Una descarga de adrenalina de puro e instintivo miedo le dio nuevas fuerzas a Hilo para librarse de sus captores. Se arrodilló para intentar ponerse en pie y escapar, pero la bala que le había alcanzado la pantorrilla había convertido el músculo en una masa inútil de tejidos destrozados. Cayó hacia adelante y se golpeó de cara contra el suelo metálico del depósito.
Alguien se dejó caer sobre su espalda con fuerza suficiente para dejarlo sin aire. Un segundo después sintió un pinchazo de dolor en la nuca y su mente se sumergió en una niebla azulada y cálida.
Sintió cómo le daban la vuelta, pero no tuvo fuerzas para resistirse. Estaba estirado en el suelo, mirando hacia las luces del techo, sin poder moverse ni hablar. La niebla azulada se hacía cada vez más espesa y lo envolvía al tiempo que el mundo se alejaba. Lo último que oyó antes de perder la conciencia fue una voz humana.
—Le has agrietado la máscara. Si pilla algo y se muere, el jefe no estará contento.
Gillian atravesó el comedor con pasos lentos e inciertos. Los otros niños charlaban y reían; una muralla de insoportable y terrorífico ruido sin sentido, que hizo todos los esfuerzos que pudo por ignorarlo.
Llevaba la bandeja de la comida en las manos y la mantenía cuidadosamente en equilibrio mientras caminaba con cautela hacia la mesa vacía del fondo de la sala. Aquél era su sitio de cada día, sola, tan lejos como podía del ruido y la furia de los otros niños. A veces un sonido particularmente intenso —una carcajada aguda, el estrépito de una bandeja chocando contra el suelo— la hacía estremecerse, como si le hubieran pegado una bofetada, pero siempre iba con cuidado para no soltar su bandeja cuando eso ocurría.
Cuando era más pequeña, solía quedarse en clase cuando sonaba el timbre y sus compañeros salían en estampida hacia el comedor. Hendel o la señorita Sanders le traían la comida y se la tomaba sola en su mesa, en medio del bendito silencio de la soledad. Pero ya no lo hacía. Intentaba integrarse.
Gillian tenía una conciencia dolorosa de ser diferente porque, más que cualquier otra cosa, ella quería ser normal. Sin embargo, los otros niños le daban miedo. Iban tan rápido…, y eran tan ruidosos… Siempre se tocaban: se daban palmadas en espalda o intercambiaban puñetazos en los hombros; a veces se empujaban y reían ruidosamente por chistes que ella no entendía. Las niñas formaban pequeños corros, ponían la mano extendida sobre los labios y se acercaban al oído de sus amigas para susurrarles secretos. Luego reían y chillaban, se agarraban las muñecas o los brazos, o tomaban la mano de su amiga entre las suyas. Otras veces las veía haciéndose trenzas mutuamente. No podía imaginar cómo sería vivir en un mundo en el que el contacto físico no le hiciera sentir una erupción de fuego en la piel o un pinchazo de hielo.
Al menos nadie se reía de ella. No a la cara, por lo menos. En general la evitaban, manteniendo la distancia. Pero Gillian no podía evitar darse cuenta de sus expresiones cuando la miraban: confusión, desconfianza, desconcierto. Era una especie de bicho raro al que era mejor no acercarse. Pero ella hacía todo lo que podía. Cada día sufría la terrorífica experiencia de atravesar el comedor, llevando su bandeja lentamente y con cuidado hasta su mesa, en la esquina. Esperaba que con el tiempo se le haría más fácil y soportable, a través de la repetición y la rutina. Pero todavía no había llegado ese día.
Cuando llegó a la mesa, se sentó en la misma silla de siempre, de espaldas a la pared para poder ver todo el comedor. Una vez instalada allí, empezó a comer, masticando lenta y deliberadamente, mientras observaba a los otros niños con terror y anhelo, incapaz de comprender su mundo pero deseando, igualmente, llegar a ser como ellos algún día.
