Mass effect. Ascensión (6 page)

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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mass effect. Ascensión
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Pel había ido a Omega suficientes veces para no sentir ya la perturbación de su caos, pero seguía sin soportar aquel sitio. La estación estaba llena de individuos de todas las especies alienígenas; incluso los humanos se habían convertido en una presencia palpable. En contraste con la coexistencia que se vivía en la Ciudadela —ordenada, armoniosa, incluso estéril—, las calles de Omega estaban abarrotadas y eran sucias y peligrosas. No había policía. Bandas de matones, al servicio de los que controlaban cada sección de la estación, se encargaban de hacer cumplir las pocas leyes que existían. Los delitos menores eran endémicos y los asesinatos, comunes.

A Pel no le importaba mucho todo eso, porque sabía cuidarse solo. Sus problemas con Omega eran de otra índole. La estación estaba llena, hasta el último rincón, del hedor de una docena de especies alienígenas distintas: el sudor y las feromonas ni siquiera cubrían el olor vomitivo de perfumes menos familiares. De las ventanas y las puertas se escapaba el tufo de comidas sin identificar y el pútrido aroma de la basura que llenaba los callejones.

Y si los olores eran malos, los ruidos eran aún peores. Al contrario que en el espacio del Consejo, la mayoría de los alienígenas se negaban a hablar la lengua común de comercio, a menos que fuera absolutamente necesario. Una cacofonía interminable de gruñidos, graznidos y chillidos taladraba los oídos de Pel mientras se abría paso entre la masa; su traductor automático era completamente inútil para los oscuros dialectos interestelares que no estaba programado para descifrar.

Los alienígenas no podían ponerse de acuerdo ni siquiera en un solo nombre para la estación. Cada hablante la llamaba de una forma distinta en su lengua materna. El impronunciable nombre asari se podía traducir libremente como «corazón del mal», los turianos se referían a ella como «el mundo sin ley», los salarianos la llamaban «el lugar de los secretos» y los krogans la conocían como «la tierra de las oportunidades». El traductor automático que Pel llevaba en la cintura traducía todos estos términos en la palabra humana «Omega»: el fin absoluto de todas las cosas.

Habría preferido estar en cualquier otro sitio menos allí, pero tenía un trabajo que hacer. Cerberus lo había enviado a negociar con el contacto y Pel sabía que no era buena idea decepcionar al Hombre Ilusorio. Eso no quería decir que en los últimos años, su equipo no hubiera aceptado algunos proyectos
freelance
que quizá no habrían sido del agrado de sus superiores. Por eso era tan importante hacer las cosas bien: completar la misión como le habían ordenado, mantener un perfil bajo y no cometer el error de hacer nada que pudiera llamar la atención sobre sus actividades no autorizadas.

«A menos que ya estén al corriente», pensó Pel, preguntándose si era un operativo de Cerberus quien lo seguía. Quizá la misión no había sido más que una treta para dejarlo solo en las calles de Omega, donde un humano muerto no atraería la atención de nadie.

—Sólo hay una manera de averiguarlo —murmuró al tiempo que echaba a correr.

Por suerte no llevaba ningún tipo de armadura corporal que hiciera más lentos sus movimientos. Cortó y esquivó por entre la masa, giró sobre sí mismo para dejar atrás a alienígenas sorprendidos e ignoró las amenazas y maldiciones ininteligibles que le gritaban a su paso. Torció de golpe en una callejuela lateral, llena de cubos de basura, papeleras y montones de desperdicios. Después de dejar atrás varias puertas cerradas, se ocultó tras una papelera enorme, y se agachó. Del bolsillo se sacó un pequeño espejo y lo usó para observar la boca de la calle sin tener que revelar su posición.

Unos segundos después, su perseguidor apareció en la callejuela corriendo a toda velocidad. Era una figura pequeña, unos doce centímetros más baja que Pel, y cubierta de pies a cabeza de ropas oscuras. El rostro lo llevaba tapado por una bufanda enrollada.

La figura se detuvo y observó el callejón, moviendo la cabeza de un lado a otro en busca de alguna pista de por dónde había desparecido Pel. Su perseguidor sacó una pistola, ajustó los controles y avanzó cautelosamente con el arma a punto.

Pel podría haber sacado un arma también. Tenía varias para escoger: su pistola Hahne-Keder de confianza, que llevaba colgando de la cintura, o la pequeña pistola de emergencia en el talón de la bota. La figura no parecía llevar ningún tipo de traje de combate con escudos cinéticos, o sea que un solo disparo bien colocado podía ser letal. Claro que matarlo no le serviría para saber quién lo estaba siguiendo ni por qué. Decidió esperar en silencio a que su enemigo se aproximara.

La figura siguió avanzando sin apartarse del medio de la callejuela, evitando claramente acercarse demasiado a las puertas o los contenedores de basura en los que un enemigo podía acecharle y tirársele encima por sorpresa. Su perseguidor observaba cada escondite potencial, girando la cabeza a ambos lados, durante una fracción de segundo.

