El Ore bicolor tragó saliva y empezó la gran poesía escrita por Medina:
«Hoy nos visita el alcalde,
el alcalde de Madrid.
Eran muchos los colegios,
pero ha elegido el de aquí.
Eso nos llena de orgullo…»
Nosotros le veíamos la cara al alcalde de la capa, veíamos que estaba sonriendo muy contento de que esos niños (nosotros) que ayer ni le conocían ni por el nombre (eso él no lo sabía) hoy le admiraran tanto.
Al Ore le temblaba mucho la voz, y los que estábamos a su derecha y veíamos su lado pálido pensamos que se iba a desmayar, y los que estaban a su izquierda y veían su lado rojo pensaban que iba a explotar.
«… nunca lo hemos de olvidar,
mas eso no significa
que lo hayamos de votar…»
Eso no le gustó al alcalde; menos mal que después de ese verso venían los últimos, que lo arreglaban todo. Pero qué pasó. Primero pasó que el cuerpo del Ore emitió un gas tóxico que fue directamente a las caras de los pastorcillos. Un gas tan insoportable como los que a veces salen del cuerpo de la
Boni
después de que mi abuelo le dé unas gambas en el Tropezón, que ya de por sí son algo tóxicas y mutantes, porque las pesca el señor Ezequiel en el propio río Manzanares. Los pastorcillos nos tapamos la nariz para no caer intoxicados. Y luego pasó que el Ore se llevó la mano a la parte trasera de su cuerpo y con la cara ahora completamente blanca salió corriendo hacia un lado del escenario, se metió por el telón y desapareció para siempre. El alcalde se estaba revolviendo en la silla porque el final de la poesía parecía que no le había gustado demasiado. Entonces salió la
sita
, se puso delante de nosotros justo en el sitio que había ocupado el Ore y que todavía tenía el aura de su gas, y terminó la poesía de Paquito Medina que López había abandonado en ese verso tan polémico que le había gustado al alcalde tan poco.
«… mas eso no significa
que lo hayamos de votar.
No podemos todavía,
de la infancia somos niños,
no le damos nuestro voto:
le damos nuestro cariño».
Cuando la
sita
dijo aquello de «de la infancia somos niños» se nos escaparon algunas risas incontroladas, pero nos aguantamos, porque reírse de la
sita
es falta grave, y la
sita
nos ha prometido que antes de jubilarse, cuando ya tenga un pie en el colegio y otro en el autocar del Imserso para irse a Benidorm, piensa pegarle una colleja a un niño, por darse un último gusto antes de la despedida, y no sé por qué nosotros tenemos miedo a esa colleja que la
sita
estampará sólo en una cabeza de uno de nosotros, esa colleja que la
sita
tiene que dar en este año, que es el último que le queda para la felicidad (eso dice ella), antes del viaje a Benidorm y antes de irse a vivir a otro barrio, a Carabanchel (Bajo), porque la
sita
dice que una vez que se vaya es que no quiere ni encontrarnos por la calle. Nosotros conocemos la colleja de cada una de nuestras madres, son collejas familiares, pero no se nos ha dado el caso de que nos diera una colleja alguien que no fuera de nuestra sangre, y eso nos intriga bastante y nos pone un gran escalofrío en la nuca, sobre todo cuando la
sita
se pasea a nuestras espaldas por los pasillos que hay entre los pupitres de mi clase. Y nos preguntamos: «¿Seré yo el elegido?».
Al alcalde de la capa le volvió un poco la sonrisa a la cara. Nosotros esperábamos un gran aplauso, pero el público se había quedado superestupefacto con el cambio de recitador y no sabía muy bien lo que tenía que hacer. Empezó a aplaudir el presidente del HAMPA, pero como el alcalde no le siguió, dejó de aplaudir y así quedó la cosa. La
sita
dijo:
—Y ahora, señor alcalde, los niños van a cantar un villancico cuya letra ha compuesto el niño Paquito Medina y cuya música ha compuesto servidora para este día tan especial.
Los pastorcillos nos sacamos la chuleta con la letra del zurrón porque, como somos niños de la actualidad que no tenemos ejercitada la memoria, somos incapaces, según dice nuestra
sita
, de acordarnos de algo que no sean los anuncios de la tele.
Ya teníamos nuestro papel delante de nuestras narices, aclaramos nuestras gargantas y Mostaza empezó con aquel villancico bastante interminable:
«Qué le llevo, qué le llevo
a ese Niño de Belén.
Si tú le llevas tu oveja,
se la llevo yo también».
Mostaza se fue hasta las ovejas para buscar la suya, que era la Melanie, empezó a dar vueltas alrededor del rebaño de ovejas dormidas porque era imposible distinguir a la suya. Levantó a una, que se despertó y empezó a llorar. Mostaza la volvió a dejar en el suelo.
Mientras Mostaza buscaba su oveja, Yihad cantó la siguiente estrofa:
«Qué le llevo, qué le llevo
al pobre Niño Jesús.
Dos ovejas le llevamos,
dinos qué le llevas tú».
