Resultaba evidente que esa idea le divertía.
—Escucha, Gladia —insistió Baley—. ¿Qué dije en ese momento? ¿Algo más, aparte del «lo tengo, lo tengo»? ¿Dije qué era lo que tenía?
Gladia volvió a fruncir el ceño.
—No, no recuerdo... ¡Espera! Sólo dijiste una cosa más, en voz muy baja. Dijiste: «Él llegó primero.»
—«Él llegó primero». ¿Es eso lo que dije?
—Sí. Yo di por supuesto que te referías a Giskard, que había llegado a tí antes que los otros robots. Creí que estabas intentando vencer el temor a ser secuestrado, que estabas reviviendo lo acaecido en la tormenta. ¡Sí! Por eso te acaricié y te dije que no tuvieras miedo, hasta que por fin te relajaste.
—«Él llegó primero»; ahora ya no se me olvidará. Gracias por lo de anoche, Gladia. Gracias por contármelo.
—¿Es importante que dijeras que Giskard te encontró primero? —exclamó Gladia—. Es la verdad, tú lo sabes.
—No puede ser eso, Gladia. Tiene que tratarse de algo que no sé, pero que surge en mi cerebro cuando éste está totalmente relajado.
—Entonces, ¿qué significa esa frase?
—No estoy seguro, pero si es eso lo que dije, debe de tener algún significado. Y sólo tengo una hora para descifrarlo. —Baley se puso en pie y declaró—: Ahora debo irme.
Avanzó unos pasos hacia la puerta, pero Gladia corrió hasta él y le rodeó con los brazos.
—Espera, Elijah.
Baley titubeó y finalmente indinó la cabeza para besarla. Durante un largo instante, permanecieron estrechamente abrazados.
—¿Volveré a verte, Elijah?
—No lo sé —respondió Baley con tristeza—. Espero que sí.
Y salió de la habitación en busca de Daneel y Giskard, para hacer los preparativos necesarios para la conferencia que estaba a punto de tener lugar.
La tristeza acompañó a Baley mientras cruzaba la amplia zona de césped que le separaba del establecimiento de Fastolfe.
Los robots le escoltaban, uno a cada lado. Daneel parecía relajado pero Giskard, fiel a su programación y al parecer incapaz de escapar de ella, seguía vigilando los alrededores.
—¿Cómo se llama el presidente de la Asamblea Legislativa, Daneel? —preguntó Baley.
—Lo ignoro, compañero Elijah. Por lo que he oído, todos se refieren a él como «el Presidente», y en las audiencias sólo se le presenta con el título de «el señor Presidente».
—Se llama Rutilan Morder, pero su nombre nunca es mencionado oficialmente —informo Giskard—. Sólo se utiliza el título. Ello sirve para dar al gobierno la impresión de continuidad. Los seres humanos que desempeñan el cargo tienen, como individuos, un período fijo en la presidencia; en cambio, «el Presidente» es algo que existe siempre.
—Y este Presidente en concreto, ¿qué edad tiene?
—Es bastante anciano, señor. Tiene trescientos treinta y un años —le informó Giskard, que siempre tenía a punto los datos estadísticos.
—¿Su salud es buena?
—No tengo informaciones que hagan suponer otra cosa, señor.
—¿Tiene alguna característica personal que me sería conveniente conocer?
La pregunta pareció tomar por sorpresa a Giskard. Este hizo una pausa y contestó:
—Me resulta difícil contestar a eso. Está en su segundo mandato y es considerado un Presidente eficaz que trabaja a fondo y obtiene resultados.
—¿Tiene el genio vivo? ¿Es paciente, dominante, comprensivo?
—Eso tendrá que juzgarlo usted mismo —respondió Giskard.
—Compañero Elijah —añadió Daneel—, el Presidente está por encima del partidismo. Es un hombre justo y ecuánime por definición.
—Estoy seguro de ello —murmuró Baley—, pero las definiciones son abstractas, igual que la denominación de «el Presidente». En cambio, los presidentes individuales, con nombre, son concretos y tienen ideas propias, con las que debo enfrentarme.
Movió la cabeza. También él tenía un buen montón de ideas propias, eso podía jurarlo. Había tenido por tres veces una idea clara de los hechos que investigaba, y las tres veces se le había escapado. Ahora contaba con un testigo que había podido escuchar lo que decía cuando tuvo esa idea, pero aun así no podía saber de qué se trataba.
«Él llegó primero.»
¿Quién había llegado primero? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Baley no tenía las respuestas.
Baley encontró a Fastolfe esperándole en la puerta de su establecimiento, con un robot detrás de él que parecía inquieto como rara vez se mostraban los robots; parecía incapaz de realizar adecuadamente su trabajo de dar la bienvenida a los visitantes y estar transtornado por ello.
