Read Más rápido que la velocidad de la luz Online
Authors: João Magueijo
Tags: #divulgación científica
Hubo una época en que los hombres de ciencia creían que había "algo" en la "nada" y le dieron el nombre de "éter", algo así como un equivalente del ectoplasma. La teoría del éter alcanzó la cima de la popularidad en el siglo XIX junto con la teoría electromagnética de la luz. Aunque el concepto pueda parecer extraño hoy en día, si nos detenemos a pensar un instante veremos que,
a priori
, es una idea bastante sensata.
Veamos la argumentación que sustentaba la teoría del éter. En esa época, se sabía que la luz era una vibración, una onda, y había muchas pruebas en ese sentido. Todas las otras vibraciones —por ejemplo, las ondas sonoras o las ondas que genera una piedra en un estanque— exigen un medio como soporte, algo que vibre concretamente. Si extraemos todo el aire de un recipiente con una bomba de vacío, no se propaga ningún sonido a través de su interior porque no hay allí nada que pueda vibrar como lo hace el sonido. Análogamente, es un sinsentido hablar de ondas en un estanque sin agua.
No obstante, si aplicamos una bomba de vacío a un recipiente y extraemos todo su contenido produciendo un vacío perfecto, la luz sigue propagándose en su interior. De hecho, en el espacio interplanetario hay un vacío casi perfecto y, sin embargo, vemos el titilar de las estrellas en el cielo. Es como si al extraer todo el contenido del recipiente nos hubiéramos olvidado "algo", que podría ser el medio en que vibra la luz, o como si el vacío interplanetario estuviera constituido en realidad por una sustancia similar. Pues bien, esa sustancia sutil y omnipresente era el éter, cuya existencia sólo se podía inferir a partir de la luz. Era imposible tocarlo o percibirlo; tampoco se lo podía extraer de un recipiente y, sin embargo, según lo probaba la propagación de la luz, estaba en todas partes. Por consiguiente, la creencia general era que el éter formaba parte de la realidad como cualquier otro elemento al punto que figuraba en el margen de la mayor parte de las tablas periódicas publicadas en el siglo XIX.
La teoría especial de la relatividad fue la sentencia de muerte del éter, pues su existencia contradecía el postulado de que la velocidad de la luz era constante. Veamos por qué. Si existiera un viento de éter, las vibraciones producidas en ese medio se acelerarían o desacelerarían, es decir, la velocidad de la luz cambiaría. La motivación de los experimentos de Michelson y Morley fue el susodicho viento de éter y no el sueño de las vacas que mencioné en otro capítulo. Si la tierra se desplaza en el éter, debe soplar sobre ella un viento de éter que puede tener distintas direcciones (según la dirección de movimiento), y ese viento debe traducirse en un cambio en la velocidad de la luz (según cuál sea la dirección de la luz con respecto al viento).
Si admitimos que el éter existe, el resultado negativo del experimento de Michelson y Morley —que indicaba una velocidad de la luz constante— sería un sinsentido total. ¿Cómo podía suceder que dos observadores en movimiento uno con respecto al otro tuvieran la misma velocidad relativa con respecto al éter? Aun cuando cause desconcierto el hecho de que la velocidad de la luz sea constante, ese hecho, unido a la teoría del éter, no tiene ningún sentido.
Semejante enredo dio origen a todo tipo de explicaciones desesperadas: algunos hicieron notar que los experimentos de Michelson y Morley se habían realizado en sótanos, pues los laboratorios estaban por lo general instalados bajo el nivel del suelo. Se dijo que quizás el éter se quedaba atascado en los sótanos y por esa razón su viento no se advertía. Era una explicación disparatada pues, si no se puede detectar el éter de ninguna manera, ¿cómo podía ser que los sótanos lo atraparan? Si era posible que un sótano retuviera el éter, también debería ser posible retenerlo en un recipiente... o extraerlo de él. Sin embargo, muchos se dedicaron a repetir los experimentos con la esperanza de detectar un cambio en la velocidad de la luz en la cima de las montañas, lugar que excluía la posibilidad de que el éter quedara retenido. Todo fue en vano; nadie pudo detectar jamás el viento de éter.
En esa situación, Einstein fue el primero en sugerir que la luz era una vibración carente de medio, una vibración
en el vacío.
Sin ese salto conceptual, la teoría de la relatividad no habría sido posible. De hecho, si la relatividad restringida no es algo demasiado difícil de digerir para el lector, tal vez sea porque jamás le enseñaron el concepto de éter en la escuela
[14]
. A partir de la revolucionaria teoría de Einstein, en 1905, el éter ha quedado dentro del coto de los historiadores de la ciencia y es blanco de bromas por parte de los pocos científicos que han oído hablar de él. No obstante, fue el obstáculo principal que demoró la teoría especial de la relatividad; parte del genio de Einstein estribó, precisamente, en librarse de ese concepto. En su fundamental trabajo de 1905, puso punto final al tema con esta frase: "Para nuestra teoría, es totalmente superfluo el concepto de un 'éter luminífero', pues ya no es necesaria la idea de 'espacio en reposo absoluto"'.
