—A Gillian le ha pasado algo —dijo Grayson y estudió con cuidado la reacción del Hombre Ilusorio.
«¿Es nueva esta información para él? ¿Está sorprendido o ya lo sabía?».
Por supuesto, la mirada azulada del Hombre Ilusorio no dejó adivinar nada; su rostro era una máscara sin emociones, imposible de descifrar.
—¿Está bien? —preguntó con un ligero tono de preocupación, aunque podría ser que fuera más por Grayson que por ella.
Era muy posible que ya estuviera al corriente de todo lo que había ocurrido.
—Ha tenido un ataque. La nueva medicación ha sido demasiado para ella.
—¿Es eso lo que ha dicho Jiro?
El rostro mostró suficiente inquietud para que la pregunta no pareciera insensible. Grayson seguía sin saber si era todo una farsa.
—La Academia me ha llamado para informarme. Han descubierto a Jiro.
Una chispa de emoción recorrió las facciones del Hombre Ilusorio, pero fue demasiado rápido para que Grayson la identificara. «¿Ira? ¿Sorpresa? ¿Decepción?».
—¿Cuánto les ha contado?
—No lo sé. El mensaje llegó ayer por la noche. He llamado tan pronto como lo he oído.
—Hay que seguir con el plan —dijo el Hombre Ilusorio, tras pensar un momento—. Tenemos que asumir que tu tapadera sigue intacta.
Era una suposición razonable. Jiro era nuevo en Cerberus —lo habían reclutado pocos años antes— pero sabía cómo funcionaba todo. Dos cosas ayudarían a garantizar su silencio: su lealtad a la causa y su miedo a la retribución del Hombre Ilusorio.
Era inevitable que les contara algo —tarde o temprano la Alianza terminaría con su capacidad de resistencia—, pero cuanto más aguantara, más tiempo daría a los demás para arreglar las cosas. Si aguantaba lo suficiente para que la misión se pudiera salvar no tendría que preocuparse porque Cerberus fuera a buscarle después para vengarse. Mientras mantuviera la boca cerrada, podría conservar incluso la esperanza de que el Hombre Ilusorio enviara a alguien a rescatarlo. Había ocurrido en el pasado con agentes clave, aunque Grayson se imaginaba que Jiro sería considerado sacrificable.
—Contacta con la Academia —le ordenó el Hombre Ilusorio—. Diles que vas a ir a sacar a Gillian del programa. Ya hemos obtenido todo lo que podíamos del Proyecto Ascensión. Es hora de que asumamos el control directo sobre su entrenamiento.
—Sí, señor.
La respuesta vino precedida de una décima de segundo de vacilación, pero fue suficiente para que el Hombre Ilusorio se diera cuenta de ello.
—Lo que ha ocurrido en la Academia ha sido un accidente. Un error —dijo, poniendo cara de sincero pesar y disculpa—. No queremos hacerle daño a Gillian. Es demasiado valiosa. Demasiado importante. Nos importa mucho lo que le ocurra.
Grayson no respondió inmediatamente.
—Lo sé —dijo finalmente.
—Siempre hemos temido que pudiera haber efectos secundarios con el nuevo tratamiento, pero no pensábamos que pudiera ocurrir algo así —explicó el Hombre Ilusorio—. Seguir sus progresos desde la distancia, analizar los resultados a posteriori…, aumenta el riesgo de que algo vaya mal. Cuando la traigas de vuelta la pondremos bajo observación constante. Podremos ir con más cuidado en los experimentos. La ayudaremos a adaptarse lentamente.
Decía las palabras adecuadas, claro, y Grayson sabía que tenía razón hasta cierto punto.
«¡Sólo te dice lo que quieres oír! ¡Está jugando contigo!».
—Te doy mi palabra de que esto no ocurrirá otra vez —le prometió el Hombre Ilusorio.
Grayson quería creerle. Necesitaba creerle. Porque si no lo hacía, ¿qué otras opciones le quedaban? Si no entregaba a Gillian a Cerberus, si intentaba escapar con ella, los encontrarían. Y aunque lograran mantenerse escondidos, ¿después qué?
Gillian necesitaba orden y rutina para funcionar. No podía imaginarse cómo podría sobrevivir si tuviera que llevar la vida de una fugitiva, huyendo constantemente para estar siempre un paso por delante de sus perseguidores. ¿Y qué ocurriría cuando sus poderes siguieran creciendo? ¿Aprendería alguna vez a controlar sus habilidades? ¿O sería siempre una especie de bomba biótica, a punto de estallar?
—Sé que Gillian es diferente —añadió el Hombre Ilusorio, como si le leyera los pensamientos—. No sé si podemos curarla, pero cuanto más sepamos sobre ella, más podremos ayudarla. No podemos darle la espalda. Significa demasiado para nosotros. Para mí.
—Llamaré a la Academia —respondió Grayson— para decirles que voy enseguida.
«Gillian necesita ayuda especializada. Cerberus entiende lo que le pasa mejor que nadie. Esto es lo que ella necesita».