Nick observó a Gillian mientras avanzaba por el pasillo central del comedor. Cuando pasó por su lado, soltó un ladrido agudo y quejumbroso, como un perro al que le hubieran pisado la cola. La niña se estremeció, pero no dio más señales de haberle oído. Lo que más le decepcionó fue que no se le cayó la bandeja.
—¡Ja! ¡Te lo dije! —rio Seshaun con socarronería.
Nick le pasó su pastel de chocolate con aire apesadumbrado. Era el precio de haber perdido la apuesta.
—¿Qué le pasa a ésa? —preguntó a la media docena de niños que ocupaban la mesa.
—Tiene un problema mental o algo —dijo uno—. Una vez se lo oí decir a Hendel.
Nick hizo una mueca al oír el nombre. Aún estaba enfadado con el jefe de seguridad por castigarlo.
—¿Y por qué está en nuestra clase si es subnormal? —preguntó.
—No es subnormal, gilipollas —respondió Seshaun—. Sólo un poco rara.
—Seguro que no es ni biótica —continuó Nick, con la mirada fija en la niña.
Gillian también miraba en su dirección, aunque no podía decir si le miraba a él o a otra persona.
—Pues viene a todas las sesiones de entrenamiento —replicó uno de los niños.
—Sí, pero sólo está ahí sentada. Nunca hace ninguno de los ejercicios.
—¡Eso es porque es rara! —repitió Seshaun.
Ahora estaba casi seguro de que le estaba mirando a él. Levantó los brazos por encima de la cabeza y los movió con fuerza, pero ella no reaccionó.
—¿Estás saludando a tu novia?
Nick respondió con el puño cerrado y el dedo corazón extendido, un gesto que había aprendido hacía poco.
—¿Por qué no vas a darle un besito? —siguió Seshaun.
—¿Por qué no me chupas las pelotas?
—Ve y habla con ella. A ver qué hace.
—Hendel dijo que estaba prohibido molestarla —intervino uno de los otros niños.
—Que le den a Hendel —respondió Nick automáticamente.
Pese a todo, no pudo evitar lanzar una mirada por encima del hombro hacia la parte delantera del comedor, donde el jefe de seguridad estaba sentado con algunos de los profesores.
—Vale —le presionó Seshaun—. Pues ve y habla con ella.
Nick recorrió con la mirada las caras de los otros niños, que sonreían intrigados por ver si aceptaría el reto.
—Si lo haces te devuelvo el pastel —le ofreció Seshaun, haciendo la oferta más dulce, literalmente.
Nick dudó, no sabía qué hacer. Entonces le sonaron las tripas, como si fueran ellas las que hubieran tomado una decisión. Se apoyó en la mesa para incorporarse y se puso en pie antes de poder cambiar de idea. Después de echar una rápida mirada para asegurarse de que Hendel seguía ocupado en charlar con los profesores, recorrió de una carrera el pasillo hasta la mesa de Gillian.
Se paró en seco y se dejó caer en la silla que había delante de la niña. Ella le miraba fijamente sin decir nada. De repente se sintió incómodo y avergonzado.
—Oye —dijo.
Gillian no dijo nada y siguió masticando la comida que tenía en la boca. Nick se dio cuenta de que la bandeja aún estaba casi llena: un bol de sopa, dos bocadillos, una manzana, un plátano, una pieza de pastel de vainilla y medio cuarto de leche.
La cantidad de comida no era inusual; una de las primeras cosas que aprendían los niños era que los bióticos necesitan comer más que otra gente. Pero a Nick le costaba creer la manera en la que Gillian comía. Había comido un poco de todas y cada una de las porciones, incluido el pastel.
