Mass effect. Ascensión (29 page)

Read Mass effect. Ascensión Online

Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mass effect. Ascensión
4.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues si no lo utilizas, ¿se supone que tienes que traerlo aquí y dárselo gratis a quien lo quiera?

—¿Y qué vas a hacer con ello, si no? —preguntó el quariano, que parecía completamente ajeno al concepto de vender el excedente de productos al vecino.

—¿Y si alguien acumula posesiones? —preguntó Hendel—. ¿Y si alguien quiere quedarse con todo?

Seeto rio.

—¿A quién se le iba a ocurrir algo así? Su habitación estaría tan llena de cosas que tendría que dormir de pie, sólo para acumular cosas que no utiliza.

Sacudió la cabeza, y rio ante la estupidez de Hendel.

Mientras atravesaban aquel espacio, Kahlee lanzó una mirada rápida hacia Gillian. Era difícil leer su estado emocional tras la máscara, pero parecía estar bien.

Satisfecha, Kahlee devolvió su atención a los quarianos que revolvían los productos. A primera vista parecía una escena típica de cualquier plaza de mercado. Una observación más atenta, sin embargo, mostraba que era algo muy, muy diferente. No había la tradicional energía agresiva y viva de los bazares típicos. Pese a la aglomeración de gente —calculó que habría unas cuarenta o cincuenta personas—, nadie empujaba ni se peleaba por la posesión de los objetos. A veces, dos o tres individuos se paraban para hablar, pero siempre que lo hacían se apartaban cuidadosamente para no bloquear las estanterías.

Le llevó otro momento darse cuenta de qué más faltaba: el ruido. No había vendedores anunciando sus productos, ni clientes gritando irritados, ni dependientes discutiendo precios. Sólo el sonido suave de gente rebuscando entre los armarios y los cajones, y la conversación amable de vecinos y amigos.

Se acercaban a un gran montacargas, que los llevaría al siguiente nivel de la nave, cuando Kahlee se dio cuenta de otra cosa. Frente a una puerta, que daba a una sala de almacenaje a un lado de la sala, había una mujer quariana sentada ante una pequeña mesa, de un tipo de madera alienígena que no supo identificar, frente a la cual esperaban cinco o seis individuos. Tras la mujer había dos hombres quarianos.

El hombre al frente de la cola le dijo algo a la mujer, que seguidamente introdujo cierta información en la computadora. Después de recibir del hombre una bolsa vacía, se la pasó a uno de los hombres que tenía detrás, y éste desapareció en la habitación para volver segundos después con la bolsa llena y dársela al hombre de la cola.

—¿Qué es lo que están haciendo ahí? —preguntó Kahlee.

—Los bienes esenciales, como la comida y las medicinas, se guardan aparte —explicó Seeto—. Tenemos que controlar nuestras reservas para asegurarnos de que tenemos siempre suficiente para todos.

—¿Qué pasa cuando las reservas están bajas? —inquirió Hendel.

—Si las gestionamos con cuidado, nunca bajan demasiado —respondió Seeto—. Cada semana recibimos envíos de las bionaves para cubrir nuestras necesidades básicas. Y los bienes específicos o de lujo los obtienen las naves de reconocimiento que enviamos para investigar los mundos de los sistemas por los que pasamos, o a través del comercio con otras naves de la Flota.

Se metieron en el ascensor, empezaron a subir y dejaron atrás la cubierta de intercambio. Al llegar al siguiente nivel, las puertas se abrieron y Kahlee se quedó con la boca abierta al ver la escena que habían desvelado.

Estaban en lo que habría sido la cubierta de la tripulación en un crucero de la Alianza. Pero en vez de la imagen que esperaba, con sus salas, literas y enfermerías, se encontró con la realidad de la vida diaria de los quarianos.

La mayoría de las paredes interiores de la cubierta habían sido demolidas para maximizar el uso del espacio. En vez de ellas había una gigantesca red de cubículos, organizados en grupos de seis: tres de ellos dispuestos de proa a popa, por dos de babor a estribor. Cada cubículo tenía unos tres metros y medio de lado, con tres paredes hechas de planchas de acero que llegaban a medir tres cuartos de la altura que había hasta el techo. El cuarto lado, el que daba a los pasillos que zigzagueaban de proa a popa entre cada grupo de cubículos, estaba abierto, aunque la mayoría tenía pesadas telas de vivos colores colgando desde el techo para cubrir la abertura. El ruido que había echado en falta en los mercados parecía haberse trasladado aquí, formando un alboroto generalizado de ruidos y voces que se elevaba desde cada cubículo.

—Aquí es donde vivo —les dijo Seeto, orgulloso, mientras Isli los guiaba por uno de los pasillos que atravesaban el centro de la red de cubículos.

Así como ocurría en la cubierta de intercambio, los pasillos estaban llenos de gente. Allí, los quarianos se movían con más decisión que los que habían visto antes examinando relajadamente los productos, pero ninguno ignoraba la cortesía de ceder el paso a los demás.