Su blanco estaba muy cerca, a unos tres metros. Miró a través del espejo, esperó hasta que la figura girara la cabeza y entonces salió a la carga con todas sus fuerzas, concentrando el ataque en la mano en que su oponente llevaba el arma, esperando que fuera demasiado lento para reaccionar a tiempo.

Después de agarrarle el brazo con la mano izquierda, usó la derecha para doblarle la muñeca, haciendo que la pistola apuntara a su dueño. No dejó ni un momento de correr, para que la potencia del choque hiciera que su adversario perdiera el equilibrio.

Cayeron al suelo, la pistola salió volando y Pel oyó un gruñido claramente masculino de su oponente. Lucharon unos segundos, pero Pel era más grande y más fuerte, y tenía toda la ventaja al haber quedado encima después de la caída. Después de dar la vuelta al hombre para que quedara cabeza abajo, le pasó el brazo bajo la barbilla y presionó para cortarle la respiración. Con la mano libre le agarraba de la muñeca, hasta doblarle el brazo en la espalda.

El hombre se debatía con esfuerzo. Sus miembros tenían una fuerza nervuda, pero no era suficiente para superar las ventajas que tenía Pel en cuanto a tamaño y posición.

—¿Quién eres? —le susurró al oído en la lengua común de comercio—. ¿Quién te envía?

—Golo —fue la respuesta ahogada.

Pel aflojó ligeramente la presión.

—¿Te envía Golo?

—Golo soy yo.

El traductor de Pel transformó la frase al inglés, pero reconoció la lengua materna del hablante y el inconfundible sonido de las palabras pronunciadas tras una máscara ambiental sellada.

Pel dio la vuelta al quariano con un gruñido de disgusto y se puso en pie.

—Se supone que teníamos que encontrarnos en el bar —dijo, sin preocuparse por ayudar a su contacto a levantarse del suelo.

Golo se puso en pie con cautela y comprobó que no se hubiera roto nada. Tenía más o menos el mismo aspecto que los otros quarianos que Pel había conocido. Ligeramente más pequeño que un humano, iba envuelto en varias capas de ropas que no combinaban. La bufanda oscura había caído durante la refriega, dejando al descubierto la superficie reflejante del visor de un casco que le cubría las facciones.

—Perdón —respondió el quariano, pasándose al inglés—. Lo de quedar en el bar fue sólo para poder verte desde una distancia segura y comprobar que venías solo. Ya estoy harto de que encuentros como éstos se conviertan en una trampa para hacerme caer en una emboscada.

—¿Y eso? —se preguntó Pel en voz alta, cada vez más irritado—. ¿Se la has jugado a mucha gente?

Estaba demasiado enfadado para impresionarse por lo bien que Golo hablaba la lengua humana.

—Soy honesto cuando doy mi palabra —le aseguró Golo—. Pero hay muchos que odian a los quarianos. Se creen que no somos más que ladrones y traperos.

«Porque eso es lo que sois», pensó Pel para sí.

—Te iba a seguir hasta tu apartamento —prosiguió el quariano— y presentarme entonces en persona.

—Y en vez de eso sacas un arma.

—Como defensa propia —replicó Golo—. Cuando has echado a correr me he dado cuenta de que me habías visto. Temía que intentaras matarme.

—Pues igual lo intento —respondió Pel, pero era una amenaza vacía.

Cerberus necesitaba al quariano vivo. Golo debió de darse cuenta de que no corría peligro, porque se giró de espaldas a Pel para recoger su arma del suelo.

—Podemos ir a tu casa y continuar los negocios en privado —ofreció el quariano, guardándose la pistola entre los pliegues de la ropa.

—No —replicó Pel—. Vamos a un sitio público. No quiero que sepas dónde vivo.

«Seguro que luego vendrías y me limpiarías el apartamento».

Golo se encogió de hombros con indiferencia.

—Conozco un sitio cerca de aquí.

El quariano lo llevó a un antro de apuestas de la zona. El krogan armado hasta los dientes que guardaba la entrada hizo un leve saludo con la cabeza cuando entraron. El cartel bajo el que pasaron decía «Cubil de la Fortuna» en muchos idiomas, pero Pel dudaba mucho que nadie se fuera a hacer rico en un sitio así.

—¿Vienes a menudo? —preguntó mientras Golo lo guiaba hacia un reservado de la parte trasera.

—Tengo un acuerdo con el dueño. Aquí no nos molestará nadie.

—¿Por qué no me dijiste directamente que nos viéramos aquí?

—Ya te he dicho que quería asegurarme de que estuvieras solo. A Olthar no le gustaría nada que le metiera un grupo de mercenarios humanos en su local.

La manera como pronunció «Olthar» hizo que Pel pensara que se trataba de un nombre volus, pero no estaba seguro. Tampoco era importante.