Fascinado e incrédulo, la miró mientras daba un mordisco a un bocadillo, lo posaba sobre la bandeja, masticaba deliberadamente el bocado, lo tragaba y después tomaba el otro bocadillo para repetir el proceso. Después de darle un solo mordisco tomó la manzana, luego el plátano, luego el pastel, un trago de leche, la sopa y finalmente volvió al primer bocadillo. No dijo una palabra durante todo el proceso.
—¿Por qué comes así? —preguntó finalmente, desconcertado.
—Tengo hambre —respondió ella en un tono monótono, que hizo pensar a Nick que no bromeaba.
—Nadie come así —le dijo y, al ver que no respondía, siguió—. Tienes que comer la sopa y los bocadillos primero. Después la fruta, y el pastel va al final.
La niña paró de masticar, con la manzana a medio camino entre sus labios y la mesa.
—¿Y cuándo bebo la leche? —preguntó sin cambiar tono monótono.
Nick sacudió la cabeza.
—Eres de lo que no hay…
Gillian pareció quedarse satisfecha pese a que no había recibido respuesta a su pregunta y siguió comiendo, continuó con su método de dar un mordisco a cada plato sucesivamente.
Nick se giró para mirar hacia la mesa de Seshaun y los otros. Reían y hacían gestos obscenos. Se volvió de nuevo hacia Gillian, que parecía no darse cuenta de nada.
—¿Por qué no haces nunca nada en clase de biótica? —le preguntó.
La niña pareció incomodada por la pregunta, pero no respondió.
—¿Sabes cómo se hace? Yo soy bastante bueno en biótica. Te puedo enseñar algún truco, si quieres.
—No —dijo ella simplemente.
Nick frunció el ceño. Tenía la sensación de que se estaba perdiendo algo, como si la niña se estuviera burlando de él de algún modo. Entonces se le ocurrió algo.
—Cuidado con la leché —dijo mientras una sonrisa maliciosa le aparecía en la cara—. Que no se te caiga.
Al tiempo que decía la frase, extendió la mente y empujó. El vaso de leche se volcó, empapando los bocadillos y saltando de la bandeja hasta la mesa, sin dejar de correr hasta que se vertió sobre Gillian.
Entonces, Nick notó que salía volando hacia atrás.
Jacob Berg, el profesor de matemáticas de la Academia, contaba un chiste sobre una asari y un volus que entran en un bar krogan cuando, con el rabillo del ojo, Hendel vio algo que era a la vez increíble y terrorífico.
Al fondo del comedor, Nick volaba a toda velocidad por el pasillo. Cubrió unos buenos seis metros antes de estrellarse contra una de las mesas. La fuerza del aterrizaje hizo que las patas de la mesa se quebraran, haciéndola caer estrepitosamente contra el suelo y lanzando varias bandejas de comida por los aires. Los estudiantes que estaban sentados a la mesa gritaron sorprendidos y, luego, un silencio de asombro se extendió por la sala cuando se giraron para ver quién había sido responsable de aquello.
Hendel estaba tan sorprendido como el resto al ver a Gillian al fondo del comedor con las manos en alto y el rostro contraído en una mueca de ira y furia. Entonces, horrorizado, se dio cuenta de que no había hecho más que empezar.
La mesa que Gillian tenía delante dio un vuelco y las sillas vacías rodaron como si un gigante invisible las hubiera pateado. Por todo el comedor, bandejas llenas de comida salieron disparadas hacia el techo, provocando, al caer, una lluvia de comida y cubertería sobre los estudiantes.
El pánico estalló. Los estudiantes se levantaron gritando y salieron a la carrera hacia la puerta del comedor, golpeándose unos a otros en su prisa por escapar. Sus sillas vacías fueron arrastradas por la sala, provocando aún más caos a la situación.
Hendel estaba de pie y se movía contra la oleada humana en un intento desesperado de acercarse a Gillian. Aunque era un hombre fornido, no le era fácil atravesar el mar de cuerpos que intentaban huir.
