—Esto no tiene relación con el caso, señor Presidente —insistió Amadiro—. No es más que dialéctica.
—Pero tiene sentido, doctor Amadiro. Hasta ahora no me ha parecido encontrar en la exposición del señor Baley ningún detalle claramente ilógico. Si se admite como cierto lo que afirma haber experimentado, sus conclusiones tienen un cierto sentido. ¿Niega usted todo esto, doctor Amadiro? ¿El sabotaje del planeador, la persecución, la intención de apoderarse del robot humaniforme?
—¡Por supuesto! ¡Nada de todo eso es cierto! —exclamó Amadiro, quien hacía ya un buen rato que había dejado de sonreír—. El terrícola puede presentar una grabación de toda nuestra conversación, y no hay duda de que indicará que retrasé su partida conversando largo rato, invitándole a dar una vuelta por el Instituto y ofreciéndole que se quedara a cenar, pero todo eso puede interpretarse también como una demostración de mi interés por mostrarme amable y hospitalario. Quizá me dejé llevar por una cierta simpatía que siento por los terrícolas, pero nada más. Niego sus suposiciones y nada de cuanto él diga me hará apearme de mi negativa. Mi reputación está bien cimentada y una mera especulación no podrá convencer a nadie de que soy el taimado conspirador que ese terrícola me acusa de ser.
El Presidente se rascó la barbilla con aire pensativo y dijo:
—Desde luego, no tengo intención de acusarle a usted basándome en lo que ha afirmado hasta ahora el terrícola. Señor Baley, si eso es todo lo que puede exponer, lo encuentro interesante pero insuficiente. ¿Hay alguna cosa más de importancia que desee explicar? Le advierto que, si no es así, he consumido ya todo el tiempo que podía dedicar a este asunto.
—Sólo hay un hecho más que deseo mencionar, señor Presidente. Quizá haya oído usted hablar de Gladia Delmarre, o Gladia Solaria. Ella suele presentarse simplemente como Gladia.
—Sí, señor Baley —contestó el Presidente con un asomo de enojo en la voz—. He oído hablar de ella. Vi el programa de hiperondas en el que ella y usted hacían unos papeles muy notables.
—Pues bien, Gladia mantuvo relaciones con el otro robot humaniforme, Jander, durante varios meses. De hecho, en el último período lo había convertido en su esposo.
La mirada contrariada que el Presidente dirigía a Baley adquirió una mayor dureza.
—¿Su qué?
—Su esposo, señor Presidente.
Fastolfe, que se había medio incorporado, volvió a sentarse, con expresión perturbada.
—Eso es ilegal —dijo ásperamente el Presidente—. Peor aún, es ridículo. Un robot no podría dejarla embarazada, no podría darle hijos. No se puede conceder jamás el estatus de esposo o de esposa sin firmar una declaración respecto a la voluntad de tener hijos si se obtiene el permiso correspondiente. Esto debería saberlo hasta un terrícola, pienso yo.
—Soy consciente de ello, señor Presidente. Y también lo era Gladia, estoy seguro. Ella no utilizaba la palabra «esposo» en su sentido legal, sino en el emocional. Gladia consideraba a Jander el equivalente a un esposo, sus sentimientos hacia él correspondían a los de una esposa para con su marido.
El Presidente se volvió hacia Fastolfe.
—¿Estaba usted al comente de esto, doctor? Jander pertenecía a su grupo de robots.
Fastolfe, visiblemente desconcertado, contestó:
—Sabía que Gladia sentía un gran aprecio por él, y sospechaba que le utilizaba sexualmente, pero desconocía por completo esta charada hasta que el señor Baley me lo mencionó.
—Gladia proviene de Solaria —afirmó Baley—, y su concepto de esposo no es el mismo que en Aurora.
—Evidentemente —asintió el Presidente.
