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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (6 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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El apartamento carecía de vida.

Apestaba a insecticida. Lógicamente, mi víctima había saturado el lugar de insecticida para preservar sus estatuas de madera. No oí ni percibí un olor a ratas, ni detecté la presencia de ningún ser vivo.

El piso inferior estaba desierto, aunque sus ocupantes habían dejado una pequeña radio encendida en el baño, que emitía en esos momentos un boletín informativo.

Resultaba muy fácil eliminar aquel pequeño sonido. Los pisos superiores estaban ocupados por unos mortales de edad muy avanzada. Vi a un anciano sentado que llevaba unos pequeños auriculares en los oídos y se balanceaba al compás de una esotérica música alemana, Wagner, mientras unos desgraciados amantes se lamentaban del «odioso amanecer», o algo parecido, entonando un reiterativo y estúpido canto pagano. El tema me ponía enfermo. Había otra persona allí arriba, una mujer, pero era tan vieja y débil que su presencia no me preocupó. Sólo capté una imagen de ella, sentada mientras cosía o hacía punto.

Nada de aquello me importaba en la medida suficiente como para intentar concentrarme en ello. Me sentía seguro en el apartamento, y mi víctima no tardaría en aparecer, para llenar esas habitaciones con el perfume de su sangre. Yo procuraría no partirle el pescuezo antes de haberle chupado hasta la última gota. Sí, ésta era la noche.

Dora no se enteraría hasta la mañana siguiente, cuando regresara a casa. ¿Quién iba a saber que yo había dejado el cadáver de su padre allí?

Acto seguido entré en el cuarto de estar. Era una estancia relativamente limpia, donde mi víctima descansaba, leía, estudiaba y acariciaba sus preciados objetos. Estaba amueblada con unos cómodos sofás repletos de cojines y unas lámparas halógenas de hierro negro tan delicadas, ligeras, modernas y fáciles de manipular que parecían unos insectos que se hubieran posado sobre las mesas y el suelo, e incluso sobre algunas cajas de cartón.

El cenicero de cristal estaba lleno de colillas, confirmándose que mi víctima prefería la seguridad a la limpieza. Había copas de licor sobre las mesas cuyo contenido se había secado hacía tiempo, dejando un poso reluciente como la laca.

Las ventanas estaban cubiertas por unos deslucidos visillos, a través de los cuales se filtraba una luz sucia y huidiza.

En la habitación había también unas estatuas de santos: un pálido y emotivo san Antonio que sostenía en brazos a un niño Jesús regordete; una corpulenta y remota Virgen, obviamente de procedencia latinoamericana, y un monstruoso ser angélico de granito negro, más parecido a un demonio mesopotámico que a un ángel, cuyos detalles ni siquiera unos ojos tan perspicaces como los míos conseguirían captar en la penumbra.

Durante unos segundos ese monstruo de granito hizo que me estremeciera. Se parecía a... no, eran sus alas las que me recordaron al horripilante ser que había visto, esa cosa que me perseguía implacablemente.

Pero no oí pasos. El tejido del mundo no se desgarró. Era una estatua de granito, simplemente, una grotesca figura ornamental que tal vez procediera de una siniestra iglesia repleta de imágenes del cielo y el infierno.

En las mesas aparecían numerosos libros. ¡De modo que a mi víctima le gustaban los libros! Algunos eran tomos muy antiguos, de pergamino, pero también había libros modernos, obras de filosofía y religión, temas actuales, memorias escritas por conocidos corresponsales de guerra, así como algunos volúmenes de poesía.

Mircea Eliade, la historia de las religiones en varios volúmenes, un regalo muy adecuado para Dora, pensé yo, y un libro que se había publicado recientemente,
Historia de Dios,
escrito por una mujer llamada Karen Armstrong; también había una obra sobre el significado de la vida,
Comprender el presente,
de Bryan Appleyard. Unos mamotretos muy entretenidos. El tipo de libros que me gustan. Estaban manoseados, lo que indicaba que habían sido leídos, e impregnados del olor de él, no de Dora.

Por lo visto, mi víctima pasaba más tiempo allí de lo que había imaginado.

Escruté las sombras, los objetos, y aspiré el olor que exhalaba la estancia. Sí, mi víctima acudía aquí con frecuencia acompañado de otra persona, y esa persona... había muerto aquí. No me había dado cuenta de esa circunstancia, que añadía emoción al asunto. De modo que el narcotraficante, el asesino, había hecho el amor con un joven en aquel apartamento que no siempre había presentado este aspecto de desorden y abandono. De pronto empecé a percibir una serie de
flashes,
más que imágenes unas sensaciones muy intensas que me abrumaron. Esa muerte había sucedido hacía poco tiempo.

De haberme cruzado con el padre de Dora en esa época, cuando su amigo estaba a punto de morir, no lo hubiera elegido como víctima. Pero tenía un aspecto tan llamativo...

