—Vaya, Giskard, desde luego. Adelante.
—Cuando se estableció el gobierno de Aurora —empezó a narrar Giskard con aire didáctico, como si en su interior estuviera girando metódicamente una cinta grabada con la información—, se elaboró un estatuto por el cual el funcionario ejecutivo solamente tendría responsabilidades honoríficas. Se encargaría de recibir a los altos dignatarios de otros mundos, abriría todas las sesiones de la Asamblea Legislativa, presidiría sus deliberaciones y sólo votaría en caso de empate. Sin embargo, después de la Controversia del Río...
—Sí, he leído algo al respecto —dijo Baley. Se trataba de un episodio especialmente sombrío en la historia de Aurora, durante el cual la confrontación de opiniones irreconciliables acerca del reparto más adecuado de las reservas de energía hidroeléctrica había conducido al planeta a la situación más próxima a una guerra civil de toda su existencia—. No necesitas explicarme los detalles.
—Bien, señor —asintió Giskard—. Como decía, tras la Controversia del Río se llegó a la resolución general de no permitir que otra disputa como aquélla volviera a poner en peligro la sociedad aurorana. Desde entonces, pues, se ha convertido en costumbre que todas las disputas sean resueltas en privado y de manera pacífica fuera de la Asamblea Legislativa. Cuando los miembros de ésta votan, lo hacen según el acuerdo al que se ha llegado con anterioridad, de modo que siempre hay una gran mayoría a favor de una u otra postura.
»La figura clave para la solución de las disputas es el Presidente de la Asamblea Legislativa. Este se mantiene por encima de las diferencias de opinión y sólo conserva su poder, que es nulo en teoría pero considerable en la práctica, mientras todos sigan considerándole neutral. Por ello, el Presidente defiende celosamente su objetividad y, dado que habitualmente lo logra con éxito, suele ser él quien adopta las decisiones y soluciona las controversias en un sentido o en otro.
—¿Significa eso que el Presidente me escuchará a mí, luego a Fastolfe y luego a Amadiro, y que después tomará una decisión?
—Posiblemente. También puede suceder que siga sin decidirse y solicite nuevos testimonios, se tome más tiempo para evaluar los datos de que disponemos, o ambas cosas.
—Y en el caso de que el Presidente llegue a una decisión, ¿la acatará Amadiro si es contraria a él? ¿Y Fastolfe, la acatará también?
—No es absolutamente imprescindible. Siempre hay quien no acepta la decisión del Presidente, y tanto el doctor Amadiro como el doctor Fastolfe son testarudos y obstinados, a juzgar por sus comportamientos. No obstante, la mayoría de los miembros de la Asamblea Legislativa acatan siempre la decisión del Presidente, sea ésta cual sea. Siendo así, cuando llegue el momento de la votación, aquel de los dos en contra del cual se haya decidido el Presidente se encontrará en exigua minoría.
—¿Estás seguro de eso, Giskard?
—Casi por completo. El período de permanencia en el cargo de Presidente es habitualmente de treinta años, con posibilidad de ser reelegido por la Asamblea Legislativa para otro período de treinta años. Sin embargo, si se produjera una votación contraria a la recomendación del Presidente, éste se vería obligado a dimitir y se produciría una crisis gubernamental mientras la Asamblea Legislativa elegía a otra persona para el cargo, en un ambiente de agrias discusiones. Pocos miembros de la asamblea desean arriesgarse a ello y, cuando está en juego esta posibilidad, las probabilidades de que una mayoría vote en contra del Presidente son práctica-mente nulas.
—Entonces —murmuró Baley apesadumbrado—, todo depende de la reunión de esta mañana.
—Es muy probable.
—Gracias, Giskard.
Baley repasó una y otra vez su argumentación, con aire pesimista. Aunque parecía tener posibilidades de salir bien parado, no tenía la menor idea de qué iba a argumentar Amadiro o de cómo sería el Presidente. Había sido Amadiro quien había elevado el tema al Presidente, y debía de sentirse confiado, seguro de sí mismo.
Entonces Baley recordó una vez más que, mientras se quedaba dormido con Gladia en sus brazos, había visto... o había creído ver... o había imaginado ver... el significado de todo lo acaecido en Aurora. Todo le había parecido claro, evidente, cierto. Y de nuevo, por tercera vez, la solución del problema se le había escapado como si nunca la hubiera tenido ante los ojos.
E igual que aquel esquivo pensamiento, también sus esperanzas parecieron escapársele.
Daneel llevó a Baley hasta la habitación donde iba a servirse el desayuno, que parecía más íntima que un comedor normal. Era pequeña y estaba despejada, sin más mobiliario que una mesa y dos sillas y, cuando Daneel se retiró, no lo hizo a un nicho como acostumbraba. De hecho, ni siquiera había nichos y, por un instante, Baley se encontró solo, absolutamente solo, en la sala.
Pese a todo, sabía que en realidad no estaba solo, pues sólo con llamar acudirían varios robots. Sin embargo, aquélla era una habitación para dos, para estar sin robots. Una estancia (Baley titubeó al pensarlo) para amantes.
