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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (4 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Y con ese gesto salvarías la iglesia de la chica, ¿verdad? Es decir, que vas a liquidarlo de forma expeditiva. ¿Me equivoco?

—No haría daño a esa joven por nada del mundo. Nada podría inducirme a lastimarla —contesté.

A continuación guardé silencio durante unos minutos.

—¿Estás seguro de que no te has enamorado de ella? —preguntó David—. Parece como si te hubiera hechizado.

Las palabras de David me hicieron recordar que no hacía mucho me había enamorado de una mujer mortal, una monja. Se llamaba Gretchen. La pobre había perdido la razón por culpa mía. David conocía la historia. La había escrito yo mismo; también había escrito la historia de David, de modo que él y Gretchen habían pasado a los anales de la historia en forma de personajes de ficción. David estaba al corriente de ello.

—Jamás me comportaría con Dora como hice con Gretchen —dije—. No. No voy a lastimarla. He aprendido la lección. Lo único que me interesa es matar a su padre de forma que ella sufra lo menos posible y obtenga el máximo beneficio. Ella sabe a qué se dedica su padre, pero no estoy seguro de que esté preparada para afrontar todos los problemas que se le echarían encima si lograran detenerlo y juzgarlo.

—Veo que sigues con tus jueguecitos.

—Tengo que hacer algo para distraerme, para no pensar en esa cosa que me persigue. ¡Me está volviendo loco!

—Cálmate, hombre, no te pongas nervioso.

—No puedo evitarlo —contesté.

—Dame más detalles sobre esa «cosa», cuéntame más fragmentos de conversación.

—No merece la pena repetirlos. Se trata de una discusión acerca de mí. Te aseguro, David, que es como si Dios y el diablo estuvieran discutiendo sobre mí.

Me detuve bruscamente. El corazón me latía con tal violencia que casi me dolía, lo cual resulta extraño tratándose del corazón de un vampiro. Me apoyé en la pared y observé a los clientes del bar, en su mayoría mortales de mediana edad, señoras enfundadas en anticuados abrigos de piel y hombres calvos lo suficientemente bebidos para hablar a voces y comportarse como si tuvieran veinte años.

El pianista interpretaba una melodía popular muy triste y dulce, de una obra que se había representado en Broadway. Una de las mujeres que había en el bar se balanceaba suavemente al compás de la música mientras deletreaba en silencio las palabras de la canción con sus grotescos labios pintados de rojo y se fumaba un cigarrillo. Pertenecía a una generación que llevaba tantos años fumando que le resultaba imposible dejar de hacerlo. Tenía la piel arrugada y áspera como un lagarto, pero era una vieja inofensiva y encantadora. Todos eran inofensivos y encantadores.

¿Mi víctima? La oí arriba. Seguía hablando con su hija. Trataba de convencerla de que aceptara otro regalo, creo que un cuadro.

Era evidente que mi víctima estaba dispuesta a mover montañas por su hija, pero ella no quería sus regalos y tampoco iba a salvar su alma.

Me pregunté hasta qué hora permanecería abierta la catedral de San Patricio. Dora deseaba ir allí a rezar. Como de costumbre, rechazó el dinero que le ofreció su padre. «Lo que quiero es tu alma —dijo—. No puedo aceptar tu dinero para la iglesia. Está sucio, manchado de sangre.»

Fuera seguía nevando. La música del piano empezó a sonar a un ritmo más acelerado y urgente. De lo mejorcito de Andrew Lloyd Weber, pensé. Era una canción de
El fantasma de la ópera.

De pronto volví a oír un ruido en el vestíbulo y me volví bruscamente. Luego miré a David para comprobar si él había notado algo, pero no parecía haber oído nada anormal. Al cabo de unos segundos creí oír de nuevo algo así como unos pasos, unos pasos sigilosos y aterradores. No, no era fruto de mi imaginación. Me eché a temblar. De repente el ruido cesó. No oí ninguna voz hablándome al oído.

Miré a David.

—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó David, preocupado—. Estás trastornado.

—Creo que el diablo ha venido a por mí —contesté—. Voy a ir al infierno.

David me miró estupefacto. ¿Qué podía responder? ¿Qué suele decir un vampiro a otro respecto a esos temas? ¿Qué hubiera dicho yo si Armand, trescientos años mayor que yo e infinitamente más malvado, me hubiera dicho que el diablo iba tras él? Me habría reído ante sus narices. Habría soltado algún chiste sobre que se lo tenía bien merecido y que estaría en buena compañía, rodeado de los de nuestra especie, sometido a un tormento vampírico mucho peor que los que experimentan los pecadores mortales. Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.

—Dios mío —murmuré.

—¿Dices que lo has visto? —preguntó David.

—No exactamente. Yo estaba en... no tiene importancia. Creo que había regresado a Nueva York, estaba con él...

—La víctima.

—Sí, lo estaba siguiendo. Había ido a una galería de arte situada en el centro para cerrar un trato. Se dedica al contrabando de obras de arte. El hecho de que le entusiasmen los objetos antiguos y exquisitos, como a ti, David, forma parte de su extraña personalidad. Cuando lo mate y me dé un festín, quizá te traiga uno de sus tesoros.

David no dijo nada, pero noté que la idea de que yo birlara un objeto valioso a alguien a quien aún no había matado pero a quien con toda certeza iba a matar, le disgustaba.

—Libros medievales, cruces, joyas, reliquias, es el tipo de objetos que adquiere. El afán de poseer obras de arte religiosas, como estatuas de ángeles y santos de incalculable valor que habían sido robadas de las iglesias en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, es lo que le llevó al tráfico de drogas. Sus tesoros más valiosos los mantiene a buen recaudo en su casa del Upper East Side. Es su gran secreto. Creo que el dinero de las drogas representa para él un medio para alcanzar un fin. No estoy seguro. A veces me entretengo en adivinar su pensamiento, pero luego me canso y lo dejo correr. Es un tipo malvado, esas reliquias no poseen ninguna magia y yo acabaré en el infierno.

—No tan deprisa —dijo David—. Volvamos al ser que te persigue. Dijiste que habías visto algo. ¿Qué fue lo que viste exactamente?

Yo guardé silencio. Había temido este momento. Ni siquiera había tratado de describir esas experiencias para mí mismo. Pero tenía que seguir adelante. Había llamado a David para que me ayudara. Tenía que darle una explicación.

—Nos encontrábamos en la Quinta Avenida; él, la víctima, circulaba en un coche por el centro y yo conocía las señas de la casa donde conserva sus tesoros.

»Yo iba andando por la calle, como cualquier ser mortal. Me detuve ante un hotel y entré para admirar las flores. Siempre que me siento a punto de perder el juicio debido a los rigores del invierno entro en uno de esos hoteles lujosos y me deleito contemplando los arreglos florales.

—Te comprendo —respondió David con un breve suspiro.

—Me hallaba en el vestíbulo, contemplando un inmenso ramo de flores. Quería... dejar un donativo, como si estuviera en una iglesia..., para quienes habían confeccionado el ramo, y me dije a mí mismo que podía matar a la víctima. De pronto..., te juro que fue así como sucedió, David...

»... el suelo cedió bajo mis pies. El hotel desapareció. Yo no estaba en ninguna parte, ni sujeto a nada, y sin embargo me encontraba rodeado de personas que no cesaban de parlotear, gritar, llorar y reír; sí, tal como te lo cuento, todo sucedía de forma simultánea. En lugar de las clásicas tinieblas del infierno, había una luz cegadora. Traté de agarrarme a algo, de recuperar el equilibrio, no con las manos, pues no tenía manos, sino tensando cada músculo y nervio de mi cuerpo, cuando de repente sentí que pisaba terreno firme y vi a ese ser ante mí. No tengo palabras para describir lo que experimenté, David. Fue horripilante. Jamás había visto nada tan espantoso. La luz brillaba a sus espaldas, proyectando su gigantesca sombra sobre mí. Su rostro era muy oscuro y al mirarlo perdí el control. Creo que proferí un alarido, aunque no sé si se oyó en el mundo de los mortales.

»Cuando me recuperé de la impresión comprobé que yo seguía allí, en el vestíbulo del hotel. Todo presentaba un aspecto normal. Tuve la sensación de haber permanecido años y años en aquel espantoso lugar, y noté que mi memoria se desintegraba, que los fragmentos de mis recuerdos se escapaban con tal rapidez que resultaba imposible atrapar siquiera un pensamiento, una frase o una palabra.

»Lo único que recordaba con certeza es lo que acabo de relatarte. Me quedé inmóvil, mirando las flores. Nadie en el vestíbulo se fijó en mí. Fingí que todo era normal, pero al mismo tiempo me esforzaba en recordar, perseguía esos fragmentos que habían huido de mi memoria, unos retazos de conversación, unas palabras sueltas, una amenaza o una descripción, mientras veía ante mí a aquel horripilante y siniestro ser, el tipo de demonio que uno crearía si deseara conducir a alguien a la locura. No dejaba de ver su rostro y...

—Lo he visto en otras dos ocasiones.

Me enjugué el sudor de la frente con la servilleta que me había tendido el camarero, el cual se había acercado de nuevo a la mesa. David le pidió que nos sirviera otras bebidas y luego se inclinó hacia mí y dijo:

—De modo que crees que has visto al diablo.

—Yo no me dejo impresionar fácilmente, David —respondí—. Lo sabes tan bien como yo. No existe un vampiro capaz de atemorizarme. Ni el más viejo, ni el más sabio, ni el más cruel. Ni siquiera Maharet. Además, ¿qué sé yo acerca de lo sobrenatural, a no ser lo que nos concierne a nosotros? Los pequeños espíritus, los poltergeist, lo que todos conocemos y vemos... lo que tú invocas por medio de las artes de la macumba.

—Cierto —dijo David.