Y se acercó al rebaño para buscar a su oveja, que era Zeus. Tampoco lo encontraba. Y así fuimos saliendo uno detrás de otro. Ahora, las ovejas, sudorosas y recién despertadas, gritaban como posesas, alguna te mordía. Aquellas ovejas parecía que habían contraído la rabia. El villancico casi ni se oía. De pronto noté cómo unos dientes se me quedaban clavados en la mano. Cuando por fin pude sacar la mano de aquella boca y me la miré para ver si aquel animal furioso me había hecho sangre pude reconocer al dueño de aquellos dientes: era el Imbécil. Me ha dejado esa marca en muchas ocasiones: las dos paletas un poco adelantadas de tanto chupete y los otros idénticos y chiquitísimos. Eran los dientes del rata de mi hermano, o, como diría mi madre, de su ratoncillo del alma. El Imbécil me miraba ahora enseñándome los dientes. No le gusta que le despierten de un sueño profundo, se vuelve un animal peligroso. Como todas aquellas ovejas. Se habían vuelto completamente salvajes.
Yo personalmente, y sin tirarme el rollo, creo que sirvo para el mundo del espectáculo. Lo pienso desde aquel día, desde el día en que cantamos nuestro villancico interminable delante del hombre de la capa (el alcalde), pero nadie nos oyó porque un rebaño salvaje de ovejas, incluida la oveja más salvaje de todas que era mi hermano, nos atacó, a nosotros, pobres pastorcillos que sólo queríamos llevarle al Niño Dios nuestros presentes.
La
sita
del Imbécil vino con el botiquín de urgencia (con el azucarero) y fue mojándole otra vez a todas el chupete en el azúcar. A mi oveja (el Imbécil) le tocó de las últimas, así que yo tuve que cantarme casi todo el villancico con los dientes del Imbécil clavados en mi mano, y digo que sirvo para el espectáculo porque, a pesar de que una lágrima me recorría lentamente toda la cara, yo seguía cantando el «Qué le llevo, qué le llevo» como un pastorcillo mártir, de esos pastorcillos que luego, cuando mueren, se hacen santos y se aparecen a la gente en mitad del campo, en lo alto de un árbol, que da miedo verlos y que hacen que la gente salga espantada; pero como la gente en el fondo es superinteresada, al cabo del rato vuelven para pedirle cosas a aquel niño santo que, como tiene poderes sobrenaturales, le hace favores divinos a todo el mundo porque le sale un rayo divino del dedo, un dedo que te señala y te soluciona la vida. A mí, por ejemplo, si se me apareciera el niño santo en el Árbol del Ahorcado me concedería tres deseos:
Me quitaría la miopía: fuera gafas. A partir de ese momento, Yihad no me las podría romper. Claro que igual, como no me puede romper las gafas, me parte la cara. (Este deseo lo tengo que pensar porque no sé si me conviene).
Me aprobaría las matemáticas. Cuando la
sita
me sacara a la pizarra para ponerme una de sus operaciones terroríficas, el dedo del niño me señalaría el cerebro (nadie lo vería, sólo yo), y en ese rayo divino me transmitiría todo el saber y yo llenaría la pizarra de operaciones que ni mi propia
sita
entendería y se tendría que sentar de la impresión.
Me cambiaría el puesto con el Imbécil. El Imbécil sería el mayor y yo sería el pequeño. Y mi madre me diría «mi gafitas del alma», y me acostaría en su cama dándome unos besos sonoros, y al Imbécil, en cambio, le llamaría celoso y malasombra y envidioso y esas cosas que me dice mi madre desde que el Imbécil llegó al Planeta (Tierra).
En esas cosas pensaba yo mientras tenía al Imbécil clavado con los dientes a mi mano, pero aunque mola sufrir si luego vas a ser, después de la muerte, el niño santo que concede deseos a diestro y también a siniestro, la verdad es que fue un alivio cuando el chupete del Imbécil se mojó de azúcar y se quedó un rato despierto y chupando su tete con furia contenida.
Cuando el villancico se acabó, ¡por fin!, y se acabó aquella tortura de sostener en brazos a esas ovejas indomables, pensamos que nuestras obligaciones delante de aquel alcalde habían acabado, y sin ponernos de acuerdo soltamos de golpe a las ovejas, que se cayeron al suelo y volvieron a llorar. Desde las butacas del público se oyó:
—¡Qué bruto eres, hijo mío! —fue una frase dicha al superunísono por todas las madres de Carabanchel (Alto), que siempre se ponen de parte de las ovejas, aunque sean unas ovejas asesinas.
En Carabanchel (Alto) nos parecemos todos bastante. Las madres piensan igual que todas las madres, un abuelo es igual a otro abuelo, los pastorcillos lo mismo, y las ovejas, ya lo dije hace tiempo, las ovejas son clónicas. Mucho antes de que un científico inventara la oveja clónica, en Carabanchel ya estábamos hartos de verlas en la guardería de mi colegio.
La
sita
se puso delante de nosotros y del mogollón de ovejas, y gritando para que se la oyera, dijo:
—Bueno, y esto ha sido el final.
Eso quería decir que ya podían aplaudirnos, y nos aplaudieron, y luego todo el mundo hizo «
ssshhhhhh
» para que nos calláramos y escucháramos unas palabras superimportantes que iba a decir el hombre de la capa. El alcalde se levantó y dijo:
—Queridos niños y niñas del Francisco de Goya…
—¡Somos del Diego de Velázquez! —dijo Arturo Román, que va a su bola y no sabe que a los alcaldes hay que respetarlos y darles la razón, aunque se equivoquen de colegio, de país y de continente.
Mientras la
sita
echaba a Arturo Román al pasillo, el alcalde siguió hablando: