Read Manolito tiene un secreto Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito tiene un secreto (8 page)

BOOK: Manolito tiene un secreto
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—Ha sido el mejor espectáculo de mi vida, porque lo habéis hecho espontáneamente, sin prepararlo mucho…

Aquel alcalde no debía de saber que llevábamos un mes perdiéndonos los recreos por ensayar aquello.

—Porque lo importante no es que os hayáis equivocado, eso no importa, como tampoco importa que vuestro compañero, el niño López, haya tenido que ausentarse debido a problemas estomacales y haya dejado la poesía en un momento tan delicado. No importa tampoco que no se haya podido escuchar ese villancico tan larguísimo porque los pequeñuelos no hayan dejado de berrear, no importa. Lo importante, queridos niños, pastorcillos y pastorcillas, ovejillas y corderillos, es que lo habéis hecho con el corazón, y aunque el teatro no sea lo vuestro, lo importante es la intención. Me voy, pero me quedaría toda la mañana con vosotros porque me habéis emocionado. Se me ha erizado el vello…

El alcalde se levantó un poquito la camisa y todos nos inclinamos para mirar. Aunque desde el escenario no lo podíamos ver bien, luego el presidente del HAMPA informó a todo el mundo de que el alcalde decía la verdad y nada más que la verdad: tenía el vello completamente erizado porque le habíamos llegado al corazón.

Nos dio mucha pena despedirnos de aquel alcalde que decía que se quería quedar para siempre en mi colegio, con nosotros, pero que tenía unas obligaciones muy grandes porque tenía que hacer cinco túneles él solo en la ciudad, y poner estatuas en los parques, y hacer agujeros en las calles para poner tuberías, y hacer que la gente fuera buena y no se peleara y no se atracara a punta de navaja. Todo eso tenía que hacerlo él solo. Yo me lo imaginé volando con la capa de un lado a otro de Madrid, agarrando por los aires a ese suicida que se había tirado del Viaducto. Me lo imaginé con el puño adelantado como Superman, haciendo los túneles con la fuerza de su brazo y llevando las estatuas a sus espaldas.

Tenía que hacer tantas cosas que no se pudo quedar a ver nuestros trabajos de Navidad, que eran unos angelitos con los ojos brillantes en rojo. Todos hicimos lo mismo, el mismo angelito. Luego nos lo llevamos a casa, pero a la vuelta de vacaciones la mayoría lo devolvió al colegio o lo tiró a la basura, porque al angelito por las noches le brillaban los ojos y el Imbécil lloraba de espanto porque decía que parecía Chuky, el angelito diabólico. Pero eso es otra historia. Lo que yo quería decir es que el alcalde se fue corriendo, después de que unos fotógrafos le hicieran una foto con los pastorcillos (las ovejas no quisieron ponerse). No te lo creerás, pero al día siguiente salimos en el periódico: «Carabanchel vivo», y mi madre, que nunca presume de mí, se lo enseñó a todo el mundo y hasta se lo mandó a mi tío el de Noruega.

CAPÍTULO DIEZ
El Imbécil tiene un don

El Imbécil es que lo cambia todo, cambia los datos históricos para quedar él como héroe y yo como el malhechor. Siempre lo hace, siempre. Y mira que en este caso había pruebas, las señales asesinas de sus dientes de rata en mi mano, que, te lo creerás o no, pero mi madre me tuvo que hacer una cura y ponerme bien de mercromina y una tirita, y tuvo el detalle de darme un beso para que se me curara antes.

Yo ya no me creo esas cosas de que una madre te besa y se te cura una herida al superalinstante. Me lo dejé de creer el año pasado cuando me hice el moratón en la cara, porque dice mi madre que voy andando como tonto sin mirar y es verdad. Resultó que volvía de la escuela pensando en mis preocupaciones (las notas), y como cuando uno va pensando en sus preocupaciones va mirando para abajo, eso lo saben hasta los chinos de Rusia, pues pasó que no vi la farola del Parque del Ahorcado, la única que hay y que ha habido y que habrá, y me la tragué en toda la cara con un impacto bastante grande, tanto que me caí para atrás. Menos mal que llevaba la mochila y no me di en la nuca contra una piedra, porque con la mala suerte que tengo hubiera sido de lo más normal.

El Imbécil, que iba conmigo, se me quedó mirando sin saber qué hacer, y los clientes del Tropezón, esos que se pasan la vida con la manga pegada a la barra y que lo habían visto todo, se echaron a reír. A mí, que estaba todavía con los ojos cerrados en el suelo medio
atontao
, me fastidió, pero también los comprendía: si yo veo a alguien que se traga una farola andando por la calle, es que primero me parto el pecho y luego ya veremos.

Pero, claro, para el Imbécil era más grave, para el Imbécil la cosa es que su héroe (que soy yo) estaba en el suelo, y al Imbécil que se rían de su héroe es que no lo puede soportar.

—¡No se ríen los hombres! —empezó a gritar como un loco—. ¡No se ríen los hombres! ¡Manolito se ha muerto!

A los hombres se les heló la risa; incluso a mí, que los miraba por el rabillo del ojo que acababa de abrir, me impresionó la frase de mi hermano. Vamos, que soy un niño tan influenciable que por un momento, la mitad de un instante, pensé que a lo mejor el Imbécil tenía razón, que yo estaba en el suelo porque me había muerto, y me pareció fatal que encima de yo estar muerto aquellos hombres estuvieran riéndose sin piedad.

El Imbécil dejó de gritar cuando se acercaron varios y me levantaron y me llevaron al Tropezón y me limpiaron un poquillo la sangre que me habían hecho las gafas al hincárseme en la cara, y me pidieron una Coca-Cola para que me reanimara, y tuvieron que pedirle otra al Imbécil porque dijo que él también tenía que reanimarse por todo el morro.

Lo peor fue luego, cuando subí a casa y tuve que explicarle a mi madre que esta vez no me había roto las gafas Yihad, como siempre, sino que me las había roto yo solo, sin ayuda de nadie, estampándome contra otra farola; entonces mi madre se sentó y dijo en voz alta, pero como pensando:

—Casi hubiera preferido que te las hubiera roto el Yihad, hijo mío, por lo menos podríamos echarle la culpa a él; pero así, tú me dirás lo que puedo decirte, si no miras ni por donde pisas ni lo que tienes delante de tus narices. Casi daría igual que fueras sin gafas, porque para lo que te sirven.

—Las cosas que le dices a la criatura —dijo mi abuelo.

Y mi madre me miró y me vio sentado en la silla de la cocina con mi ojo poniéndose morado por momentos, y se me acercó y me cogió en brazos y me llenó de besos sonoros, y me dijo: «Ya verás, ya verás, cómo estos besos te quitan el morado enseguida», y yo deseando que se me quitara porque al día siguiente iban unos de la tele a hacer un
casting
para escoger a un niño prodigio de esos que salen en las series y que tienen que hacer de repelentes porque lo exige el guión y punto. Pero pude comprobar al día siguiente, y al otro, y al otro, que los besos de una madre te gustan en determinados momentos, pero que no te curan los desperfectos físicos; si acaso, te curan un poco los psicológicos. El ojo siguió morado y luego verde y luego amarilluzco, y no me pude ni presentar al
casting
porque no me dejó la
sita
en esas condiciones. Claro que mi gran alegría es que tampoco escogieron al Orejones, porque esas dos orejas sólo le cabrían en la pantalla grande, para hacer de niño volador, como Dumbo, por ejemplo. Y a Yihad no le cogieron porque a los del
casting
no les gustaban los macarras de verdad; preferían un niño fino que hiciera de macarra; a Paquito Medina tampoco lo quisieron por pasarse de listo, porque Paquito Medina es el niño culto de mi colegio y les dijo a los señores del
casting
que las series en España no tenían ninguna gracia, que fallaban en el guión, y los señores del
casting
ya no quisieron hacerle ni la prueba; Mostaza no les gustó porque era muy bajo y dijeron que los niños cantores tipo Joselito ya no se llevan en la actualidad; Arturo Román se quedó sin habla delante de la cámara, así que de momento me quedé bastante tranquilo porque, aunque a mí no me habían escogido, tampoco habían escogido a ninguno de mis amigos. Escogieron a Boris Sánchez, un niño de mi clase al que nadie le había hecho caso jamás porque era el niño invisible y hasta la
sita
se olvidaba de nombrarle a veces cuando pasaba lista. Resultó que Boris Sánchez, el niño invisible, el niño más soso de Carabanchel (Alto), fue el que más les gustó a los de la tele, y entonces ocurrió que todos, instantáneamente, quisimos hacernos amigos de él. Es un fenómeno que tendrían que estudiar científicos de todo el mundo: por qué en mi barrio a los niños nos encanta estar al lado y ser amigos de la gente que sale en la tele, como el señor Mariano, el del quiosco Azul, que salió un día en una encuesta que hacían por la calle opinando sobre la infancia y nos puso a todos nosotros a caldo, y nosotros nos pasamos toda la tarde sentados al lado del quiosco admirándole por haber salido en la tele.

Pero ya te hablaré en otro momento de Boris Sánchez, nuestro gran amigo, porque lo que yo iba a decir desde el principio de los tiempos de este capítulo es que el Imbécil lo cambia todo. Todo lo cambia. Y cuando mi madre le fue a regañar por el cacho mordisco que me había dado en la mano, él dijo que me lo había dado para que yo no me separara de su lado. Y dicho esto, me cogió la mano herida, la mano donde estaban las pruebas de su delito, y me dio dos o tres besos y dijo aquello de «cura sana, culito de rana…». A mí me dejó alucinado que tuviera tanto, pero tantísimo morrazo. Lo hacía sólo para librarse de la bronca de mi madre, que, al ver que me daba besitos, dijo:

—¡Mira cómo te quiere tu hermano, Manolito, qué suerte que tienes!

Encima iba a tener que dar las gracias. El Imbécil me miró y movió las pestañas tipo Bambi, como cuando quiere hacerse tu gran amigo. Era increíble, de verdad. El caso es que al día siguiente no quedaba ni rastro de la herida. Yo sabía que mi madre no había sido la curandera por la experiencia anterior del ojo contra la farola, así que tuve que admitir que fue el Imbécil el que me curó. Tiene un don sobrenatural. La verdad es que el tío ha nacido con suerte, o a lo mejor la suerte la tengo yo, como dice mi madre, por ser su hermano.

CAPÍTULO ONCE
Las superexperiencias del Imbécil

Ya sé que el Imbécil es más guapo que yo. Nadie me lo ha dicho así claramente, pero yo noto que la gente lo piensa, porque no soy tonto. Soy más feo, vale, lo admito, pero no soy tonto. Me doy cuenta cuando sube la Luisa a casa y nos ve a los dos en pijama y dice mirando al Imbécil:

—Es un niño de anuncio.

Y luego me mira a mí y dice:

—Ahora, éste es el que tiene mejor corazón de los dos, Cata, te pongas como te pongas.

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