—Ese ser era el Hombre, el Macho Cabrío, la encarnación del Mal.

David sonrió, pero sin ánimo de ofenderme.

—Es decir, el mismísimo diablo —contestó en tono suave y seductor.

Ambos nos echamos a reír, aunque con una risa un tanto amarga, como suelen decir los escritores.

—La segunda vez fue en Nueva Orleans. Yo estaba cerca de casa, del apartamento de la calle Royale. Estaba dando un paseo. De pronto oí unas pisadas detrás de mí, como si la persona que me estaba siguiendo quisiera que yo lo notara. Es un viejo truco que yo mismo he utilizado en más de una ocasión para atemorizar a mis víctimas. Te aseguro que funciona. ¡Dios, estaba aterrado! La tercera vez noté la presencia de esa cosa aún más cerca. La misma puesta en escena; un ser alado gigantesco, o por lo menos yo, debido al pavor que me invadía, lo había dotado de alas. En cualquier caso se trata de un ser alado, grotesco, pero esa última vez conseguí retener la imagen el tiempo suficiente para huir de ella, para escapar como un cobarde. Luego me desperté, como de costumbre, en un lugar conocido, el mismo en el que había tenido la visión. Todo parecía sumido en la más absoluta normalidad, nadie mostraba ni un signo de alteración.

—¿No dice nada cuando se aparece ante ti?

—No, nada. Creo que intenta volverme loco. Trata de... obligarme a hacer algo. ¿Recuerdas lo que dijiste, David, aquello de que no sabías por qué Dios y el diablo te habían permitido verlos?

—¿No se te ha ocurrido que este asunto está relacionado con la víctima a la que persigues? ¿Que quizás algo o alguien quiere impedirte que mates a ese hombre?

—Eso es absurdo, David. Piensa en el sufrimiento que existe en el mundo, en las víctimas inocentes que mueren en Europa oriental, en las guerras que se libran en Tierra Santa, en lo que sucede en esta misma ciudad. ¿Crees que a Dios o al diablo les importa la suerte de la humanidad? En cuanto a nuestra especie, durante siglos se ha dedicado a atacar a las personas más débiles, atractivas e indefensas. ¿Cuándo ha impedido el diablo que Louis, Armand, Marius o cualquiera de nosotros lleváramos a cabo nuestras fechorías? ¡Ojalá pudiera invocar su augusta presencia y averiguar de una vez por todas qué pretende de mí!

—¿De veras deseas averiguarlo? —inquirió David.

Antes de responder, reflexioné unos instantes. Luego sacudí la cabeza y dije:

—Quizá tenga una explicación lógica. Detesto vivir atemorizado. Quizá me esté volviendo loco. Quizás el infierno consista en eso, en que te vuelves loco y todos los demonios se ceban en ti.

—Dijiste que era la encarnación del Mal, ¿no es cierto?

Abrí la boca para responder, pero me detuve. El Mal.

—Dijiste que era grotesco; describiste un ruido insoportable y una luz cegadora. ¿Era el Mal? ¿Sentiste la presencia del Mal?

—No, noté lo mismo que cuando percibo esos fragmentos de conversaciones, una especie de sinceridad y determinación. Te diré algo sobre ese ser que me persigue: posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable.

—¿Cómo?

—Una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable —insistí. Sabía que era una cita que había sacado de algún libro, tal vez de una poesía.

—¿Qué quieres decir? —preguntó David.

—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo he dicho. No sé por qué se me han ocurrido esas palabras. Pero es cierto. Posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable. No es mortal. No es humano.

—«Una mente que no descansa en su corazón —repitió David—. Una personalidad insaciable.»

—Sí. Es el Hombre, el Ser, el Macho Cabrío. No, espera, no sé si se trata de un macho; quiero decir que no sé a qué sexo pertenece. Digamos que no parece una hembra, y por consiguiente deduzco que es un macho.

—Ya.

—Crees que me he vuelto loco, ¿no es cierto? En el fondo confías en que me haya vuelto loco.

—No digas tonterías.

—Es lógico que prefieras pensar que estoy loco, porque si ese ser no reside en mi mente, si existe fuera de ella, también puede atacarte a ti.

David adoptó un aire pensativo y distante, y guardó silencio durante un rato. Luego dijo algo muy extraño, algo que no me esperaba.

—Pero no me persigue a mí, sino a ti. Tampoco persigue a los otros, sino sólo a ti.

Sus palabras me hirieron en lo más profundo. Soy un ser orgulloso, egocéntrico; me encanta llamar la atención; deseo que me admiren, que me amen; deseo ser amado por Dios y por el diablo. Deseo, deseo, deseo...

—No pretendo criticarte —dijo David—, sólo digo que ese ser no ha amenazado a los otros. A lo largo de cientos de años, ninguno de los demás, que sepamos, ha mencionado jamás una experiencia semejante. Es más, en tus libros siempre has dejado bien claro que ningún vampiro había visto jamás al diablo, ¿no es así?

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