Sobre la mesa había dos fuentes con una especie de tortitas u hojuelas que no olían a tales, pero cuyo aroma no resultaba nada desagradable. Junto a ellas había dos recipientes con lo que parecía mantequilla fundida (aunque podía no serlo). También había un cazo con una bebida caliente (que Baley había probado en otra ocasión sin que le gustara mucho) que hacía las veces de café.
Gladia entró en la habitación, vestida con gran elegancia y con el cabello resplandeciente, como si acabara de salir de la peluquería. Se detuvo un instante y apareció en sus labios una media sonrisa.
—¿Elijah? —dijo.
Baley, tomado un poco por sorpresa ante su repentina aparición, se puso en pie de un salto.
—¿Cómo estás, Gladia? —la saludó con un ligero tartamudeo.
Ella no hizo caso de sus palabras. Parecía alegre y relajada.
—Si te preocupa no tener a Daneel a la vista, quédate tranquilo. Está perfectamente, y así seguirá. En cuanto a nosotros...
Se acercó a él, quedándose muy cerca y llevó lentamente una mano a la mejilla de Baley igual que cierta vez, hacía mucho tiempo, había hecho en Solaria. De los labios de Gladia escapó una risilla.
—Esto fue todo lo que pude hacer entonces. ¿Te acuerdas, Elijah?
Baley asintió en silencio.
—¿Has dormido bien, Elijah? Siéntate, querido.
—Muy bien... Gracias, Gladia.
Baley dudó si devolverle la caricia, pero se abstuvo y volvió a sentarse.
—No me des las gracias —replicó ella—. Ha sido la noche que mejor he dormido desde hace semanas, y no habría sido así si no hubiera cambiado de cama una vez estuve segura de que dormías profundamente. Si me hubiese quedado contigo, siguiendo lo que el corazón me dictaba, te habría estado molestando toda la noche y no habrías podido descansar tranquilo.
Baley supo que era el momento de decir alguna galantería.
—Hay otras cosas más importantes que... que descansar, Gladia.
El tono de formalidad con que dijo la frase hizo que Gladia se echara a reír otra vez.
—Pobre Elijah —murmuró—. Estás turbado.
El hecho de que Gladia se diera cuenta de ello le turbó todavía más. Baley se había preparado para encontrarse con una Gladia contrita, disgustada, avergonzada, afectada, indiferente o llorosa. Cualquier cosa menos la actitud de franco erotismo que había adoptado.
—Bueno, no te preocupes —prosiguió Gladia—. Debes de estar hambriento. Anoche apenas comiste nada. Métete unas cuantas calorías en el cuerpo y te sentirás más sensual.
Baley observó con aire dubitativo las tortitas que no eran tales.
—¡Ah! —dijo Gladia—, probablemente no hayas visto nunca eso. Son delicias de Solaria. Pachinkas, las llamamos. Tuve que reprogramar al chef para que las hiciera como es debido. En primer lugar, debe utilizarse un cereal importado de Solaria, pues con las variedades de Aurora no salen buenas. Están rellenas. En realidad, se puede utilizar mil cosas como relleno, pero lo que contienen éstas es lo que más me gusta a mí, y sé que a ti también te gustará. No voy a decirte qué es, salvo que contiene puré de castañas y un poco de miel. Pruébalas y dime qué te parecen. Puedes cogerlas con los dedos, pero ten cuidado de cómo las muerdes.
Gladia tomó una delicadamente con el índice y el pulgar de ambas manos y le dio un pequeño mordisco, despacio, lamiendo a continuación el relleno dorado y semilíquido que rezumó de su interior.
Baley imitó sus gestos. La pachinka resultaba dura al tacto y no estaba demasiado caliente. Se llevó una punta a la boca y descubrió que se resistía a la acción de sus dientes. Clavó éstos con un poco más de fuerza y la pachinka se quebró de tal modo que el relleno se le derramó en las manos.
—Has mordido con demasiada fuerza, y el bocado tiene que ser más pequeño —le aconsejó Gladia al tiempo que se apresuraba a darle una servilleta—. Ahora lámelo. Nadie consigue comer una pachinka sin ensuciarse. De hecho, se supone que uno debe revolcarse en ellas. Lo ideal, dicen, es comerlas desnudo y luego darse una ducha.
Baley lamió el relleno con aire titubeante y la expresión de su rostro fue suficientemente explícita.
—Te gusta, ¿verdad? —dijo Gladia.
—Es delicioso —asintió Baley. Cogió otra y la mordió lenta y suavemente. No resultaba empalagosa y parecía ablandarse y fundirse en la boca. Apenas había que hacer esfuerzos para tragarla.
Baley comió otras tres pachinkas y sólo su timidez le impidió pedir más. Se lamió los dedos sin que Gladia hubiera de insistir y desechó la utilización de servilletas, pues no quería que se perdiera en un objeto inanimado ni una gota de aquel delicioso manjar.
—Límpiate las manos aquí, Elijah —le indicó Gladia, señalando el recipiente que Baley había creído contenía mantequilla fundida. Baley se limpió y luego se secó las manos. Se las llevó a la nariz para ver qué aroma dejaba, pero no apreció ninguno.