—Sin embargo, Gladia conservó el suficiente sentido de la realidad para guardarse el secreto, señor Presidente. Jamás mencionó esta... charada, como la denomina el doctor Fastolfe, a ningún aurorano. Anteayer me la hizo saber porque deseaba urgirme a continuar la investigación de la desactivación de Jander, que tanto había significado para ella. Sin embargo, imagino que Gladia no habría utilizado la palabra «esposo» si no hubiera sabido que yo era terrícola y que comprendería a qué se refería.
—Muy bien —dijo el Presidente—. Reconozco que la tal Gladia tiene un mínimo de sentido común, para ser solariana. ¿Era ése el hecho que quería usted mencionar?
—Sí, señor Presidente.
—En tal caso, lo considero irrelevante y no puede tomarlo en cuenta en nuestras deliberaciones.
—Señor Presidente, todavía hay una pregunta más que deseo hacer. Una sola pregunta. Apenas una docena de palabras y habré terminado.
Se inclinó hacia adelante en la actitud más seria y fervorosa que podía adoptar, pues todo dependía de ello. El Presidente titubeó antes de sentenciar:
—De acuerdo. Una última pregunta.
—Sí, señor Presidente.
A Baley le habría gustado gritar sus palabras, pero se contuvo. Tampoco alzó la voz. Ni siquiera señaló con el dedo. Todo dependía de aquellas palabras. Todo había conducido a lo que se disponía a decir, pero aun así recordó lo que le había aconsejado Fastolfe y preguntó, casi despreocupadamente:
—¿Cómo es que el doctor Amadiro sabía que Jander era el esposo de Gladia?
—¿Cómo? —El Presidente alzó sus cejas canosas y pobladas en actitud de sorpresa—. ¿Quién ha dicho que Amadiro estuviera al corriente de ese asunto?
Hecha una pregunta directa, Baley podía continuar.
—Pregúnteselo a él, señor Presidente.
Y con un gesto de la cabeza, señaló sin añadir una palabra más a Amadiro, quien se había levantado de su asiento y contemplaba a Baley con evidente horror.
—Pregúnteselo, señor Presidente. Parece que mis palabras le han afectado mucho —repitió Baley en voz muy baja, pues no deseaba que el Presidente apartara su atención de Amadiro.
—¿Qué tiene que decir a eso, doctor Amadiro? ¿Sabía usted que ese robot había adoptado el papel de esposo de la solariana?
Amadiro tartamudeó, apretó los labios un momento e intentó de nuevo responder. La palidez que había invadido su rostro se desvaneció, reemplazada por un rubor apagado.
—Esa acusación sin sentido me ha tomado por sorpresa, señor Presidente. No sé a qué viene todo esto.
—¿Puedo explicarme, señor Presidente? Seré muy breve —intervino Baley. (¿Se lo permitiría?)
—Será mejor que lo haga —replicó el Presidente con aire severo—. Si tiene usted alguna explicación, me encantaría oírla, desde luego.
—Ayer por la tarde, señor Presidente, sostuve una conversación con el doctor Amadiro. Dado que su intención era mantenerme en el Instituto hasta que empezara la tormenta, habló conmigo más extensamente de lo que pretendía y, al parecer, con menos precaución. Al referirse a Gladia, mencionó casualmente a Jander, el robot, como su esposo. Tengo curiosidad por saber cómo podía conocer el hecho.
—¿Es eso cierto, doctor Amadiro? —preguntó el Presidente.
Amadiro seguía de pie, casi con el aspecto de un preso ante el juez.
—Tanto si es cierto como si no, esto no tiene ninguna relación con el asunto que estamos debatiendo.
—Quizá no —contestó el Presidente—, pero me ha sorprendido su reacción cuando ha surgido el tema. Intuyo que todo esto tiene un significado que tanto usted como el señor Baley conocen, y que yo no alcanzo a comprender. Por lo tanto, también quiero conocerlo. ¿Estaba usted al corriente de esa relación imposible entre Jander y la solariana, sí o no?
