Read Memnoch, el diablo Online

Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (9 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
2.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El frío empezaba a fastidiarme. Rayaba en lo humanamente doloroso. Deseaba refugiarme en algún sitio.

3

Eché a caminar y al cabo de unos minutos vi una puerta giratoria, entré en el vestíbulo de un restaurante y me senté en el bar. Era justamente lo que andaba buscando, un lugar medio vacío, oscuro, invadido por un calor sofocante, con relucientes botellas dispuestas en el centro de la barra circular. A través de las puertas abiertas se dejaba oír la amena charla de los comensales.

Apoyé los codos en la barra y los tacones en el tubo de metal que se hallaba en la parte inferior. Permanecí allí sentado, temblando, escuchando el parloteo de los mortales, las inevitables estupideces que suelen decirse en un bar, con la cabeza agachada, sin mis gafas de sol. ¡Maldita sea, había perdido mis gafas de color violeta! Por fortuna, el local estaba muy oscuro, sumido en la languidez propia de la madrugada. Quizá fuera un club. En cualquier caso, me tenía sin cuidado.

—¿Le sirvo algo, señor? —preguntó el camarero. Su expresión era arrogante, indolente.

Pedí un agua mineral. En cuanto el camarero depositó la bebida frente a mí, introduje los dedos en el vaso para enjuagármelos. El camarero se había esfumado. Le importaba bien poco lo que yo hiciera con el agua, aunque fuera a utilizarla para bautizar a los parroquianos. Había varios clientes sentados a las mesas que se hallaban diseminadas en la oscuridad. Una mujer, sentada en un rincón, no cesaba de llorar mientras su compañero le advertía con acritud que estaba llamando la atención. No era cierto. A nadie le importaba un comino lo que hiciera.

Me limpié la boca con la servilleta enjugada en el agua.

—Más agua —dije, empujando el vaso contaminado hacia el camarero. Éste me sirvió otra bebida con gesto de fastidio. Era un joven sin personalidad, sin ambiciones. Luego volvió a esfumarse.

De pronto oí una risita junto a mí. Procedía del hombre que se hallaba sentado a mi derecha, dos taburetes más allá, y que ya estaba en el bar cuando entré yo. Era más bien joven. Lo más desconcertante es que no emitía el menor olor.

Irritado, me volví hacia él.

—¿Vas a salir corriendo de nuevo? —murmuró. Era mi víctima.

Ahí estaba Roger, sentado en el bar, junto a mí.

No tenía el cuerpo destrozado ni estaba muerto. Intacto, conservaba sus manos y su cabeza. En realidad no estaba allí, sólo lo parecía; sólido, sereno, sonriente, gozaba con mi terror.

—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó con aquella voz que me tenía seducido desde la primera vez que la oí, seis meses atrás—. No irás a decirme que en todos estos siglos nunca ha regresado ninguna de tus víctimas para atormentarte.

No contesté. Era imposible que él estuviera allí. Imposible. Era material, pero de un material distinto al de los otros. Traté de recordar la expresión que empleaba David: «De otra pasta.» En este caso, la expresión resultaba patéticamente inadecuada. No conseguía salir de mi estupor. Aparte de incredulidad, sentía una profunda rabia.

Roger se levantó y fue a sentarse en el taburete que había junto al mío. Al cabo de unos segundos empecé a verlo con mayor nitidez, con más detalle. Percibí algo similar a un sonido, un ruido emitido por un ser vivo, aunque no un ser humano que estaba vivo y respiraba.

—Dentro de unos minutos me sentiré lo suficientemente fuerte para pedir un cigarrillo o un vaso de vino —dijo.

Dicho esto, Roger introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta, no la que llevaba cuando le maté sino una hecha a medida en París y que le gustaba mucho, sacó un pequeño mechero de oro y lo encendió, haciendo que brotara una larga llama, muy azul y peligrosa, de butano.

