Ellin iba armada sólo con su alegre sonrisa y actitud vivaracha.
—¿Necesita algo, señor Grayson?
—Mi traje… ¿Puedes hacer que me lo laven y lo planchen, por favor?
—Por supuesto, señor.
La chica entró en la habitación y recogió las ropas del suelo con una eficiencia fría y experta. Había una confianza en sus gestos, una profesionalidad, que podían ser marca de entrenamiento militar especializado…, o podrían ser simplemente parte de su trabajo. Intentó observarla sin que se diera cuenta, para pillarla vigilándolo subrepticiamente. Si trabajaba para Cerberus, le habrían dicho que custodiara de cerca al pasajero.
Ellin se levantó y se giró hacia él con el montón de ropa en las manos. Cuando dejó de sonreír, Grayson se dio cuenta de que todavía tenía la mirada clavada en la azafata.
El hombre sacudió la cabeza para quitarse aquellos pensamientos sombríos.
—Perdón. Estaba pensando en otra cosa.
—¿Algo más, señor Grayson?
Notó que su voz temblaba ligeramente.
«O es una azafata asustada o es muy, muy buena actriz. —Aquellas reflexiones dieron paso a otras—. La arena roja te está volviendo paranoico».
—No, gracias, Ellin. Eso es todo.
La azafata puso una expresión obvia de alivio cuando Grayson se apartó para dejarla salir. Una vez fuera de la habitación, se detuvo un momento y se giró.
—Qui… ¿Quiere que le despierte una hora antes de llegar, como me ha dicho antes?
—Sí, gracias —respondió abruptamente mientras cerraba la puerta para que la chica no viera cómo se sonrojaba de vergüenza.
«Cálmate —se dijo a sí mismo, y se quitó el albornoz al tiempo que se dejaba caer de nuevo sobre la cama—. Deja de tener miedo de las sombras. Esta misión es demasiado importante para estropearla».
El sonido de los motores había cambiado. Con la mirada fija en el techo, empezó a sentir una ligera presión en el pecho que le empujaba contra el suave colchón. La nave se elevaba por el cielo, luchando contra la gravedad y la atmósfera para salir hacia las estrellas. La habitación, que antes le había parecido tan cálida, se enfrió de repente y, temblando, se arrastró bajo las mantas.
Los campos artificiales de efecto de masa generados dentro del casco de la nave debilitaron las turbulencias y fuerzas gravitacionales del despegue, pero sus instintos de piloto aun podían sentir el movimiento. Resultaba familiar y tranquilizante. En pocos minutos se durmió.
—Tenemos una misión para ti —dijo el Hombre Ilusorio.
Grayson se dio cuenta de que estaba soñando de nuevo.
Estaban solos en su apartamento, sólo ellos dos… y el bebé que dormía plácidamente en brazos del Hombre Ilusorio.
—Me impresionó mucho tu trabajo en la misión de Eldfell-Ashland. Sé que no fue fácil.
—Fue por un bien mayor —respondió.
No habría podido contestar otra cosa aunque hubiera querido. Por aquel entonces lo creía con todas las fibras de su ser. Todavía lo creía, aunque la parte de su mente que sabía que estaba soñando, se daba cuenta de que las cosas ya no eran tan simples como entonces.
—Tengo una misión especial para ti —dijo el Hombre Ilusorio, al tiempo que le entregaba el bebé—. Es biótica.
Grayson tomó a la niña en brazos. Era suave y cálida, más ligera de lo que había esperado. Molesta por el cambio, abrió los ojos y empezó a forcejear. Grayson la calmó con dulzura, meciéndola en sus brazos. El bebé dejó caer los párpados, hizo una burbuja de saliva y se durmió de nuevo.
Por su edad estaba claro cómo se había visto expuesta al elemento cero.
—Vas a trabajar para Cord-Hislop como parte de tu tapadera —le informó el Hombre Ilusorio—. De momento en ventas, pero subirás hasta puestos ejecutivos en los próximos años. Queremos que críes a la niña como si fuera tuya.
—¿Y quién será mi pareja?
—Nadie. Tu mujer murió al nacer tu hija y nunca te volviste a casar.
Grayson se preguntó qué les habría pasado a los padres reales de la niña, pero no fue tan estúpido para hacer la pregunta en voz alta.
—¿Entiendes cómo es de importante esta misión? —preguntó el Hombre Ilusorio—. ¿Sabes lo que los bióticos pueden significar para la Humanidad, en último término?
El hombre asintió. Creía en lo que hacía. Creía en Cerberus.
—Nos ha costado muchos esfuerzos encontrar a esta niña en concreto. Es especial. Queremos que te respete. Que confíe en ti. Trátala como si fuera carne de tu carne.
—Lo haré —prometió.
Hizo la promesa sin entender lo que realmente significaba. Si hubiera comprendido su coste real, quizá no habría respondido tan rápido…, aunque habría dado la misma respuesta.
El bebé gorjeó suavemente. Grayson miró aquella diminuta cara encogida, completamente fascinado.