(Sin embargo, una vez más, aquello no era sino una proyección de motivaciones humanas en un robot. Lo más probable era que el robot no tuviera en su interior la menor inquietud ni ningún otro tipo de sentimientos. Simplemente, su actuación era resultado de ligeras oscilaciones de los potenciales positrónicos debidas a que sus órdenes eran dar la bienvenida a todos los visitantes y someterlos a una inspección de seguridad y, en esta ocasión, no podía desempeñar su labor sin apartar de en medio a Fastolfe, acto, que tampoco podía llevar a cabo salvo por razones de extrema necesidad. Ante esta contradicción entre su deber y las circunstancias, el robot no hacia sino ponerse en acción y detenerse una y otra vez, lo que daba una impresión de inquietud.)
Baley se descubrió mirando con aire ausente al robot, y le costó desviar de nuevo su mirada hacia Fastolfe. (Baley estaba pensando en robots, pero no sabía por qué.)
—Me alegro de volver a verle, doctor Fastolfe —dijo al tiempo que le tendía la mano. Tras su encuentro con Gladia, le resultaba difícil recordar que los espaciales eran bastante reacios a tener contacto físico con los terrícolas.
Fastolfe titubeó un momento y luego, cuando la educación triunfó sobre la prudencia, aceptó la mano que Baley le tendía, la sostuvo levemente durante un segundo y la soltó.
—Mi placer al verle es aún mayor, señor Baley. Me he sentido muy alarmado por la experiencia que tuvo usted anoche. No fue una tormenta especialmente fuerte, pero para un terrícola debía de parecer sobrecogedora.
—Está al corriente de lo sucedido, por lo que veo...
—Daneel y Giskard me han tenido informado puntualmente del asunto. Me habría sentido mejor si le hubiesen traído directamente aquí, pero su decisión se basó en el hecho de que el establecimiento de Gladia estaba más próximo al lugar del aterrizaje del planeador, y en que las órdenes que usted les dio eran terminantes en cuanto a dar prioridad a la seguridad de Daneel por encima de la suya propia. Por cierto, ¿no le interpretaron mal los robots?
—En absoluto. Yo les obligué a que me dejaran.
—¿Le parece eso aconsejable? —insistió Fastolfe al tiempo que les llevaba al interior del establecimiento y señalaba un sofá.
—Me pareció la decisión más adecuada —respondió Baley, tomando asiento—. Nos estaban persiguiendo.
—Eso me dijo Giskard. También me informó que...
—Doctor Fastojfe, por favor —intervino Baley—. Tengo poco tiempo y hay varias preguntas que quiero hacerle.
—Adelante, por favor —repuso Fastolfe de inmediato, con su aire habitual de intachable cortesía.
—Alguien me ha sugerido que usted sitúa sus trabajos sobre la función del cerebro por encima de cualquier otra cosa, que usted...
—Permítame que termine yo, señor Baley. Que no dejaré que nada se interponga en mi camino, que soy implacable, que no tengo en cuenta ninguna consideración de orden moral, que no me detengo por nada y que doy cualquier cosa por buena en nombre de la importancia de mi trabajo.
—Eso es.
—¿Quién le ha hablado así de mí, señor Baley? —preguntó Fastolfe.
—¿Importa mucho?
—Quizá no. Además, no es muy difícil de adivinar. Ha sido mi hija Vasilia, estoy convencido.
—Quizás —replicó Baley—. Lo que quiero saber es si esta exposición de su carácter corresponde a la verdad.
Fastolfe sonrió tristemente.
—¿De veras espera de mí una respuesta sincera acerca de mi propio carácter? En ciertos aspectos, las acusaciones contra mí son ciertas. Efectivamente, considero mi trabajo como lo más importante y siento el impulso de sacrificarlo todo por él. Para ello, soy perfectamente capaz de hacer caso omiso de las nociones convencionales acerca del mal y la moralidad si éstas se interponen en mi camino. Sin embargo, lo cierto es que no me comporto así, que no consigo comportarme así. En concreto, si se me acusa de haber matado a Jander porque con ello conseguía de algún modo avanzar en mis estudios sobre el cerebro humano, lo niego rotundamente. No, señor Baley. Yo no maté a Jander.
—Usted sugirió que me sometiera a un sondeo psíquico para obtener la información que mi cerebro conoce pero que no puede transmitir a mi mente consciente —comentó Baley—. ¿Se le ha pasado por la cabeza que si se sometiera usted, y no yo, a ese sondeo psíquico, podría demostrar su inocencia?
Fastolfe asintió con la cabeza, pensativo.
—Imagino que Vasilia le habrá sugerido que el hecho de no haberme ofrecido a someterme a esa prueba es una demostración de culpabilidad. No es así. El sondeo psíquico es peligroso y me inquieta tanto como a usted la idea de someterme a él. Con todo, habría aceptado tal propuesta, pese a mis temores, si no fuera por el hecho de que mis oponentes se sentirían encantados de que lo hiciera. Discutirían cualquier prueba de mi inocencia que pudiera aportar el sondeo psíquico, y éste no es un instrumento lo bastante efectivo para demostrar la inocencia de alguien de forma indiscutible. En cambio, lo que sí conseguirían mis enemigos con la utilización del sondeo psíquico sería información sobre la teoría y diseño de los robots humaniformes. Eso es lo que realmente les interesa conocer, y no estoy dispuesto a dárselo.