Al sentarse frente a Golo, Pel observó con sorpresa que el lugar estaba casi desierto. Una pareja de batarianos de cuatro ojos jugaba a los dados, un grupo de rotundos volus jugaba a un juego parecido al
backgammon
y un puñado de humanos estaban reunidos en el centro de la sala, jugando a las cartas bajo la atenta mirada de un crupier salariano. Pel habría preferido un
strip bar
—con bailarinas humanas o incluso asari—, pero no se molestó en quejarse.

—No hay máquinas de quasar —comentó.

—Demasiado fáciles de manipular y demasiado caras de reparar —explicó el quariano.

Una camarera humana se le acercó y posó una jarra delante de él antes de desaparecer sin establecer contacto visual. Puede que hubiera sido atractiva, tiempo atrás. Mientras iba, Pel se fijó en que llevaba un pequeño localizador electrónico en el tobillo; el tipo de dispositivo que los amos solían usar para controlar dónde estaban sus esclavos.

Involuntariamente, el hombre apretó los dientes. No podía soportar la idea de una humana esclavizada por amos alienígenas, pero no podía hacer demasiado por aquella mujer. Al menos, no en aquel momento.

«Pronto llegará el día del juicio —se aseguró a sí mismo—. Y la justicia caerá sobre estos sucios alienígenas hijos de perra».

—Invito yo —dijo Golo, haciendo un gesto hacia el vaso que Pel tenía delante.

Parecía tratarse de algún tipo de cerveza alienígena; Pel había aprendido a evitar la comida humana preparada en establecimientos no humanos. Si tenía suerte sería simplemente plana y amarga. Si no, podía pasarse toda la noche vomitando sin cesar.

—Creo que voy a pasar —dijo, apartando el vaso—. ¿Por qué no tomas nada? —preguntó con una súbita sospecha.

—Gérmenes —explicó Golo, golpeando levemente el visor de su casco.

Pel asintió. Desde que los geth los habían expulsado de su planeta natal, prácticamente todos los quarianos vivían en la Flota Migrante, una flotilla de varios miles de naves que vagaba sin rumbo por el espacio. Generaciones de vida en un entorno aislado y controlado como aquél habían hecho que el sistema inmunológico quariano fuera prácticamente inútil contra los virus y bacterias que infestaban cualquier planeta habitado de la galaxia. Para evitar el contacto, los quarianos vestían trajes ambientales hechos a medida bajo sus ropas y nunca se quitaban los cascos herméticos en público.

Aquello había provocado rumores de que los quarianos eran realmente cibernéticos; una mezcla de organismo y máquina bajo sus ropas y visores. Pel sabía que la verdad era mucho menos siniestra: un quariano no podía sobrevivir fuera de la flotilla sin su traje y casco herméticamente sellados.

—Vamos a hablar de negocios —dijo Pel, entrando en materia—. Has dicho que nos podías dar las frecuencias de transmisión y códigos de comunicación de la Flota Migrante.

Ésta se había convertido en objeto del interés del Hombre Ilusorio y Cerberus, especialmente tras el ataque geth sobre la Ciudadela. La mayoría pensaba que los quarianos no eran más que un incordio; casi diecisiete millones de refugiados que sobrevivían a duras penas en su flota de naves deficientes y anticuadas. Durante tres siglos habían viajado de sistema en sistema, buscando en vano un planeta deshabitado con las condiciones necesarias para establecer allí su nuevo hogar.

La opinión más extendida era que el mayor riesgo que los quarianos representaban para cualquier colonia establecida era el consumo de recursos locales —como por ejemplo agotar los metales preciosos o los depósitos de elemento cero del cinturón de asteroides— y la interrupción de comunicaciones y viajes interestelares, que inevitablemente causaba el paso sin previo aviso ni regulación de varios miles de naves. Estas inconveniencias hacían que los quarianos no fueran bienvenidos en ninguna región civilizada del espacio, pero no se podía decir que nadie los temiera.

Sin embargo, el Hombre Ilusorio veía más allá de sus ropas abigarradas y sus naves hechas con remiendos. Tecnológicamente estaban a la altura de cualquier otra especie. Los quarianos habían creado a los geth, que se habían convertido en el azote de la galaxia. También habían logrado mantener una civilización de casi diecisiete millones de individuos durante siglos, sin poder aprovecharse de recursos planetarios. ¿Quién sabía de qué más eran capaces?

Además, la Flota Migrante era la mayor armada de la galaxia conocida: decenas de miles de naves, desde diminutas lanzaderas hasta cruceros, incluyendo las tres gigantescas bionaves, maravillas de la ingeniería aeroespacial y agraria, que proporcionaban alimentos a la flota entera. Nadie dudaba que una porción significativa de las naves de la flota estaba armada, aunque no se sabía cuántas ni a qué nivel. De hecho, se sabía muy poco acerca de la flotilla quariana. Eran una sociedad completamente aislada; ningún extraño había pisado nunca sus naves desde su éxodo, tres siglos atrás.

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