—¿Estás turbado por lo que sucedió anoche, Elijah? ¿Es eso lo que sucede?
Baty se preguntó qué podía decir uno a eso. Por último, asintió.
—Me temo que sí, Gladia. No es lo único que siento, ni mucho menos, pero es cierto que estoy turbado. Párate a pensarlo: yo soy un terrícola y tú lo sabes, pero hasta ahora has reprimido ese pensamiento y la palabra «terrícola» no es para tí más que un vocablo sin sentido de tres sílabas. Anoche sentías lástima por mí, estabas preocupada por el problema que había representado para mí la tormenta, y sentiste por mí lo que habrías sentido por un bebé. Quizá te compadeciste por la vulnerabilidad que produjo en tí la pérdida de Jander, y por eso viniste a mí. Pero este sentimiento pasará (de hecho, me sorprende que no haya pasado ya), y entonces recordarás otra vez que soy un terrícola y te sentirás avergonzada, degradada y sucia. Me odiarás por lo que he hecho contigo y no quiero que me odies. No, Gladia, no quiero que me odies.
Si el rostro de Baley expresaba tanta infelicidad como sentía, realmente parecía muy feliz. Gladia debió de pensarlo así, pues extendió su mano y apretó la de él.
—No voy a odiarte, Elijah. ¿Por qué iba a hacerlo? Tú no me has hecho nada que pueda reprocharte. He sido yo quien he venido a tí, y me alegraré el resto de mi vida de haberlo hecho. Hace dos años, tú me liberaste con un simple roce, y anoche volviste a liberarme, Elijah. Hace dos años, necesitaba saber si era capaz de sentir deseo, y anoche necesitaba saber si podía volver a sentirlo después de Jander. Quédate conmigo, Elijah. Podría resultar tan...
Baley se apresuró a interrumpirla.
—¿Cómo podría hacerlo, Gladia? Debo regresar a mi propio mundo. Tengo allí obligaciones y objetivos, y tú no podrías venir conmigo. No podrías llevar el tipo de vida terrestre. Morirías de alguna enfermedad, si antes no acababan contigo el enclaustramiento y las multitudes. Estoy seguro de que lo comprendes.
—Sí, comprendo lo que me dices de la Tierra —contestó Gladia con un suspiro—, pero no tienes que irte inmediatamente, ¿verdad?
—Puede que antes de que termine la mañana el Presidente ordene mi expulsión del planeta.
—¡No puede ser! —protestó enérgicamente Gladia—. ¡No debes permitirlo! Y si te obligan, podemos ir a cualquier otro mundo espacial. Tenemos decenas de ellos para elegir. ¿Significa tanto la Tierra para tí para que no puedas vivir en un mundo espacial?
—Escucha, Gladia, podría buscar una respuesta evasiva y señalar que ningún otro mundo espacial me permitiría instalarme en él para siempre, lo sabes muy bien. Sin embargo, te seré absolutamente sincero: incluso si algún mundo espacial me aceptara, la Tierra significa tanto para mí que tendría que volver allí. Aunque ello representara separarme de tí.
—¿Y no regresar nunca a Aurora? ¿No volver a verme nunca más?
—Si pudiera volver a verte, lo haría —declaró Baley con un suspiro—. Volvería una y otra vez, créeme, pero ¿qué sentido tiene decirlo? Sabes que no es probable que me inviten a regresar. Y sabes que no puedo venir aquí si no me invitan.
—No quiero creerlo, Elijah —respondió Gladia en voz baja.
—Gladia, no te sientas desgraciada. Entre nosotros ha sucedido algo maravilloso, pero hay muchas otras cosas maravillosas esperándote, muchas y de todas clases, aunque no sean lo mismo. Piensa en esas otras cosas y lánzate a ellas.
Ella permaneció en silencio.
—Gladia —añadió Baley en tono urgente—, ¿es preciso que alguien sepa lo que ha sucedido entre nosotros?
La mujer alzó los ojos hacia él con expresión dolorida.
—¿Tanto te avergüenza?
—Lo que ha sucedido, desde luego que no. Pero aunque no estoy avergonzado, quizá las consecuencias de que se supiera podrían ser bastantes desagradables. Nuestro encuentro podría dar lugar a habladurías. Gracias a ese odioso programa de hiperondas, que incluía una visión deformada de nuestra relación, somos famosos y objeto de cotilleo. El terrícola y la solariana. Si damos el menor motivo para que se sospeche que entre nosotros existe... existe amor, la noticia llegará a la Tierra a la velocidad de un salto por el hiperespacio.
Gladia enarcó las cejas con un asomo de hastío.
—¿Y la Tierra te considerará degradado? ¿Habrás consentido quizás en una relación sexual con alguien inferior?
—No, claro que no —respondió Baley incómodo, pues sabía que ésa sería la opinión de miles de millones de terrícolas—. ¿Se te ha ocurrido pensar que mi esposa se enteraría? Estoy casado, ya lo sabes.