«¡Ni se te ocurra quedarte inconsciente ahora, hijo de puta, inútil!».
Eran sus propias palabras, pero la voz que oía dentro de la cabeza era la de su primer sargento de instrucción, de cuando había recibido el entrenamiento básico. Cada vez que sentía flaquear sus fuerzas durante su carrera en la Alianza, fuera porque había llegado a sus límites de resistencia en una carrera de veinte kilómetros o porque estuviera agotado tras horas de entrenamiento biótico, oía aquella voz, que lo empujaba a seguir sin desfallecer. Pero aquellos días habían quedado atrás. Se había retirado. Ya no era un soldado.
«¡No me vengas con gilipolleces! ¡Un soldado siempre es un soldado! ¡Ahora mueve el culo de una vez y ponte en marcha, gandul!».
No sabía muy bien dónde encontró las fuerzas, pero logró ponerse a cuatro patas. Entonces fue cuando vio a Gillian. Ya no convulsionaba. No se movía. Ni siquiera respiraba.
Alargó la mano y apretó el botón de emergencia que tenia en el cinturón. Los equipos médicos y de seguridad saldrían inmediatamente en pos de la señal. El tiempo de respuesta en la cascada era de siete minutos.
«Demasiado tiempo. No puede esperar tanto».
Empezó a gatear hacia Gillian, sintió cómo sus músculos gritaban de agonía, demasiado débil para intentar ponerse en pie.
Jiro dejó escapar una larga sarta de improperios en su lengua materna, maldiciendo las ramas llenas de pinchos que le desgarraban la ropa mientras intentaba avanzar por el bosque del atrio. De todos modos, no podía permitirse parar, porque no sabía cuánto tiempo estaría noqueado Hendel y necesitaba escapar de la estación antes de que el jefe de seguridad despertara.
Había una lanzadera de emergencia con la que podía llegar hasta la superficie del planeta. Si se le ocurría alguna buena excusa quizá podría convencer al piloto, con su encanto o con un soborno, de que lo llevara. Si eso fallaba, tendría que robarla o secuestrarla. Era un plan loco y desesperado, pero aquélla era una situación desesperada. Desde el instante en que Hendel lo había descubierto en el claro había sabido que su única opción era desaparecer de la estación.
Salió de entre los arbustos y encontró de nuevo el sendero, a escasos seis metros de la salida del atrio. No vio que Kahlee esperaba a un lado hasta que la mujer gritó en su dirección.
—¿Jiro? ¿Qué te ha pasado? —preguntó, bajando hasta donde se encontraba.
Kahlee observaba con curiosidad y sospecha sus ropas rajadas y las heridas que tenía en la cara y las manos, además del chichón que le había salido en la cabeza en el sitio donde le había impactado el codazo de Hendel.
—Jiro —dijo ella de nuevo con voz seria—. Contéstame. ¿Dónde está Hendel?
—¿Y yo qué sé? —respondió él riendo—. Su amiga eres tú, ¿te acuerdas?
Si se le acercaba un poco más, podría agarrarla y dejarla fuera de combate antes de que pudiera pedir ayuda. En vez de ello, la mujer se detuvo justo fuera de su alcance.
—Has sacado a Gillian de su habitación. ¿Dónde está?
El tono acusador de su voz le dijo que no iba a salirse de aquella sólo a base de labia.
—Apártate —dijo con frialdad, dejando de actuar—. O te puede pasar algo.
—Yo no me muevo de aquí —respondió ella y se puso en posición de combate—. No hasta que no sepa lo que está pasando.
Jiro evaluó rápidamente la situación. Se había recuperado de los efectos de la lucha con Hendel; era fuerte, sano y pesaba veinte kilos más que ella. Sabía que Kahlee había tenido entrenamiento de combate en el ejército, pero calculó que igualmente seguía teniendo más posibilidades. Sonrió con una mueca, como si estuviera dispuesto a abandonar, y luego se abalanzó sobre ella.
Esperaba poder pillarla con la guardia baja, pero la mujer no se había dejado engañar por un subterfugio tan simple. En vez de eso, recibió la carga con una poderosa patada en la rodilla a la vez que se apartaba de su camino. Jiro perdió el equilibrio e intentó darle un puñetazo, pero sólo alcanzó el aire, porque Kahlee esquivó su torpe ataque. Jiro se giró para lanzar un segundo puñetazo.
Nunca llegó a hacerlo. Kahlee salió disparada hacia adelante y lanzó el puño izquierdo a la altura de la cara. Jiro esquivó hacia un lado y entró de lleno en la trayectoria de un gancho de derecha. Le alcanzó en la parte lateral del mentón y la envió hacia atrás tambaleándose entre gruñidos.
Su oponente no iba a dejarlo escapar así como así. Kahlee continuó con una lluvia de rápidos puñetazos y patadas, esquivó y paró con habilidad sus torpes intentos de contraataque. Un corte en la garganta lo dejó sin respiración y un barrido lo mandó de cabeza al suelo. Cuando intentaba ponerse en pie, un rodillazo en la entrepierna puso punto final al salvaje y desigual enfrentamiento.