Pasando cubículo tras cubículo, Kahlee se preguntó si los colores e intrincados diseños de las cortinas que hacían de puertas tendrían algún significado, por ejemplo para identificar a individuos de un clan o familia en concreto. Intentó encontrar en ellos patrones comunes o que se repitieran y pudieran indicar algún significado, pero si los había no fue capaz de encontrarlos.

Muchas de las cortinas estaban medio abiertas, y Kahlee no pudo resistir la curiosidad de lanzar miradas a cada lado para ver cómo vivían los quarianos en su día a día. Algunos cocinaban en hornillos eléctricos, otros limpiaban sus cubículos. Otros jugaban a cartas u otros juegos, o miraban pantallas personales de vídeo. Algunos estaban reunidos en pequeños grupos, sentados en el suelo o visitando el cubículo de un amigo o familiar. Algunos dormían. Y todos llevaban traje ambiente.

—¿Llevan los trajes porque hemos venido nosotros? —se preguntó Hendel.

Seeto negó con la cabeza.

—Nos los quitamos sólo muy raramente, además de las situaciones más privadas o encuentros más íntimos.

—Trabajamos muy duro para mantener nuestras naves —añadió Isli—, pero las posibilidades de una rotura de casco o una pérdida en los motores, por muy remotas que sean, son algo para lo que tenemos que estar siempre preparados.

Superficialmente la explicación tenía sentido, pero Kahlee sospechaba que había algo más. Incluso en una nave vieja y remendada, una rotura de casco o una pérdida en los motores sería extremadamente rara. Con instalar simples controladores de calidad de aire y detectores de elemento cero, podrían avisar a la tripulación para que se pusiera los trajes en caso de emergencia mucho antes de que le pudiera ocurrir nada malo.

Lo más probable era que llevar siempre el traje se hubiera convertido en una tradición profundamente arraigada, una costumbre nacida de la inescapable falta de privacidad en las naves superpobladas. Las máscaras y capas de material podían muy bien ser una barrera física, emocional y psicológica en una sociedad en la que la soledad era virtualmente imposible de encontrar.

—¿Y si tienes que ir al lavabo? —preguntó Gillian, para sorpresa de Kahlee.

Había esperado que la niña se encerrara en sí misma para escapar de las aglomeraciones y la abundancia de ruido en un lugar desconocido.

«Quizá la máscara y el traje ambiente también le dan cierta privacidad psicológica».

—En las cubiertas inferiores tenemos lavabos y duchas —explicó Seeto, respondiendo a la pregunta de la niña—. Son salas selladas y esterilizadas. Es uno de los pocos lugares en los que nos sentimos cómodos quitándonos los trajes ambiente.

—¿Y si no estás en una nave quariana? —quiso saber Gillian.

—Los trajes están equipados para contener los desechos de varios días en compartimentos sellados entre la capa interior y la exterior. El traje se puede vaciar, soltando los desechos en cualquier instalación sanitaria, como los lavabos de vuestra lanzadera, sin exponer a quien lo lleva a contaminantes externos.

Seeto dio una pequeña carrera de repente y abrió la cortina de uno de los cubículos.

—Ésta es mi vivienda —dijo emocionado y los invitó a mirar.

Kahlee vio una habitación llena de objetos pero ordenada. Una esterilla para dormir que estaba enrollada en un rincón. Un hornillo de cocina, una pantalla personal de vídeo y una computadora descansaban contra una de las paredes, que estaban cubiertas con una tela naranja brillante, igual que la que bloqueaba la entrada.

—¿Vives aquí tú solo? —preguntó Kahlee.

Seeto rio ante la ignorancia de los humanos.

—Comparto este espacio con mis padres. Mi hermana vivió aquí muchos años, hasta que salió de Peregrinaje. Ahora está en la tripulación de la
Rayya
.

—¿Dónde están tus padres? —preguntó Gillian con un tono que Kahlee interpretó como añoranza.

—Mi padre trabaja en la cubierta superior como navegante. Mi madre suele ser parte del Consejo civil que aconseja al capitán Mal, pero esta semana está de voluntaria en las bionaves. Volverá dentro de dos días.

—Este color naranja brillante de las paredes, ¿tiene algún significado? —preguntó Kahlee, para hablar de otra cosa que no fuera los padres ausentes.

—Significa que a mi madre le gusta el naranja —dijo Seeto riendo. Volvió a correr la cortina y siguieron adelante.

Después de dejar atrás el resto de cubículos llegaron a otro ascensor.

—Escoltaré yo solo a los humanos a partir de aquí —les informó Isli a Seeto y Ugho—. Vosotros volved a vuestras tareas habituales.

—Me temo que nos tenemos que despedir —dijo Seeto, con un gesto educado de cabeza—. Espero que nos volvamos a ver pronto.

Ugho hizo un gesto también, pero no se molestó en decir nada.

El ascensor se abrió y siguieron a Isli adentro. Después de cerrar las puertas, el ascensor los llevó hasta el puente de mando. Al salir, Kahlee se dio cuenta sorprendida de que había varios cubículos más a uno de los lados del pasillo que daba al ascensor. Era evidente que el espacio era tan valioso, que incluso a pocos metros del propio puente de mando usaban cada rincón disponible.