Así, la nada retornó a la nada, y el vacío, al vacío. Sin embargo, doce años más tarde, en medio de sus tribulaciones cósmicas, ese mismo hombre se desdecía y se preguntaba si, al fin y al cabo, no se podía atribuir una suerte de existencia al vacío, de modo que generara gravedad. ¿Podía ser que la nada fuera algo?
Mientras vivía en Berna y trabajaba como asesor de una oficina de patentes, Einstein llevó a cabo sus trabajos de investigación en un pequeño estudio alejado de su casa. Tenía allí una multitud de gatos, animales a los cuales era especialmente afecto. Pero los gatos se ponían a veces muy cargosos y arañaban las puertas porque querían recorrer el edificio sin obstáculos. Como no podía dejar las puertas abiertas, Einstein decidió recortar agujeros al pie de ellas creando pequeñas puertas gatunas.
Tenía por entonces una cantidad más o menos similar de gatos corpulentos y pequeños. Con toda lógica, realizó dos aberturas en las puertas: una grande para los gatos corpulentos y otra pequeña para los menudos. Pura sensatez.
Se puede inferir de esto que la retorcida mente de Einstein exigía que la "nada" fuera "algo". Cada hueco debía tener su sentido y los gatos pequeños podían ofenderse si no se les asignaba una nada personalizada. Si el lector está dispuesto a seguirme por este camino surrealista, quizás el resto de la argumentación le parezca natural. Einstein atribuyó existencia a la nada y sugirió que el vacío podía generar gravedad. Sin embargo, mientras elaboraba una manera coherente de introducir esa idea en su teoría, se encontró con un resultado curioso: el vacío debía generar una gravedad que ejercía repulsión. Supongo que llegado a este punto, Einstein debió saltar de alegría pues sabía que era imposible postular un universo estático si la gravedad ejercía
atracción.
¿Acaso la solución del problema era un vacío
repulsivo?
El razonamiento de que el vacío debía ser repulsivo descansaba sobre resultados matemáticos de la teoría general de la relatividad que estaban sobradamente demostrados. Según esa teoría, la fuerza de atracción de un cuerpo proviene de la acción combinada de su masa y su presión interna. Si uno comprime un objeto, su efecto de atracción sobre otros objetos aumenta. El Sol, por ejemplo, tiene presión interna y por ese motivo su poder de atracción sobre los planetas es mayor de lo que sería si fuera una mera bola de polvo sin presión. En realidad, el efecto es muy pequeño pues en los objetos habituales, el Sol incluido, el efecto de la masa supera con creces el de la presión. Sin embargo, la teoría general de la relatividad vaticina ese efecto, de modo que, si fuera posible comprimir mucho un objeto, sería posible observarlo.
Hasta allí no había nada polémico, se trataba de parte de las predicciones de la relatividad. Cabe advertir, no obstante, algo interesante: la tensión o tracción es una presión negativa, y su efecto concreto debería ser el de reducir la atracción entre los objetos. Una banda de goma estirada ejerce menos atracción que la que cabría esperar teniendo en cuenta solamente su masa o su energía. Análogamente, un hipotético Sol sometido a tensión tendría también menos poder de atracción.
De nuevo hay que decir que el efecto es muy pequeño en los objetos habituales, pero, en principio, no hay nada que nos impida aumentar la tensión de un cuerpo hasta que la gravedad se vuelva repulsiva. Por consiguiente, siempre según la teoría de la relatividad, no es imprescindible que la gravedad sea atractiva, pues para generar una gravedad repulsiva bastaría con hallar algo sobrecargado de tensión.
Algo, ¿cómo qué? Tal vez sorprenda comprobar que el vacío puede ser un excelente ejemplo de un objeto de esa naturaleza. Cuando Einstein encontró el camino matemático para adjudicar una masa al vacío (es decir, energía, recordemos que E = mc
2
), descubrió que debía asignarle una tensión muy alta. Es un resultado extraño, pero surge con toda evidencia de la única ecuación que admite una energía para el vacío y es compatible con la geometría diferencial.
La tensión del vacío es muy grande, de modo que sus efectos gravitatorios superan a los de la masa y el vacío ejerce un efecto gravitatorio repulsivo. En términos newtonianos, el vacío tiene peso negativo.
Desde luego, la energía del vacío está dispersa en todos los objetos. En la escala del sistema solar, los efectos gravitatorios de la materia superan con creces a los del vacío. Es necesario considerar distancias cósmicas para que la densidad del vacío sea comparable a la de la materia, de modo que el aspecto repulsivo de la gravedad se ponga de manifiesto.
En síntesis, Einstein ya sabía que la consecuencia inmediata de la índole atractiva de la gravedad era un universo no estático. Lo nuevo para él era que, agregando la constante cosmológica, la gravedad no era necesariamente atractiva. ¿Era posible utilizar con prudencia ese nuevo ingrediente como adobo para obtener un universo estático?