—Muy bien —contestó Baley—. Gracias, doctor Fastolfe.
—De nada — replicó Fastolfe—. Y ahora, si me permite volver a lo que estaba diciendo, Giskard me informó de que, después de quedarse solo en el planeador, un grupo de robots desconocidos le abordó. Por lo menos, se refirió usted con palabras inconexas a unos robots desconocidos, después de que Giskard le encontrara inconsciente bajo la tormenta.
—Es cierto que unos robots me abordaron, doctor Fastolfe. Conseguí desviarles de sus propósitos y que se retiraran, pero pensé que era más prudente abandonar el planeador y no esperar a que regresaran. Quizá no podía pensar con demasiada claridad cuando tomé esa decisión. Giskard lo cree así.
—Giskard tiene una visión muy simplista del universo —sonrió Fastolfe—. ¿Tiene alguna idea de a quién podían pertenecer esos robots?
Baley se movió inquieto en su asiento, como si no consiguiera encontrar una posición suficientemente cómoda.
—¿Ha llegado ya el Presidente? —preguntó.
—No, pero lo hará de un momento a otro. Y también Amadiro, el director del Instituto. Sé por los robots que ayer se reunió usted con él, y no estoy muy seguro de que eso fuera acertado, ya que le puso furioso.
—Era necesario que le viera, doctor Fastolfe. Además, Amadiro no me pareció furioso.
—La actitud externa no cuenta en Amadiro. Como resultado de lo que denomina calumnias y agresiones intolerables a su dignidad profesional cometidas por usted, Amadiro ha forzado la mano del Presidente.
—¿De qué manera? —preguntó Baley.
—La tarea del Presidente es apoyar las reuniones de las partes enfrentadas y elaborar una fórmula de compromiso. Si Amadiro desea reunirse conmigo, el Presidente no puede, por definición, hacerle desistir y mucho menos prohibírselo. Está obligado por las leyes a presidir la reunión y, si Amadiro encuentra suficientes pruebas contra usted (y resulta sumamente sencillo acumular pruebas contra un terrícola), eso pondrá fin a la investigación.
—Quizá no debería haber llamado a un terrícola para que le ayudara, doctor Fastolfe, en vista de lo vulnerables que somos.
—Puede que tenga razón, señor Baley, pero no se me ocurrió otra alternativa. Y todavía estoy igual, así que debo dejar en sus manos la tarea de convencer al Presidente de nuestro punto de vista, si eso es posible.
—¿La responsabilidad es mía? —preguntó Baley, abatido.
—Enteramente suya —contestó Fastolfe sin alterarse.
—¿Sólo estaremos presentes nosotros cuatro?
—En realidad sólo estaremos tres: el Presidente, Amadiro y yo. Estaremos, por decirlo así, los dos litigantes y el agente mediador. Usted será una cuarta parte, señor Baley. Sólo estará presente con el consentimiento de los demás. El Presidente puede mandarle salir de la sala en cualquier momento, así que espero que no haga usted nada que le pueda incomodar.
—Lo intentaré, doctor Fastolfe.
—Por ejemplo, señor Baley, no le ofrezca usted la mano. Y perdone que sea tan franco.
Baley se sintió turbado al advertir lo inoportuno de su gesto anterior.
—No lo haré —aseguró.
—Compórtese con intachable cortesía. No haga acusaciones furibundas, no insista en declaraciones que no pueda sustentar con pruebas, no...
—¿Quiere usted decir que no presione a nadie para que se traicione en sus declaraciones? ¿A Amadiro tampoco?
—Exacto, a nadie. Estará cometiendo una calumnia y eso puede ser contraproducente. Por lo tanto, compórtese con educación. Si los buenos modales ocultan un ataque, nadie se molestará por ello. Y procure no hablar si no se dirigen a usted.
—¿Cómo es que ahora me da tantos consejos y, en cambio, no me advirtió anteriormente de los peligros de calumniar a alguien, doctor Fastolfe?
—Tiene razón. Ha sido culpa mía —reconoció Fastolfe—. Para mí era una cuestión tan elemental que no se me ocurrió que tuviera que explicárselo.
—Sí —gruñó Baley—. Creo que le comprendo.
Fastolfe alzó de repente la cabeza.
—Oigo un planeador ahí fuera. Más aún, oigo los pasos de uno de mis robots que se dirige hacia la entrada. Supongo que el Presidente y Amadiro están a punto de hacer su aparición.
—¿Juntos? —preguntó Baley.
—Naturalmente. Mírelo de este modo: Amadiro sugirió mi establecimiento como lugar de reunión, concediéndome así la ventaja de moverme en mi terreno. En contrapartida, él tiene la oportunidad de ofrecerse, como aparente acto de cortesía, a ir a buscar al Presidente y traerle hasta aquí. Después de todo, tienen que venir los dos. Eso le da a Amadiro la oportunidad de charlar unos minutos en privado con el Presidente y exponerle sus puntos de vista.