—Aquí es donde vive el capitán —apuntó Isli al pasar frente a uno de los cubículos, tomando el rol de guía turística que Seeto había cumplido antes.

La cortina azul y verde estaba corrida completamente, de modo que no se veía lo que había dentro. De cualquier modo, basándose en las dimensiones del pasillo y de las dos placas de acero que hacían de paredes, Kahlee estimó que la habitación del capitán era igual de grande que las demás.

Cuando llegaron al puente de mando, Kahlee se sorprendió al ver que ése era el único rincón de la nave que no parecía exageradamente superpoblado. Había muchos cuerpos en un área bastante pequeña —un timonel, dos navegantes, un operador de comunicaciones y varios miembros de la tripulación—, pero lo mismo se podría decir de cualquier nave de la Alianza. El capitán estaba sentado en una silla en el centro del puente y Lemm, con la pierna herida aún dentro de la bota protectora, estaba de pie tras él. Cuando entraron, el capitán se levantó y se acercó hacia ellos; Lemm lo seguía renqueante.

—Capitán Ysin’Mal vas Idenna —dijo Lemm, haciendo las presentaciones—, permítame que le presente a Kahlee Sanders y sus acompañantes, Hendel Mitra y Gillian Grayson.

—Sean bienvenidos a bordo de la
Idenna
—dijo el capitán y le estrechó la mano a cada uno.

De nuevo, Gillian no pareció asustada por el contacto, aunque no encontró valor para decir nada en esta ocasión.

«Deben de ser los trajes ambiente», pensó Kahlee.

El capitán Mal le pareció a Kahlee exactamente como cualquier otro quariano a los que había conocido. Sabía que aquello no eran más que sus prejuicios entre especies. Incluso si se tenía en cuenta que la mayoría de las diferencias físicas quedaban ocultas bajo los trajes ambiente, se podía generalizar y decir que los quarianos tendían a parecerse mucho unos a otros. Eran casi todos del mismo tamaño y corpulencia, con mucha menos variedad que la que se encontraba entre los humanos.

Aparte de Lemm, que era fácil de identificar por la bota que llevaba, Kahlee había aprendido a diferenciar a los quarianos a partir de sutiles diferencias en sus ropas. Por ejemplo, Seeto tenía una pequeña pero visible decoloración en el hombro izquierdo de su traje ambiente, como si lo hubieran frotado o gastado con algo durante muchos meses. De todos modos, si Hendel y Grayson hubieran estado los dos vestidos con traje ambiente, habría sido fácil diferenciarlos sin tener que recurrir a trucos como ése. Hendel le sacaba al padre de Gillian más de quince centímetros y treinta kilos. Pero ese grado de variación simplemente no existía entre la población quariana.

«Lo mismo pasa con todas las otras razas —pensó Kahlee para sí—. Por alguna razón, los humanos tienen mayor variedad genética que el resto de la galaxia». No se había dado cuenta antes, al menos no conscientemente, pero en el puente de la
Idenna
la idea le pareció muy clara.

«Y también nos está pasando a nosotros», pensó mientras Hendel le estrechaba la mano al capitán. La mezcla de sangre nórdica e india del corpulento hombre era la norma en la tierra, y el producto genético inevitable era una población más homogénea físicamente. En el siglo
XXII
, el pelo rubio como el de ella era una rareza y los ojos azules naturales eran inexistentes. «Pero con tinte para el pelo, tonos para la piel y lentes de contacto coloreadas, ¿a quién le importaba?».

—Permítanme que les haga llegar a todos ustedes la más calurosa bienvenida de parte de mi nave y su tripulación —dijo el capitán, cuya voz devolvió a Kahlee al presente—. Es un honor conocerlos.

—El honor es nuestro, capitán Mal —respondió Kahlee—. Nos habéis acogido cuando no teníamos ningún otro lugar adonde ir.

—Nosotros también somos vagabundos —contestó el capitán—. En la Flota Migrante hemos encontrado seguridad y una vida en común. Ahora queremos ofrecerles esa seguridad a ustedes también.

—Gracias, capitán —respondió Kahlee.

El quariano hizo un gesto con la cabeza para responder a su agradecimiento; seguidamente le posó la mano en el hombro y se le acercó para poder hablar en un tono tan suave que Kahlee apenas podía oírle a través del modulador de voz de su máscara.

—Desgraciadamente, la seguridad de la Flota Migrante es falsa —susurró.

El críptico aviso pilló a Kahlee por sorpresa y la dejó demasiado asombrada para responder. Por suerte, el capitán no parecía esperar que dijera nada. Le quitó la mano del hombro, dio un paso atrás y volvió a hablar en un volumen normal.

Other books

The Color of Love by Radclyffe
The Nightingale Girls by Donna Douglas
He's the One by Linda Lael Miller
Carl Hiaasen by Nature Girl
Centuries of June by Keith Donohue