Luego me miró. Observé que su pelo negro y rizado estaba perfectamente peinado y que su mirada era límpida y serena. Era un hombre muy guapo. Su voz sonaba exactamente como cuando estaba vivo: originaria de Nueva Orleans y cosmopolita, carente de la meticulosidad británica o la paciencia sureña. Una voz precisa, rápida.

—En serio, ¿es posible que en todos estos años no haya regresado ni una sola de tus víctimas para atormentarte? —preguntó de nuevo.

—Así es.

—Eres asombroso. No soportas sentir miedo ni un instante, ¿verdad?

—No.

Roger presentaba una apariencia totalmente sólida. Yo no sabía si los demás podían verlo. No tenía la menor idea, pero sospechaba que sí. Ofrecía un aspecto de lo más normal. Observé los botones de los puños de la camisa, así como el inmaculado cuello blanco que le rozaba los pelos del cogote. Me fijé en sus pestañas, que siempre habían sido extraordinariamente largas.

El camarero apareció de nuevo y depositó un vaso de agua frente a mí, sin mirar a Roger. Yo no estaba seguro de que lo hubiera visto. Nos encontrábamos en Nueva York, por lo que la grosería del joven camarero no demostraba nada.

—¿Cómo lo has conseguido? —pregunté a Roger.

—Como cualquier otro fantasma —respondió—. Estoy muerto. Llevo muerto más de una hora y media, pero quería hablar contigo. No sé cuánto tiempo podré permanecer aquí, ni cuándo empezaré a... Dios sabe lo que pasará, pero debes escucharme.

—¿Por qué? —pregunté secamente.

—No seas tan antipático —murmuró en tono ofendido—. Tú me asesinaste.

—¿Y tú? ¿A cuántas personas has asesinado, aparte de la madre de Dora? ¿Acaso ha regresado ella alguna vez para exigirte una entrevista?

—¡Lo sabía! —exclamó Roger, visiblemente asustado—. ¡Así que conoces a Dora! ¡Dios bendito, arroja mi alma al infierno pero no permitas que este canalla lastime a Dora!

—No digas ridiculeces. Jamás le haría daño. Era a ti a quien perseguía. Te he seguido por medio mundo. De no haber sido por el respeto que siento por Dora, te habría liquidado hace tiempo.

En aquel momento reapareció el camarero. Roger lo miró sonriendo y dijo:

—Veamos, hijo, la última copa que me tomé, si mal no recuerdo... Dame un bourbon. Me crié en el sur. ¿Tú qué vas a tomar? O mejor, sírveme un
Southern Comfort
—dijo soltando una pequeña carcajada, como si se tratara de un chiste privado.

Cuando el camarero se alejó, Roger se volvió furioso hacia mí.

—¡Tienes que escucharme, repugnante vampiro, demonio, diablo o lo que seas! ¡No consentiré que le hagas daño a mi hija!

—No pienso hacérselo. Jamás le haría daño. Vete al infierno, te sentirás más a gusto allí. Buenas noches.

—Eres un hijo de puta. ¿Cuántos años crees que tenía? —preguntó.

Su frente estaba perlada de sudor y la leve corriente de aire le agitaba un poco el pelo.

—Me importa un carajo —contesté—. Deseaba chuparte la sangre.

—Te crees muy listo, ¿verdad? —replicó ásperamente—. Pero no eres tan frívolo como aparentas.

—¿Eso crees? Te equivocas. Soy tan frívolo y casquivano como una cortesana.

Mi respuesta lo dejó perplejo.

Confieso que a mí también. ¿De dónde había sacado aquello? No acostumbro a emplear ese tipo de metáforas.

Roger me miró fijamente, captando mi preocupación y mis evidentes dudas. ¿Cómo se manifestaban esos sentimientos? ¿Estaba quizás ensimismado, decaído, como un vulgar mortal, o simplemente parecía confundido?

El camarero le sirvió la copa. Roger la rodeó de forma cuidadosa con la mano, la levantó, se la llevó a los labios y bebió un sorbo. De pronto parecía asombrado, agradecido y tan aterrado que creí que iba a desintegrarse. La visión casi se desvaneció.