«Lo que estás haciendo se llama “racionalización” —intervino una voz amarga desde lo más oscuro de su conciencia—. Admite la verdad. Si el Hombre Ilusorio quiere algo, el Hombre Ilusorio lo consigue».
La bolsa que llevaba Pel era pesada; se la cambiaba periódicamente de mano, pero no podía negar que los brazos empezaban a dolerle. Por suerte, estaba a sólo una manzana del pequeño almacén de dos plantas que Cerberus usaba como base de operaciones en Omega. Estaba situado al fondo de un pequeño espaciopuerto sin regular, en un distrito controlado por las Garras, una banda de mercenarios predominantemente turianos.
Por principios, a Pel no le gustaba tratar con grupos no humanos, pero los Garras eran una de las mejores opciones para individuos que intentaban establecerse por libre en Omega. El almacén estaba en una posición inmejorable: su proximidad respecto al espaciopuerto permitía a pequeñas naves ir y venir sin llamar demasiado la atención, y podían caminar hasta el monorraíl que conectaba con otras secciones de la ciudad. Los Garras pedían precios elevados por el alquiler y la protección, pero no hacían preguntas ni metían el pico donde no les correspondía. También eran una de las pocas facciones lo bastante fuertes para controlar férreamente su territorio, reducían el riesgo de disturbios o afeamientos que, a veces, arrasaban los distritos menos estables de Omega.
Aunque oficialmente el distrito estaba clasificado como turiano, había una mezcla de otras especies en la calle. Una pareja de batarianos pasó por su lado y lanzaron una mirada vigilante al odioso humano y la bolsa que cargaba. Un hanar apareció flotando a su espalda y le tocó el hombro, moviéndose con rapidez. Instintivamente, se apartó de sus largos tentáculos. Había incluso un puñado de humanos esparcidos por aquí y por allá, aunque ninguno de ellos trabajaba para Cerberus. Los cinco hombres y tres mujeres que habían sido asignados al equipo de Pel tendían a quedarse dentro del almacén; especialmente ahora que tenían un prisionero al que interrogar.
Estaba a escasos metros de la puerta, cuando una figura conocida salió de entre las sombras.
—¿Qué llevas en la bolsa, amigo? —preguntó Golo.
—¿Cómo has encontrado este sitio? —replicó Pel; dejó la bolsa en el suelo y posó la mano relajadamente sobre la pistolera.
—Te he estado siguiendo —admitió el quariano—. No ha sido tan difícil descubrir este sitio.
Pel no sabía si los quarianos sonreían, pero podía imaginarse la cara burlona que debía de estar poniendo el alienígena bajo el visor.
Tampoco era que le preocupara tanto; Golo no suponía una amenaza real para lo que estaban haciendo. Pero no le gustaba que lo espiaran. Y mucho menos cuando era el equivalente alienígena de un ladrón gitano.
—¿Qué haces aquí?
—Vengo a proponerte otro negocio —respondió Golo.
Pel hizo una mueca.
—Aún estoy cabreado por el último trato que hicimos contigo —le dijo—. El piloto que capturamos en la nave quariana sigue sin darnos los códigos que necesitamos.
—Tienes que entender la cultura de la Flota Migrante —explicó Golo—. Los quarianos son el blanco del odio de casi todas las otras razas. Sólo pueden confiar los unos en los otros para sobrevivir. Los niños aprenden desde muy pequeños a valorar a la familia y la comunidad, y la lealtad a tu nave natal es el valor más alto.
—No me extraña que te echaran.
Pel no sabía decir si su golpe había dado en el blanco; la reacción del quariano quedó escondida detrás de la máscara. Cuando habló, lo hizo como si no hubiera oído el insulto.
—Me sorprende que no le hayáis podido sacar la información. Pensaba que tendríais más experiencia en hacer cantar a los prisioneros.
—La tortura no sirve de mucho cuando el sujeto tiene alucinaciones —replicó Pel, un poco más a la defensiva de lo que habría querido—. Ha pillado un virus o algo y ahora tiene una fiebre altísima —continuó, con voz oscura y peligrosa—. Probablemente pasó cuando le agrietaste la máscara.
—Deja que os compense por ello —respondió Golo, impasible—. La oferta que te traigo no creo que vayas a rechazarla. ¿Y si vamos adentro a charlar?
—Ni lo sueñes —contestó Pel rápidamente—. Espera aquí. Vuelvo en cinco minutos.
Recogió de nuevo la bolsa, miró fijamente al quariano y se giró. Una vez estuvo seguro de que el alienígena no miraba, pulsó el código de acceso y entró.
Pasaron casi diez minutos antes de que volviera a salir, pero Golo seguía esperándolo. Pel confiaba en que quizá se hubiera cansado y hubiera abandonado el lugar.
—Todavía tengo curiosidad por saber algo —dijo el quariano para saludarle—. ¿Qué llevabas en la bolsa?
—Nada de tu incumbencia. No soy tu amigo.