Kahlee dio un paso al frente y le lanzó una mirada asesina mientras Jiro se retorcía en posición fetal, agarrándose los genitales. Intentó pedir clemencia, pero al abrir la boca lo único que pudo proferir fue un largo gemido de dolor ininteligible.
La mujer se arrodilló a su lado, extendió dos dedos hasta metérselos en la nariz y tiró ligeramente. El dolor era estremecedor y lo hizo gimotear de terror.
—A ver, monada —dijo Kahlee sin soltarle de la nariz, con tono de amabilidad burlona—. Ahora te voy a hacer unas preguntitas. Y tú me vas a responder.
«¡El dolor es bueno, gusano! ¡Es lo que te hace saber que sigues vivo!».
Al llegar junto al cuerpo de Gillian, Hendel le hizo caer la cabeza hacia atrás y le forzó dos soplidos de aire en la garganta. Después le comprimió el pecho diez veces en sucesión rápida, presionando con las palmas sobre la parte inferior del esternón. Después de dos soplidos más, prosiguió con las compresiones.
Sabía que la reanimación cardiopulmonar no haría que el corazón le latiera de nuevo ni volviera a respirar. Ese tipo de recuperaciones milagrosas sólo ocurrían en los vídeos. Lo que intentaba era que la sangre siguiera circulando y el oxígeno llegara al cerebro hasta que llegara ayuda.
«Mantenla viva. Mantenla aquí».
Las compresiones le estaban dejando exhausto; no podía bajar de un centenar por minuto si quería salvarla. Era extremadamente difícil mantener aquel ritmo agotador más de unos pocos minutos, incluso en condiciones normales, pero en su situación era imposible.
«¡Ni se te ocurra abandonar! ¡En mi ejército nadie abandona!».
El jefe de seguridad respiraba en jadeos ásperos y húmedos. Gotas de sudor le recorrían la frente hasta caerle en los ojos. Los músculos de los brazos se estremecían y temblaban. En cualquier momento podía darle un calambre. El mundo alrededor se disolvió en una nube neblinosa de dolor y agotamiento mientras hacía que el corazón de Gillian siguiera latiendo.
«UnDosTresCuatroCincoSeisSieteOchoNueveDiez.
Respirar-Respirar.
»UnDosTresCuatroCincoSeisSieteOchoNueveDiez.
Respirar-Respirar.
»UnDosTresCuatroCincoSeisSieteOchoNueveDiez.
Respirar-Respirar».
Entonces sintió cómo unas manos lo agarraban de los hombros y lo levantaban. Luchó por un segundo débilmente antes de darse cuenta de que habían venido a ayudarlo. En cuanto lo hubieron apartado, los dos enfermeros de socorro se arrodillaron junto a Gillian. Uno de ellos recorrió el cuerpo con su omniherramienta y le leyó los signos vitales.
—Código doce —dijo con voz cortante y eficiente.
Sus palabras hicieron que la pareja de hombres se pusiera en acción, en un esfuerzo perfectamente coordinado por cientos de horas de entrenamiento. El primero abrió su kit médico, extrajo una jeringa y le inyectó a Gillian un compuesto hiperoxigenante para devolver el nivel normal a su riego sanguíneo.
El otro se sacó una pequeña máquina del cinturón —incluso en su condición seminconsciente, Hendel se dio cuenta de que era un desfibrilador portátil— y se lo presionó contra el pecho. El enfermero esperó hasta que su compañero terminó de dar la inyección y se apartó. Entonces encendió la máquina para reanimar el corazón de Gillian a base de impulsos eléctricos concentrados.
—Le está volviendo el pulso —anunció su compañero un segundo más tarde, observando las lecturas de la omniherramienta—. El nivel de oxígeno está subiendo. ¡Creo que saldrá de ésta!
Hendel, medio sentado en el suelo, donde los enfermeros le habían dejado tras apartarlo del cuerpo de la niña, no sabía si reír de alegría o llorar de alivio. Finalmente, se derrumbó y quedó inconsciente.
Grayson salió tambaleándose hasta el comedor de su piso. Iba vestido sólo con una bata, sin nada debajo. Aún sentía como si la cabeza le flotara por el efecto de la arena roja que había tomado la noche anterior; cuando intentó hacer bailar el bolígrafo que había encima de la mesa no consiguió nada.
«Estás de bajón total. No puedes mover ni un bolígrafo. Si no vas con cuidado ya estarás sobrio en una hora».
Quería tomar otra dosis, pero se forzó a mantenerse ocupado comprobando si había nuevos mensajes. No le sorprendió ver que la Academia Grissom había intentado contactar con él mientras dormía.
«O igual estabas tan drogado que ni siquiera has oído la llamada».
Era la cuarta vez que llamaban. No quería oír el mensaje; los tres anteriores habían sido todos sobre lo mismo. A Gillian le había pasado algo, un accidente en el comedor. Algo que tenía que ver con su biótica.