—No estarás solo —le aseguró el Hombre Ilusorio—. Tenemos los mejores expertos en el campo. Ellos se asegurarán de que reciba el entrenamiento que necesita.
Grayson observaba hipnotizado a la niña luchar en sueños, apretando las manos en pequeños puños que trazaban círculos por el aire.
El Hombre Ilusorio se giró.
—¿Cómo se llama? —preguntó Grayson sin levantar la mirada.
—Un padre tiene derecho a escoger el nombre de su propia hija —dijo mientras cerraba la puerta tras de sí.
Grayson se despertó, como siempre, con el eco de la puerta del sueño aún retumbándole en los oídos.
—Luz tenue —dijo en voz alta.
Las lámparas de las mesillas se iluminaron débilmente para expulsar las sombras de la habitación. Sólo había pasado una hora; aún le quedaban siete para llegar a la Academia.
Se levantó de la cama y se puso el albornoz antes de tomar el maletín. Lo llevó hasta la mesilla que había en el rincón, lo posó en ella, se sentó en la silla que había al lado y pulsó el código de acceso. Un segundo después, el maletín se abrió emitiendo un silbido de descompresión.
En su interior había varios documentos que formaban parte de su tapadera como ejecutivo de Cord-Hislop: contratos e informes de ventas, básicamente. Los sacó, los tiró por el suelo y seguidamente levantó el doble fondo para sacar a la vista los contenidos que escondía. Sin prestar atención al botellín que le había dado Pel —no lo necesitaría hasta que estuviera realmente con Gillian—, alargó la mano hacia la pequeña bolsa de celofán llena de arena roja.
Grayson se preguntó cuánto sabía el Hombre Ilusorio acerca del bebé la noche en que le había confiado a Gillian. ¿Sabía que tenía problemas mentales? ¿Sabía que la Alianza iba a empezar un día un programa como el Proyecto Ascensión? ¿Le había entregado la niña a Grayson sabiendo ya que le iba a ordenar abandonarla un día?
Abrió la bolsita y echó cuidadosamente una pequeña montaña de polvo fino sobre la mesa. Sólo para calmarse un poco, nada más. Además, tenía mucho tiempo para recuperarse del efecto antes de que llegaran a la Academia.
Al principio era fácil. Gillian parecía una niña normal como cualquier otra. Cada pocos meses venían los expertos de Cerberus a visitarla: le tomaban muestras de sangre y lecturas de ondas alfa, le hacían chequeos de salud, examinaban sus reflejos y respuestas. Pero incluso con los médicos siempre a su alrededor, Gillian había sido una niña sana y feliz.
Los síntomas empezaron a manifestarse cuando tenía entre tres y cuatro años. Un desorden disociativo sin nombre, le dijeron los expertos. Fácil de diagnosticar, pero difícil de tratar. No se podía decir que no lo hubieran intentado, recetando a la pequeña una serie interminable de drogas y terapias de comportamiento. Pero sus esfuerzos habían sido en vano. Cada año se volvía más distante, más cerrada. Atrapada en su propia mente.
La distancia emocional entre ellos tendría que haber hecho las cosas más fáciles cuando Cerberus decidió entregarla al Proyecto Ascensión, pero no fue así.
Grayson no tenía mucho a lo que aferrarse, aparte de su dedicación a Cerberus y la devoción hacia su hija. Las dos cosas estaban relacionadas. Después de que le hubieran confiado a Gillian, no le habían encargado misiones activas para que pudiera concentrarse en criar a ésta. El cuidado de aquella niña indefensa había llenado el vacío de su vida, y a medida que crecía —porque la había criado desde que era un bebé hasta que se convirtió en una hermosa e inteligente jovencita, aunque con sus problemas— se había convertido en el centro de su mundo…, justo como el Hombre Ilusorio había planeado.
Entonces, dos años atrás, le habían ordenado enviarla lejos.
Selló de nuevo la bolsa de plástico, guardándola otra vez en el doble fondo del maletín. Luego se levantó y fue hasta el cuarto de baño para recoger la cuchilla siempre afilada de su maquinilla de afeitar. Utilizó el filo para dividir el montón de arena en dos líneas largas y finas.
El Hombre Ilusorio había querido que Gillian se uniera al Proyecto Ascensión para que Cerberus pudiera aprovecharse parasitariamente del trabajo puntero de la Alianza para sus propias investigaciones. Y el Hombre Ilusorio siempre conseguía lo que quería.
Grayson sabía que no tenía ni voz ni voto, pero le había costado dejarla marchar. Echaba de menos verla por las mañanas y arroparla en la cama por las noches. Echaba de menos los pocos momentos en los que atravesaba las murallas invisibles que la separaban del mundo exterior y le mostraba un amor y un afecto genuinos. Pero, como cualquier padre, tenía que poner el bienestar de su hija por encima del suyo propio.