De pronto lo oí subir por la escalera trasera, una escalera secreta, con cautela, la mano apoyada en la culata de la pistola que ocultaba debajo de la chaqueta, en plan hollywoodiense. No era un tipo excesivamente previsible, pero ya se sabe que los traficantes de cocaína suelen ser unos excéntricos.

Cuando llegó a la puerta trasera y comprobó que alguien la había forzado, se puso furioso. Yo me escondí en un rincón, frente a la imponente estatua de granito, entre dos santos cubiertos de polvo. La habitación estaba en penumbra, por lo que mi víctima tendría que encender una de las pequeñas lámparas halógenas, cuya luz no alcanzaba a iluminar el rincón donde me había ocultado.

Mi víctima se detuvo, en un intento de percibir algún ruido, presintiendo mi presencia. Le indignaba que alguien hubiera forzado la puerta de su casa. Estaba rabioso y decidido a investigar por su cuenta lo sucedido. Incluso escenificó mentalmente un breve proceso judicial: no, era imposible que alguien conociera la existencia de aquel lugar, decidió el juez. Maldita sea, pensó furioso, debía tratarse de un vulgar ladrón.

Sacó la pistola y empezó a explorar todas las habitaciones de la casa, sin olvidar algunas que yo me había saltado. Le oí encender las luces y vi el resplandor en el pasillo mientras recorría el apartamento de punta a punta.

¿Cómo podía estar segura mi víctima de que no había nadie en la casa? Podía haber entrado cualquier intruso. Yo sabía que no había nadie. Pero ¿por qué estaba ella tan segura? Quizás era justamente eso lo que le había permitido sobrevivir, esa curiosa mezcla de creatividad e imprudencia.

Al fin se produjo el delicioso momento que yo anhelaba. Mi víctima llegó a la conclusión de que se hallaba sola.

Entró en la sala de estar, de espaldas al pasillo, y examinó detenidamente la estancia, pero no me vio. Acto seguido enfundó de nuevo la pistola de nueve milímetros y se quitó los guantes lentamente.

Había suficiente luz para permitir recrearme en los adorables rasgos de mi víctima.

El cabello suave y negro, un rostro asiático que no podía identificar claramente como hindú, japonés o gitano; incluso podría ser italiano o griego; los astutos ojos negros y la perfecta simetría de su osamenta, uno de los pocos rasgos que había heredado su hija Dora. Ella tenía la tez clara, probablemente como su madre. Su padre, en cambio, era de piel color caramelo, mi preferido.

De pronto mi víctima se volvió de espaldas a mí y clavó la vista en algo que sin duda lo había alarmado. En cualquier caso, no tenía nada que ver conmigo. Yo no había tocado nada. Pero su inquietud había erigido una barrera entre mi mente y la suya, pues ya no pensaba de forma ordenada y racional.

Era muy alto, de porte erguido. Vestía una chaqueta deportiva y calzaba unos elegantes zapatos ingleses, hechos a mano en Savile Row. Al apartarse bruscamente comprendí, por las confusas imágenes que logré captar, que era la estatua negra de granito lo que le había sobresaltado.

Estaba claro. Mi víctima no sabía qué era aquel objeto ni cómo había llegado hasta allí. Se acercó con cautela, como temiendo que hubiera alguien oculto tras la estatua. Luego se volvió precipitadamente y sacó la pistola.

Se le ocurrieron varias posibilidades. Conocía a un marchante lo suficientemente torpe para llevarle la estatua y dejar la puerta abierta, pero lógicamente le habría avisado antes de presentarse en su casa.

¿Cual era la procedencia de ese objeto? ¿Mesopotamia, Asiria? De pronto mi víctima olvidó todas las consideraciones de orden práctico y extendió la mano para tocar la estatua. Era perfecta. Se había enamorado de ella y se estaba comportando de forma estúpida.

No se le ocurrió la posibilidad de que hubiera un enemigo oculto en la habitación. Aunque, bien mirado, ¿qué motivo tendría un gángster o un investigador federal para regalarle un objeto como aquél?

El caso era que estaba entusiasmado con aquella nueva adquisición. Yo no podía distinguir la estatua con claridad. De haberme quitado las gafas violetas la habría visto con más detalle, pero no me atrevía a moverme. No quería perderme el espectáculo, la adoración con que mi víctima contemplaba la estatua. Sentí su deseo de poseerla, de conservarla en el apartamento, esa pasión que había hecho que me sintiera atraído hacia él.

Mi víctima sólo pensaba en la estatua, en el exquisito trabajo artesano, en que era una obra reciente, no antigua, por motivos estilísticos obvios, tal vez del siglo diecisiete; una perfecta representación de un ángel caído.

Un ángel caído. Mi víctima se hallaba tan embelesada que por un instante pensé que iba a alzarse de puntillas para besar la estatua. Pasó la mano izquierda por el rostro y el cabello de granito. ¡Maldita sea! La penumbra me impedía distinguir la figura con claridad. ¿Por qué no se encendían las luces de la habitación? Claro que él estaba junto a ella, mientras que yo me encontraba a seis metros de distancia, encajonado entre dos santos, sin una buena perspectiva.