Las noticias no le sorprendieron. Había esperado algo así desde que Pel apareció con la nueva dosis. El Hombre Ilusorio tenía paciencia, pero Cerberus había destinado demasiado tiempo y recursos a Gillian sin conseguir demasiados resultados a cambio. Las nuevas drogas demostraban que querían acelerar el programa. Alguien había decidido apretar más y someter los límites de su hija a una prueba, con la esperanza de lograr nuevos avances. Era inevitable que algo ocurriera, bueno o malo.
«Eres patético. Sabías que esto podía dañarla, pero colaboraste igualmente».
Había aceptado la decisión porque creía en Cerberus. Creía en lo que representaba. Sabía que había riesgos, pero también sabía que Gillian, a largo plazo, podía tener una importancia crítica para la supervivencia de la raza. La habilidad de descubrir nuevos y sorprendentes potenciales bióticos podía convertirse en la ventaja que la Humanidad necesitaba para elevarse por encima del resto de especies.
Había que correr riesgos. Había que aceptar sacrificios. El Hombre Ilusorio lo entendía mejor que nadie, y por eso Grayson seguía sus órdenes sin cuestionar. Aquella mañana, sin embargo, no podía evitar preguntarse si eso lo convertía en un patriota o en un cobarde.
«Dependerá de quién escriba los libros de historia, me imagino».
Se acercó a la pantalla de vídeo de la pared y apretó el botón para activar la lectura de mensajes.
—«¿Señor Grayson? Al habla la doctora Kahlee Sanders, de la Academia Grissom».
Por defecto dejaba la función de videoconferencia desactivada; prefería la privacidad de la comunicación estrictamente por audio. Pero incluso sin pistas visuales se dio cuenta de que había ocurrido algo más. Algo malo.
—«No sé cómo decirle esto, señor Grayson. Gillian estaba en el hospital, recuperándose del episodio del comedor cuando… Bueno, tenemos razones para creer que alguien ha intentado atentar contra su vida. La hipótesis que manejamos ahora mismo es que el doctor Toshiwa ha intentado matarla. Está viva —añadió rápidamente Kahlee—. Hendel ha llegado a tiempo para salvarla. Gillian ha tenido un ataque, pero está bien. La tenemos bajo observación médica. Por favor, señor Grayson, contacte con la Academia tan pronto como reciba este mensaje».
La grabación finalizó. Grayson se quedó inmóvil, sin reaccionar. Se quedó congelado mientras su mente trataba de comprender las implicaciones de lo que había oído. «El doctor Toshiwa ha intentado matarla».
El único contacto que tenía Jiro con Cerberus era a través de Grayson; no tenían ninguna otra manera de contactar directamente con él…, al menos que Grayson supiera. Funcionaban según el procedimiento estándar: menos operativos con acceso directo significa menos posibilidades de una filtración. Y si uno de sus agentes ponía en peligro la misión, era más fácil para Cerberus averiguar quién había sido.
«Jiro no es tan estúpido para traicionar al Hombre Ilusorio. Incluso si lo hiciera, intentar matar a Gillian no tiene ningún sentido».
Había otra explicación posible: la nueva medicación. Si le había provocado el ataque y habían pillado a Jiro administrándosela, podía ser que hubieran pensado que intentaba matarla. Pero ¿quería decir eso que habían capturado a Jiro? Y en ese caso, ¿cuánto había cantado ya?
Presionó el botón para escuchar de nuevo el mensaje.
—«¿Señor Grayson? Al habla la doctora Kahlee Sanders, de la Academia Grissom. No sé cómo decirle esto, señor Grayson. Gillian estaba en el hospital, recuperándose del episodio del comedor cuando… Bueno, tenemos razones para creer que alguien ha intentado atentar contra su vida. La hipótesis que manejamos ahora mismo es que el doctor Toshiwa ha intentado matarla. Está viva. Hendel ha llegado a tiempo para salvarla. Gillian ha tenido un ataque, pero está bien. La tenemos bajo observación médica. Por favor, señor Grayson, contacte con la Academia tan pronto como reciba este mensaje».
Todas las otras llamadas eran del jefe de seguridad. No sabía si buscarle algún significado especial al hecho de que esta vez hubiera sido una persona distinta quien le había hablado.
«¿Te ha delatado Jiro? ¿Te están tendiendo una trampa? ¿Intentan atraerte para que caigas en ella?».
No podía esperar más; debía llamar. Y esta vez tendría que ser con comunicación visual. Echó una rápida mirada por la habitación para comprobar que no hubiera dejado una jeringa o una bolsa de arena roja a la vista. Después se miró en el espejo. Parecía cansado y descuidado, con los ojos inyectados en sangre. Pero si se sentaba en la silla del fondo de la habitación no se apreciaría. Al menos, eso esperaba.
Cuando todo estuvo a punto, se sentó y llamó. Unos segundos más tarde apareció la imagen del Hombre Ilusorio llenando la pantalla. Era un rostro nacido para las cámaras: el pelo canoso plateado enmarcaba sus facciones perfectamente simétricas, realzadas por la marcada línea de la mandíbula perfectamente afeitada y una nariz proporcionada.
—Grayson —le saludó con voz suave.
Si le extrañaba que Grayson estuviera sentado al fondo de la habitación, en vez de en su lugar habitual a un par de metros de la pantalla, no dejó que se le notara.