El programa era bueno para Gillian. Los científicos de la Academia estaban a la cabeza de la investigación en biótica. Habían hecho avances que iban mucho más lejos de lo que Cerberus habría podido lograr solo, y era el único sitio en el que Gillian podría recibir con garantías los nuevos y revolucionarios amplificadores L-4.
Separarse de su hija era también necesario para la causa mayor. Era la mejor manera de que Cerberus estudiara los límites absolutos de la biótica humana; una poderosa arma que necesitarían un día para elevar a la Tierra y sus pobladores, por encima de las razas alienígenas. Gillian tenía un papel en los planes del Hombre Ilusorio, igual que él. Y esperaba que un día la gente recordara a su hija como una heroína de la raza humana.
Grayson lo entendía y lo aceptaba. De la misma manera que aceptaba el hecho de que ahora no era más que un intermediario, un filtro que permitía a los investigadores de Cerberus tener acceso a Gillian cuando lo necesitaban. Desgraciadamente, aceptar la situación hacía las cosas más fáciles.
Si hubiera podido, la habría visitado cada semana en la Academia, pero sabía que las visitas constantes no ayudarían a Gillian. Lo que necesitaba era estabilidad: no llevaba muy bien las interrupciones ni las sorpresas. Por eso mantenía la distancia y hacía todos los esfuerzos posibles para no pensar en ella. Hacía que la soledad fuera más fácil de sobrellevar, convirtiendo el dolor constante en una molestia sorda que sobrevolaba el fondo de su mente.
A veces, sin embargo, no podía evitar pensar en ella, como ahora. Saber que iba a verla, le hacía ser dolorosamente consciente de lo que sufriría cuando tuviera que abandonarla de nuevo. En situaciones como ésta nada de lo que hiciera aplacaría el dolor. Necesitaba algo de ayuda.
Grayson se inclinó en la silla, se apretó la ventana izquierda de la nariz e inhaló la primera raya de arena roja. Después cambió de lado para esnifar la segunda. El polvo le quemaba en las fosas nasales e hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Se irguió y controló la reacción de su cuerpo. Se agarró a los brazos de la silla, y apretó tan fuerte que los nudillos se le volvieron de color blanco. Sentía el corazón latiendo lentamente pero con fuerza: bu-bum…, bu-bum…, bu-bum… Tres latidos fueron suficientes para que la euforia le poseyera.
Durante varios minutos se dejó llevar por la oleada, con los ojos cerrados, moviendo la cabeza de adelante hacia atrás. A veces dejaba escapar un sonido suave parecido a «ngh» desde el fondo de la garganta, un gemido inarticulado de placer puro.
El éxtasis inicial empezó de debilitarse, pero resistió la tentación de tomar otra dosis. Sentía las emociones desagradables —miedo, paranoia, soledad—, acechando en las esquinas oscuras de su conciencia, aún presentes pero momentáneamente controladas por el brillo cálido del narcótico.
Abrió los ojos y se dio cuenta de que la habitación había tomado un tono rosáceo. Ése era uno de los efectos secundarios de la arena roja…, pero no el más significativo.
Riéndose en silencio y sin motivo, se reclinó en la silla, balanceándola sobre las dos patas traseras. Paseó la mirada por la habitación, buscando el objeto apropiado, hasta que dio con los documentos que había esparcido por el suelo.
Con cuidado de no perder el equilibrio sobre la silla, extendió la mano izquierda y movió los dedos. Los papeles crujieron como si los moviera la brisa. Se esforzó en concentrarse, cosa nada fácil mientras uno flotaba en las nubes rojas. Un segundo después, dio un golpe hacia el aire y los papeles saltaron del suelo y volaron salvajemente por la habitación.
Los mantuvo en el aire tanto como pudo, y aprovechó su habilidad biótica temporal para hacerlos bailar como hojas en una tormenta.
Cuando Ellin llamó a la puerta siete horas después, ya estaba sobrio. Había dormido varias horas, se había duchado y afeitado, y había limpiado la habitación para no dejar rastro de la arena roja.
—Una hora para el aterrizaje, señor Grayson —le recordó mientras le entregaba las ropas limpias y planchadas.
Las recibió con un gesto de agradecimiento y cerró la puerta. Solo en su habitación, hizo una última ronda de inspección para asegurarse de que no había dejado nada que pudiera incriminarlo.
«Ésta es la diferencia entre un adicto y un yonqui —se recordó mientras se vestía, abotonándose ahora con mano segura—. Los dos necesitan drogarse, pero el adicto aún hace un esfuerzo para esconderlo».
Kahlee no podía dormir. Se dijo a sí misma que era en parte porque prefería dormir en su propia cama, y en parte porque Jiro le roncaba ruidosamente en el oído. No se molestó en despertarlo, porque ya estaba acostumbrada. Cuando hacían el amor solían terminar así, pese a que él era casi veinte años más joven que ella. Jiro siempre empezaba con fuerza, lleno de fuego y pasión, pero no sabía controlar su ritmo.
—Algún día aprenderás —le susurró, acariciándole en el muslo desnudo—. Tus futuras novias me lo agradecerán.