—¡Gillian! —gritó, pero su voz se ahogó entre los gritos de la muchedumbre.
Nick seguía en el suelo, entre los restos de la mesa sobre la que había aterrizado. Hendel se medio arrodilló para comprobar su estado: estaba inconsciente, pero aún respiraba.
Después de levantarse de un salto, siguió presionando hacia adelante, quitándose de encima a los niños que chocaban contra él desesperados, hasta que emergió de la masa. Estaba a menos de nueve metros de Gillian.
El espacio entre ellos parecía que hubiera sido víctima del paso de un tornado: estaba sembrado de mesas volcadas y sillas caídas, y el suelo se había vuelto resbaladizo por la comida y los líquidos que se habían vertido en él. Gillian seguía de espaldas a la pared, con las manos en alto. Gritaba en un tono tan agudo y afilado que le dio escalofríos a Hendel.
—¡Gillian! —gritó, corriendo hacia ella—. ¡Para ahora mismo!
El hombre saltó sobre una mesa caída y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando aterrizó sobre los restos de la comida de alguien al otro lado. Mientras movía los brazos para recuperar el control, una silla le golpeó con violencia desde un punto ciego y lo tiró al suelo.
El impacto le dolió, pero no fue suficiente para dejarle fuera de combate. Se irguió de nuevo con las mangas y las piernas cubiertas de leche y pedazos de pan empapado.
—¡Gillian! —gritó de nuevo—. ¡Tienes que detenerte!
La niña no respondió, como si no supiera ni que estaba allí. Hendel empezó a moverse hacia adelante de nuevo, llevando la mano hacia la pistola aturdidora que tenía en el cinto. Después de dudar un instante, decidió intentar llamar la atención de la niña por última vez.
—¡Por favor, Gillian! ¡No me obligues a…!
Una oleada invisible de fuerza biótica le cortó la frase. Le golpeó en el pecho como un yunque caído del cielo y lo dejó sin respiración. Inmediatamente, perdió el equilibrio y salió disparado hacia atrás, como si estuviera atado a una cuerda que alguien, tras él, hubiera estirado con fuerza. Al aterrizar entre mesas volcadas y sillas se golpeó la cabeza y el codo con tanta fuerza que perdió la sensibilidad en la mano derecha.
No se detuvo hasta unos seis metros más allá, sobre una pila de sillas y bandejas. Aturdido, intentó levantarse. El esfuerzo lo hizo toser y notó el sabor de la sangre llenándole la boca.
Hendel se tomó un instante para recuperarse y luego recurrió a sus propias habilidades bióticas. Un segundo después soltó una poderosa barrera de alta gravedad para escudarse de las piezas de mobiliario que volaban por la sala, además de posibles nuevos ataques bióticos de Gillian.
Arrodillado tras la protección brillante de la barrera, Hendel intentó desenfundar la pistola aturdidora. Tenía la mano derecha aún insensible por el golpe que se había dado en el codo y tuvo que sacarla con la izquierda.
—¡Por favor, Gillian! ¡No me obligues a hacerlo! —gritó por última vez.
Pero la niña no podía oírle por encima de sus propios gritos.
A poco más de un metro de él, apareció una súbita llamarada de luz y calor. Al girarse hacia ella vio una imagen impresionante: un vórtice giratorio de energía oscura concentrada formaba un pilar hasta el techo, aumentando de intensidad hasta límites críticos antes de colapsarse sobre sí mismo.
Como biótico con entrenamiento militar avanzado que era, Hendel reconoció al instante lo que había ocurrido: Gillian había creado una singularidad —un punto subatómico de masa casi infinita—, con suficiente fuerza gravitatoria en el centro para afectar al continuo espaciotemporal. Las sillas cercanas empezaron a deslizarse a través del suelo, atraídas inexorablemente hacia el epicentro del fenómeno cósmico que se había manifestado, de repente, en medio del comedor de la estación espacial.