—No podía saberlo de ninguna manera —contestó Amadiro con la voz embargada por el nerviosismo.
—Eso no es una respuesta —dijo el Presidente—, sino una ambigüedad. Está usted emitiendo juicios de valor cuando lo que le pido es una declaración. ¿Hizo usted la afirmación que el señor Baley le imputa o no?
—Antes de que el doctor conteste —intervino Baley, sintiéndose más seguro del terreno que pisaba ahora que el Presidente estaba dominado por un acceso de furia moralista—, es justo que le recuerde que Giskard, un robot que estuvo presente en nuestra reunión, puede repetir, si así se lo piden, toda la conversación, palabra por palabra y utilizando la voz y la entonación de ambas partes. En resumen, que la conversación está grabada.
Amadiro estalló, indignado.
—Señor Presidente, ese robot, Giskard, fue diseñado, construido y programado por el doctor Fastolfe, quien se autoproclama el mejor roboticista que existe y quien se ha manifestado como acérrimo enemigo mío. ¿Cómo puede uno fiarse de una grabación tomada por un robot así?
—Quizá debería usted escuchar la grabación y sacar sus propias conclusiones, señor Presidente —apuntó Baley.
—Sí, quizá debería hacerlo —asintió el Presidente—. No estoy aquí para que se tomen decisiones por mí, doctor Amadiro. Sin embargo, dejemos eso de momento. Pese a lo que pueda decir la grabación, doctor Amadiro, ¿desea usted dejar constancia aquí de que no sabía que la mujer de Solaria considerara a ese robot como su esposo, y de que nunca se ha referido a él como esposo de esa Gladia Solaria? Por favor, recuerde (pues tanto usted como Fastolfe deben saberlo, en su calidad de miembros de la Asamblea Legislativa) que, pese a no estar presente ningún robot, toda esta conversación está siendo grabada en mi propio aparato. —Se llevó los dedos al bolsillo superior de su camisa, en el que se apreciaba un pequeño bulto—. Conteste llanamente, doctor Amadiro. Sí o no.
—Señor Presidente —respondió Amadiro con un asomo de desesperación en la voz—, sinceramente no puedo recordar lo que dije en una conversación informal. Si realmente mencioné esa palabra, y no reconozco con ello que lo hiciera, pudo deberse a alguna otra conversación también informal en la que alguien debió de mencionar el hecho de que Gladia actuaba como si estuviera enamorada de ese robot, y que le trataba como si fuera su esposo.
—¿Y con quién mantuvo esa otra conversación? ¿Quién le mencionó eso?
—En este momento no lo recuerdo.
—Señor Presidente —insistió Baley—, si el doctor Amadiro fuera tan amable de hacer una lista de las personas que pudieron utilizar esa palabra en sus conversaciones con él, podríamos interrogarlas una por una hasta descubrir quién recordaba haber hecho tal observación.
—Espero, señor Presidente —replicó Amadiro—, que tendrá usted en cuenta los efectos sobre la moral del Instituto que tendría una encuesta de ese tipo, si se llevara a cabo.
—Y yo espero que usted también lo tenga en cuenta —contestó el Presidente— y nos dé una respuesta más precisa a la cuestión, para no vernos obligados a recurrir a esos extremos.
—Un momento, señor Presidente —intervino Baley. Con todo el servilismo de que fue capaz, añadió—: Queda un punto más.
—¿Otro? ¿No era éste el último? —estalló el Presidente, observando a Baley con irritación—. ¿De qué se trata?
—¿Por qué muestra tanto interés el doctor Amadiro en negarse a reconocer que estaba al corriente de la relación entre Jander y Gladia? Él afirma que no es un tema importante pero, en tal caso, ¿por qué no admite que conocía esa relación, y ya está? Yo insisto en que es una cuestión importante, y el doctor Amadiro es consciente de que, si admite haber estado al corriente de ella, sus palabras podrían ser utilizadas para demostrar la existencia de un comportamiento criminal por su parte.