Sin embargo, logró dominarse. Resultaba tan evidente que se trataba del hombre que yo acababa de matar y descuartizar, para después desperdigar sus restos por todo Manhattan, que el hecho de mirarlo me ponía enfermo. Sólo una cosa impedía que cayera presa del pánico: el hecho de que me estuviera hablando. ¿No había dicho David en una ocasión, cuando aún estaba vivo, que no mataría a un vampiro porque éste no dejaría de hablarle? Pues aquel maldito fantasma tampoco dejaba de hacerlo.

—Tengo que hablarte sobre Dora —dijo.

—Ya te he dicho que jamás le haré daño, ni a ella ni nadie como a ella —aseguré—. ¿Qué has venido a hacer aquí? Cuando apareciste, ni siquiera sabías que conocía la existencia de Dora. ¿Acaso deseabas hablarme sobre ella?

—Qué suerte la mía, he sido asesinado por un ser realmente profundo, que siente profundamente mi muerte —dijo Roger mientras bebía otro trago del
Southern Comfort,
un cóctel de olor dulzón—. Era la bebida preferida de Janis Joplin, sabes —dijo, refiriéndose a la cantante muerta de la que yo también había estado enamorado—. Escúchame, aunque sólo sea por curiosidad. Deja que te hable de Dora y de mí. Deseo que sepas algunas cosas. Quiero que sepas quién era yo realmente, no quien tú crees que era. Quiero que cuides de Dora. En el apartamento hay algo que deseo que tú...

—¿El velo de Verónica que está enmarcado?

—No, eso no vale nada. Tiene cuatro siglos de antigüedad, por supuesto, pero es una versión muy corriente del velo de Verónica. Cualquiera que tenga dinero puede adquirirla. Supongo que habrás registrado mi casa.

—¿Por qué querías regalar ese velo a Dora?

Mi pregunta lo desconcertó.

—¿Nos oíste hablar?

—Innumerables veces.

Roger empezó a hacer conjeturas, a sopesar aspectos. Parecía una persona totalmente razonable. Su oscuro rostro asiático expresaba sinceridad e interés.

—¿Has dicho «quiero que cuides de Dora»? —pregunté—. ¿Es eso lo que me has pedido que haga? ¿Que cuide de ella? Es una proposición muy extraña, ¿no? ¿Y por qué demonios quieres contarme la historia de tu vida? No soy yo ante quien debes dar cuenta de tus actos. Me tiene sin cuidado cómo llegaste a ser lo que fuiste. ¿Por qué te interesan las cosas que hay en el apartamento si ya no eres más que un fantasma?

Esa actitud despectiva que yo mostraba no era totalmente sincera, y ambos lo sabíamos. Era normal que le preocuparan sus tesoros. Pero era Dora lo que le había empujado a regresar de entre los muertos.

Su cabello era más negro que antes y la chaqueta había adquirido una textura más definida; observé la trama de seda y cachemir. Contemplé también sus uñas, perfectamente arregladas por una manicura profesional; las mismas manos que yo había arrojado a un montón de basura. Sólo unos momentos antes, no había pensado en esos detalles.

—¡Dios! —murmuré.

Roger se echó a reír y dijo:

—Estás más asustado que yo.

—¿Dónde estás?

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Estoy sentado junto a ti. Nos encontramos en un bar del Village. ¿A qué viene esa pregunta? En cuanto a mi cuerpo, sabes tan bien como yo lo que hiciste con mis restos.

—¿Es ése el motivo por el que has venido a atormentarme?

—No. Me importa un comino lo que hayas hecho con mi cuerpo. Dejó de interesarme en el mismo momento en que lo abandoné.

—No. Me refiero a la dimensión en que te encuentras; cómo es, qué viste cuando... qué...

Roger sacudió la cabeza y sonrió con tristeza.

—Tú conoces la respuesta a eso. No sé dónde me encuentro. De lo único que estoy seguro es de que algo me aguarda, quizá simplemente el vacío, la oscuridad. Pero parece una entidad corpórea. No aguardará eternamente. Aunque no puedo decirte cómo lo sé.

