando. Sobre todo si él mismo había diseñado ese robot.
Pero Baley no era más que un terrícola.
Frunció el ceño —lo cual le resultaba fácil en su estado— y susurró un hastiado «marchaos», al tiempo que hacía un gesto con las manos.
Quizás aquello añadió la gota necesaria para que su orden se impusiera... o quizás simplemente se produjo en el mismo instante en que el cerebro positrónico de los robots conseguía determinar, por medio de voltajes y contravoltajes, cómo cumplir sus instrucciones según las Tres Leyes.
Fuera como fuese, los robots habían alcanzado una resolución y, por fin, desaparecieron sus titubeos. Se retiraron a su vehículo, donde quiera que lo tuvieran, con tal velocidad y decisión que pareció que, sencillamente, se habían es-fumado.
La puerta que el robot había mantenido abierta se cerró ahora por sí sola. Baley había movido el pie para ponerlo en el recorrido de la puerta al cerrarse. Se preguntó fríamente si la puerta le cercenaría limpiamente el pie, o si le aplastaría los huesos, pero no lo retiró. Seguramente, los vehículos estarían diseñados para impedir que tal desgracia pudiera ocurrir.
Volvía a estar solo. Había obligado a los robots a dejar solo a un ser humano que estaba visiblemente enfermo, y lo había conseguido jugando con la imperiosidad de las órdenes dadas por un competente maestro roboticista que había intentado reforzar la Segunda Ley para sus propios propósitos, y lo había hecho hasta el punto de que las mentiras del propio Baley, tan evidentes, habían subordinado a dicha Segunda Ley el cumplimiento de la Primera.
¡Qué bien lo había hecho!, pensó Baley con fría satisfacción.
Advirtió que la puerta seguía aún entornada, inmóvil por la presencia de su pie, y observó que éste no había sufrido el menor daño.
Baley notó el aire frío arremolinándose en torno a su pie, y unas gotas de agua. Era una sensación terriblemente anormal, pero no podía dejar que la puerta se cerrase ya que después no sabría cómo abrirla. (¿Cómo abrían los robots aquellas puertas? Indudablemente, la cuestión no representaba ningún problema para los miembros de aquella cultura planetaria pero, en sus lecturas sobre la vida en Aurora, Baley no había encontrado instrucciones tan precisas como el modo de abrir la puerta de un planeador de uso corriente. Todo lo importante se daba por sabido en aquellos manuales. Aunque en teoría eran para informarle a uno, se daba por supuesto que quien los consultara ya conocía aquellos detalles.)
Mientras pensaba en ello se palpó la ropa buscando los bolsillos, y hasta éstos resultaban difíciles de localizar. No estaban en los lugares habituales e iban sellados, de modo que tuvo que abrirlos a tientas hasta que descubrió el movimiento preciso que hacía que el sello se abriera. Sacó un pañuelo, hizo con él una pelota y la colocó entre la puerta y la jamba para que aquella no se cerrara del todo. Entonces quitó por fin el pie.
Ahora tenía que pensar, si podía. No tenía objeto mantener la puerta abierta si no era para salir. Sin embargo, ¿había algún motivo para irse?
Si aguardaba dentro del planeador, Giskard acabaría por regresar y, probablemente, le pondría a salvo.
¿Se atrevería a esperar?
Baley no sabia cuánto tardaría Giskard en dejar a Daneel en lugar seguro y regresar.
Sin embargo, tampoco sabía cuánto tiempo tardarían los robots que les perseguían en llegar a la conclusión de que no encontrarían a Daneel y Giskard en ninguna de las rutas de acceso al Instituto. (Baley consideró imposible que Daneel y Giskard hubieran retrocedido hacia el Instituto en busca de refugio. En realidad, Baley no había llegado a ordenarles que no lo hicieran, pero ¿y si era la única ruta practicable para los robots? ¡No, era imposible!)
Baley movió la cabeza negándose en silencio a aceptar tal posibilidad, y en respuesta notó que le dolía. Se llevó las manos a ella y le rechinaron los dientes.
¿Cuánto tiempo seguirían la búsqueda los robots que les perseguían antes de decidir que Baley les había engañado... o se había equivocado él mismo? ¿Regresarían para ofrecerle su custodia, con toda corrección y con gran cuidado de no hacerle daño? ¿Podría mantenerlos a raya diciéndoles que moriría si quedaba expuesto a la tormenta?
¿Creerían ellos tal cosa? ¿Llamarían al Instituto para informar? Seguro que lo harían. ¿Vendrían entonces seres humanos? Estos, desde luego, no se preocuparían demasiado por su bienestar...
Si Baley salía del planeador y encontraba algún lugar donde ocultarse entre los árboles de los alrededores, a los robots que les perseguían les resultaría mucho más difícil localizarle, y eso le permitiría ganar tiempo.
También a Giskard le resultaría más difícil encontrarle, pero éste contaría con unas instrucciones mucho más estrictas respecto a proteger a Baley que las de los otros robots respecto a encontrarle. El objetivo principal de Giskard sería localizar a Baley, mientras que el de los otros robots sería encontrar a Daneel.
Además, Giskard estaba programado por el propio Fastolfe y Amadiro, aunque fuera un buen roboticista, no estaba a la altura del doctor Fastolfe.
Entonces, en igualdad de condiciones, seguro que Giskard regresaba antes de que los otros robots lo hicieran.
Sin embargo, ¿serían iguales las condiciones? Con un leve asomo de cinismo, Baley pensó: «Estoy rendido y ya no puedo ni razonar. Sencillamente, estoy asiéndome a cualquier cosa que me ofrezca un consuelo.»
Con todo, ¿qué otra cosa podía hacer salvo jugarse sus posibilidades según él entendía éstas?