—¡Protesto por esa expresión y exijo una disculpa! —tronó Amadiro. Fastolfe sonrió levemente y Baley apretó los labios con gesto serio. Había forzado a Amadiro más allá del límite.
El Presidente enrojeció hasta un punto casi alarmante y replicó acaloradamente:
—¿Exige? ¿Usted exige? ¿A quién exige? Yo soy el Presidente. Yo escucho todas las explicaciones antes de decidir lo que me parece más conveniente y comunicarlo a la Asamblea Legislativa. Déjeme escuchar lo que el terrícola tenga que decir, déjeme conocer su interpretación de los actos de usted. Si le está calumniando, haré que sea castigado, puede estar seguro. Además, puede tener usted la seguridad, doctor Amadiro, de que tomaré en su sentido más amplio la normativa sobre calumnias. Pero lo que no le tolero, Amadiro, es que venga con exigencias. Adelante, terrícola. Diga lo que tenga que decir, pero mida bien sus palabras.
—Gracias, señor Presidente —dijo Baley—. En realidad, hay un aurorano a quien Gladia sí comunicó el secreto de su relación con Jander.
—¿Y bien? —interrumpió el Presidente—, ¿de quién se trata? No me venga con trucos de programas de hiperondas.
—Tengo intención de hacer sólo declaraciones directas y francas, señor Presidente. Ese aurorano no es otro, naturalmente, que el propio Jander. Podía ser un robot, pero era un habitante de Aurora y debe ser considerado como un au-rorano. Seguramente, Gladia debió de referirse a él, en sus momentos de pasión, como a su «marido». Dado que el doctor Amadiro ha afirmado que probablemente oyó a otra persona mencionar la relación matrimonial establecida entre Gladia y Jander, ¿no es lógico suponer que la oyó de labios del propio Jander? ¿Estaría dispuesto el doctor Amadiro, ahora mismo, a dejar constancia de que no habló con Jander durante el período en que el robot formaba parte del personal bajo las órdenes de Gladia?
Por dos veces, Amadiro abrió la boca para responder. Por dos veces, fue incapaz de articular palabra alguna.
—Bien —dijo el Presidente—, ¿habló usted con Jander durante ese período, doctor Amadiro?
Tampoco hubo respuesta. Baley intervino, en voz muy baja:
—Si la respuesta es afirmativa, la declaración resulta importantísima para el asunto que estamos tratando.
—Empiezo a ver que así debe de ser, señor Baley. ¿Y bien, doctor Amadiro? Una vez más: ¿sí o no?
Y Amadiro estalló.
—¿Qué pruebas tiene ese terrícola contra mí en este aspecto? ¿Tiene acaso grabada la conversación que, según dice, mantuve con Jander? ¿Tiene algún testigo dispuesto a afirmar que me vio con Jander? ¿Qué pruebas puede aportar, salvo meras falsas suposiciones?
El Presidente se volvió a Baley y le observó, pensativo. El terrícola contestó:
—Señor Presidente, si no tuviera algo más, el doctor Amadiro no dudaría en negar cualquier contacto con Jander, para que así constara. Sin embargo, no lo hace. Resulta que en el curso de mi investigación me he entrevistado también con la doctora Vasilia Aliena, la hija del doctor Fastolfe. Y he conversado asimismo con un joven aurorano llamado Santirix Gremionis. En la grabación de ambas conversaciones, queda demostrado que la doctora Vasilia incitaba a Gremionis a que cortejara a Gladia. Si lo desea, puede interrogar a la doctora Vasilia sobre sus propósitos al hacerlo, y sobre si su actuación en este sentido se debió a alguna sugerencia del doctor Amadiro. También parece que Gremionis tenía por costumbre dar largos paseos con Gladia, en los cuales nunca eran acompañados por el robot Jander. Es un hecho que puede comprobar si así lo desea, señor.