»No sé cómo he conseguido llegar a ti. Tal vez se deba a mi fuerza de voluntad, que siempre me ha sobrado, dicho sea de paso, o quizá se me han concedido estos momentos como una especie de gracia. Sinceramente, lo ignoro. Te seguí cuando abandonaste el apartamento, cuando regresaste a él y cuando saliste de nuevo cargado con el cadáver. He venido aquí para charlar contigo. No me iré hasta que lo haya hecho.

—Así que tienes la sensación de que algo te aguarda —murmuré impresionado. No me importa reconocerlo—. Y una vez que hayamos charlado, si no te disuelves, ¿qué piensas hacer?

Roger sacudió la cabeza irritado y clavó la vista en las botellas que había en el centro de la barra, un amasijo de luz, colores y etiquetas.

—Cállate —respondió—. Me aburres.

Eso me fastidió. ¿Cómo se atrevía a ordenarme que me callara?

—No puedo ocuparme de tu hija —dije.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, mirándome enojado. Luego tomó un trago de la bebida y le pidió al camarero que sirviera otra.

—¿Es que piensas emborracharte? —pregunté.

—No creo que lo consiga. Es preciso que te ocupes de ella. Cuando se publiquen todos los detalles de mi vida, mis enemigos irán a por ella simplemente por el hecho de ser hija mía. No sabes lo que me esforzado en protegerla, pero ella es muy impulsiva, cree firmemente en la divina providencia. Además hay que tener en cuenta al Gobierno, a sus chacales, mis cosas, mis reliquias, mis libros...

Por espacio de unos tres segundos había olvidado que me encontraba ante un fantasma. Aunque mis ojos no me daban ninguna prueba de ello, aquel ser carecía de olor y el leve sonido que surgía de él nada tenía que ver con los pulmones o el corazón de un ser humano.

—De acuerdo, te lo diré con mayor claridad —prosiguió—: temo por ella. Tendrá que soportar una publicidad muy desagradable y dejar pasar el tiempo hasta que mis enemigos se olviden de ella. La mayoría ni siquiera conoce la existencia de Dora, pero puede que alguno esté al corriente. Si tú lo sabías, es posible que otros también lo sepan.

—No necesariamente. Yo no soy humano.

—Debes protegerla.

—No puedo hacerlo. Me niego rotundamente.

—Escúchame, Lestat.

—No deseo escucharte. Quiero que te vayas.

—Lo sé.

—Mira, no tenía intención de matarte, lo siento, fue un error. Debí elegir a otro... —Las manos me temblaban. Todo eso me parecería muy interesante más tarde, pero en aquellos momentos rogué a Dios, nada menos que a Dios, que pusiera fin a esa pesadilla.

—¿Sabes dónde nací? —preguntó Roger—. ¿Conoces la manzana de St. Charles, cerca de Jackson?

Yo asentí.

—Supongo que te refieres a la pensión —contesté—. No me cuentes la historia de tu vida. No viene al caso. Tuviste la oportunidad de escribirla cuando estabas vivo, como todo el mundo. ¿Qué pretendes que haga?

—Quiero explicarte las cosas que cuentan. ¡Mírame! Mírame, por favor, trata de comprenderme y amarme, y de amar a Dora por ser hija mía. Te lo suplico.

No tenía que ver su expresión para entender que sufría, que imploraba mi ayuda. ¿Existe algo en el mundo que nos afecte más que ver sufrir a nuestros hijos, a nuestros seres queridos, a las personas más próximas a nosotros? Dora, la diminuta Dora caminando por el abandonado convento. Dora en la pantalla de televisión, con los brazos extendidos, entonando un himno.

BOOK: Memnoch, el diablo
2.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Crown by Nancy Bilyeau
Burial Ground by Michael McBride
Death Wave by Stephen Coonts
My Side by Tara Brown
Trouble Magnet by Alan Dean Foster
Midwinter Magic by Katie Spark
A Brush With Love by Rachel Hauck