La verdad era que la bolsa no contenía más que comida ordinaria. En la base tenían provisiones suficientes pero, aunque eran nutricionalmente adecuadas para la supervivencia, eran anodinas e insípidas. Por suerte, Pel había descubierto una tienda cerca de allí que tenía comida tradicional humana. Cada tres días tomaba el monorraíl para ir a la tienda y comprar la suficiente comida para tener al equipo contento y satisfecho. No era barato, pero era un gasto que podía justificar fácilmente ante Cerberus. Los humanos se merecían comida humana de verdad, no una mezcla alienígena procesada.
No había ningún daño en compartir aquella información con el quariano, claro, pero Pel quería mantener la imagen de que estaba en contra de Golo. Era una ventaja que el quariano no estuviera seguro de qué posición ocupaba.
—Has dicho que tenías una propuesta —le dijo.
Golo miró a su alrededor, obviamente nervioso.
—Aquí no. En un sitio privado.
—¿Y la sala de juego a la que me llevaste la última vez? ¿«El Cubil de la Fortuna»?
El quariano negó con la cabeza.
—Ese distrito está en medio de una disputa por su posesión. Los batarianos intentan echar a los volus. Demasiados tiroteos y bombas para mi gusto.
«¿Y qué esperabas?», pensó Pel para sí.
—La violencia es inevitable cuando especies distintas intentan vivir unas con otras —dijo en voz alta, formulando un axioma común de Cerberus.
«Si la Alianza se diera cuenta de una vez de eso no necesitaríamos a alguien como el Hombre Ilusorio para protegernos».
—Esta oportunidad es muy tentadora —le aseguró Golo—. En cuanto oigas las condiciones estoy seguro de que te interesará.
Pel cruzó los brazos y miró al quariano con un gesto de espera.
—Tiene que ver con los Recolectores —susurró Golo, acercándose a él.
Después de una larga pausa, Pel suspiró y se dio la vuelta hacia la puerta del almacén.
—Vale. Vamos adentro.
—Permiso para aterrizar en plataforma de acoplamiento cuatro. Cambio.
Grayson hizo una pequeña corrección a su trayectoria para seguir las instrucciones de la torre de control de tráfico, y llevó su lanzadera hasta la pista de acoplamiento exterior de la Academia Grissom. El vehículo de pasajeros de línea media que pilotaba era algo más pequeño, y mucho menos lujoso, que la lanzadera corporativa que usaba habitualmente para sus visitas. Claro que las circunstancias eran de todo menos habituales.
Aquella vez había viajado solo, en la guisa de un padre desesperado que se apresuraba a reunirse con su hija gravemente enferma. No era un papel que le costara mucho representar, si consideraba sus sentimientos por Gillian. Su preocupación era sincera, pero según lo que les hubiera contado Jiro quizá no importaría.
Ante la puerta, esperó impaciente a que la plataforma de acoplamiento conectara con la lanzadera, y luego avanzó rápidamente hasta la sala de espera de paredes de cristal. No había más pasajeros esperando autorización y los dos soldados de la Alianza le hicieron un gesto para que siguiera adelante. Al otro lado de la pared transparente a prueba de balas, vio a la doctora Sanders y al jefe de seguridad del Proyecto Ascensión.
—Adelante, señor Grayson —le dijo uno de los guardias con tono de simpatía, sin ni siquiera intentar registrarle. Grayson lo tomó como una buena señal.
—¿Estás seguro de que estás preparado para esto? —le susurró Kahlee a Hendel, mientras Grayson atravesaba los controles de seguridad—. Me parece que todavía necesitas un poco más de descanso.
—Estoy bien —le susurró él—. Además, quiero ver cómo reacciona cuando le digamos la noticia.
Kahlee quería responderle algo como: «¡No me dirás en serio que crees que se quedará igual cuando le digamos que su hija ha estado a punto de morir!». Pero Grayson ya había pasado los controles y la habría oído, de manera que se mordió la lengua y rezó para que Hendel tuviera el suficiente sentido común para tratar al recién llegado con la educación que se merecía.
—Señor Grayson —dijo Hendel, inclinando la cabeza en un breve saludo.
—¿Dónde está Gillian? —preguntó inmediatamente—. Quiero ver a mi hija.
Como era de esperar, tenía mucho peor aspecto que la última vez que le habían visto. No iba en traje, sino que llevaba simplemente unos pantalones tejanos y una camisa de manga corta que dejaba ver unos brazos delgados y nervudos. Obviamente llevaba bastantes días sin afeitarse. En su mirada había un brillo desesperado y parecía desprender un aire de aprensión nerviosa por todos los poros. Nada raro, teniendo en cuenta lo que había ocurrido.
—Por supuesto —dijo Kahlee rápidamente, antes de que Hendel pudiera hacer ninguna objeción.
No iba a dejar que hicieran esperar a Grayson más de lo debido. Ya tendrían tiempo de discutir luego, después de que viera a Gillian.
—Sígame, por favor —fue lo único que dijo Hendel, lanzándole una mirada molesta.
Nadie dijo nada de camino a la habitación del hospital, pero Kahlee se dio cuenta de que Hendel apretaba la mandíbula por la manera como se le movían los músculos del cuello.