Al fin, se volvió y encendió una de las lámparas halógenas, semejante a una mantis religiosa. Luego movió el delgado brazo de metal negro para que la luz incidiera sobre el rostro de la estatua, y entonces pude observar los perfiles de mi víctima y de la estatua con total nitidez.

Mi víctima emitió unos pequeños gemidos de gozo. La estatua era una pieza única. Se había olvidado del marchante, de la puerta trasera, del posible peligro que corría. Enfundó la pistola de nuevo, distraídamente, y se puso de puntillas para examinar en detalle la asombrosa figura tallada. Poseía alas, efectivamente, no como las de los reptiles, sino de plumas. Un rostro clásico, robusto, con la nariz larga, la barbilla... No obstante, el perfil expresaba ferocidad. ¿Y por qué era negra? Quizá se trataba de san Miguel arrojando enfurecido a los diablos al infierno. No, tenía el cabello demasiado tupido y enmarañado. Iba cubierto con una armadura, un peto... De pronto me fijé en un detalle muy revelador: la estatua tenía las patas de un macho cabrío. Era el diablo.

Sentí de nuevo un escalofrío. Era como el ser que había contemplado. Pero eso resultaba absurdo. No tenía la sensación de que mi perseguidor me estuviera acechando. No me sentía desorientado ni asustado. Tan sólo había sido un leve estremecimiento.

Permanecí inmóvil. Tómate tu tiempo, pensé. Mide bien tus pasos. Tienes a tu víctima, y esa estatua no es más que un detalle fortuito que viene a añadir emoción al asunto. Mi víctima encendió otra lámpara halógena y la enfocó hacia la estatua. Mientras la examinaba con un interés casi erótico, no pude por menos que sonreír. Yo también observaba de forma erótica a ese hombre de cuarenta y siete años que poseía la salud de un joven y la mentalidad de un criminal. Retrocedió unos pasos, olvidándose de cualquier posible amenaza, y contempló su nueva adquisición. ¿De dónde provenía? ¿A quién pertenecía? El precio le tenía sin cuidado. Si Dora... No, a Dora no le gustaría ese objeto. Dora. Dora, que esa noche le había herido profundamente al rechazar su regalo.

Su actitud cambió entonces por completo; no deseaba pensar en Dora ni en las cosas que ésta le había dicho: que debía renunciar a sus negocios, que jamás volvería a aceptar un centavo suyo para la iglesia, que no podía evitar quererlo y sufriría si lo detenían y juzgaban, que no quería aquel velo.

¿Qué velo? Su padre había insistido en que se trataba de una imitación, la mejor que había descubierto hasta entonces. ¿Un velo? De golpe relacioné ese importante dato que acababa de recordar con un objeto que colgaba en la pared que tenía frente a mí, un pedazo de tela enmarcado que ostentaba el rostro de Cristo. Un velo. El velo de Verónica.

Hacía escasamente una hora que mi víctima le había dicho a su hija:

—Es del siglo trece, una maravilla. Te ruego que lo aceptes. ¿A quién voy a legar estos objetos si no es a ti?

De modo que el regalo que le había ofrecido era ese velo.

—No aceptaré más regalos de ti, papá, ya te lo he dicho. Me niego rotundamente.

Su padre había tratado de convencerla haciéndole ver que podían exponer ese valioso objeto religioso, al igual que todas las reliquias que él poseía, a fin de recaudar dinero para su iglesia.

Dora se había echado a llorar. Todo aquello había sucedido en el hotel, mientras David y yo estábamos sentados en el bar, a pocos metros de ellos.

—Supongamos que esos cabrones consiguen arrestarme por una nimiedad, por algo que yo no había previsto. ¿Vas a decirme que te niegas a aceptar estos objetos? ¿Que dejarás que vayan a parar a manos de unos extraños?

—Son robados, Rogé —había replicado Dora—. Están manchados.

Mi víctima no alcanzaba a comprender a su hija. Por lo que recordaba, se había dedicado a robar desde niño. Nueva Orleans; la pensión, la curiosa mezcla de pobreza y elegancia, su madre, que estaba casi siempre borracha; el viejo capitán que regentaba la tienda de antigüedades. De golpe acudieron a su mente esos viejos recuerdos. El capitán ocupaba las habitaciones delanteras de la casa, y él, mi víctima, le llevaba cada mañana la bandeja del desayuno, antes de ir a la escuela. La pensión, el servicio, los distinguidos ancianos, la avenida de St. Charles. Al atardecer los hombres se sentaban en las galerías, junto a las ancianas, tocadas con unos curiosos sombreros. Una época que ya no volvería.

Mi víctima se hallaba inmersa en sus pensamientos. No, a Dora no le gustaría la estatua. De pronto pensó que quizá tampoco a él le acabara de convencer. Sostenía unos principios que a veces le costaba explicar a los demás. Como si quisiera justificarse ante el marchante que le había llevado este objeto, se dijo: «Es precioso, sí, pero resulta demasiado barroco. Le falta ese elemento de distorsión que tanto me gusta.»

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