He aquí la receta de Einstein. Se toma un modelo de universo en expansión que no ha alcanzado aún la velocidad de escape. Con el tiempo, la gravedad superará a la expansión y se producirá el gran colapso
(big crunch)
; el universo se desmoronará sobre sí mismo. Pero, mentalmente, uno se detiene en el instante en que el universo ha cesado de expandirse y está a punto de iniciar su contracción, momento en que todo está estático, y entonces se rocía el plato con una cantidad de constante cosmológica medida con sumo cuidado. Puesto que la energía del vacío implica una repulsión gravitatoria, compensa el efecto de atracción de la gravedad habitual. Por acción de un tipo de gravedad, el universo tiende a contraerse; por acción del otro tipo de gravedad, tiende a expandirse. Si uno ha puesto los ingredientes en proporciones convenientes, la atracción puede anular la repulsión, de modo que el universo queda estático.
De esta manera, Einstein se las arregló para pergeñar un modelo de universo estático en el marco de la teoría de la relatividad, pero tuvo que recurrir a la constante cosmológica para conseguirlo. A decir verdad, el universo no se avenía a esa quietud que se parecía más a un chaleco de fuerza, algo impuesto e inestable. No obstante, mediante ese recurso y para beneficio de las futuras generaciones, el universo según Einstein era estático.
De este modo, el modelo respondía a lo que era un prejuicio casi religioso, una creencia respetada e indiscutida en el marco de la cultura occidental.
Lo irónico del caso es que, en el preciso momento en que la cosmología estaba por librarse de las garras de la religión y la filosofía, esta última se tomó el desquite y emponzoñó el primer modelo científico del cosmos. A favor de Einstein, hay que decir que los datos son el fundamento de la ciencia y que en esa época, en ausencia de datos cosmológicos, el prejuicio tomó la posta. La receta de Einstein para acomodar su teoría a los prejuicios fue sin duda ingeniosa y es posible que jamás hubiéramos tenido noticia de la constante cosmológica si no fuera por ella. Se llegó así al modelo de universo estático de Einstein: el más grande de sus errores.
Muy poco después, comenzaron a llover datos astronómicos sobre el universo. En la década de 1920, el astrónomo Edwin Hubble llevó a cabo en Monte Wilson, California, una serie de observaciones revolucionarias que pronto se convirtieron en el mejor panorama del universo. En el apogeo de su fama, el telescopio de Hubble se hizo tan célebre que las estrellas de Hollywood imploraban permiso para echar una mirada a través de su lente: el universo se había puesto de moda.
Hubble era abogado, pero pronto se dio cuenta de que había equivocado el rumbo y se consagró a la astronomía. Sin embargo, su carrera no fue estrictamente académica. Era todo un deportista y descollaba en el básquet, el boxeo, la esgrima y el tiro al blanco. Su habilidad como tirador le fue de suma utilidad en ocasión de un duelo que tuvo con un oficial alemán, quien lo desafió porque había rescatado a su esposa cuando cayó a un canal. Hubble era un anglófilo inveterado
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que había estudiado en Oxford, lugar donde parece haber incorporado cierta tendencia a la excentricidad propia de la cultura inglesa, como bien lo demuestran sus peculiares observaciones astronómicas. Su ayudante era otro autodidacta, Milton Humason, personaje a quien su pasión por la astronomía lo había llevado a incorporarse en la adolescencia al personal de Monte Wilson (al principio en calidad de encargado de las muías que servían para llevar los equipos a la cima). La formación de esos dos hombres no era la más conveniente para un profesional de la astronomía, pero ambos tenían enorme entusiasmo y un talento sin par, al punto que con sus trabajos cambiaron la perspectiva de la cosmología.
Quizá por su escasa práctica en la profesión, Hubble hizo observaciones insólitas. Instaló en el interior de un edificio un telescopio que rotaba como un reloj y se movía de modo de contrarrestar exactamente la rotación de la Tierra. Así, pudo apuntar el telescopio en la misma dirección durante largos períodos y hacer observaciones sin verse obligado a permanecer frente a la lente, reemplazando el ojo por placas fotográficas que exponía durante lapsos prolongados.
El resultado de esas insólitas observaciones fue un verdadero escándalo. En la figura 1 se puede observar la imagen de una galaxia —es decir, un archipiélago de estrellas similar a nuestra Vía Láctea— que probablemente no sorprenda al lector. No obstante, antes de Hubble nadie había visto jamás una galaxia —espiral de miles de millones de estrellas que giran en remolino alrededor de un centro brillante— y, naturalmente, muchos quedaron
estupefactos.
La conmoción causada podría compararse con la que produciría una novedosa cámara fotográfica que nos retratara rodeados por hombrecitos verdes invisibles que viven alegremente de incógnito entre nosotros.