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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (11 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Comprendo.

—Si heredara esa casa de nuevo... En fin, no tiene importancia. Lo que pretendo decir es que creo en el orden, y cuando era joven soñaba constantemente con él. Quería ser un santo, una especie de santo secular. Pero volvamos a los libros.

—Continúa.

—Contemplé los libros sagrados que yacían sobre la mesa. Saqué uno de ellos de su minúsculo saquito. Las diminutas ilustraciones me entusiasmaron. Aquella noche les eché un vistazo y decidí examinarlos más detenidamente a lo largo de los próximos días. Como es lógico, no podía leer aquellos textos escritos en latín.

—Demasiado densos. Demasiados trazos de pluma.

—Veo que sabes muchas cosas.

—¿Te sorprende? Continúa.

—Dediqué una semana a examinarlos a fondo. Dejé de asistir a la escuela. De todos modos era muy aburrida. Yo iba muy adelantado en mis estudios y quería hacer algo emocionante, como por ejemplo asesinar a un personaje conocido.

—Un santo o un criminal.

—Sí, parece una contradicción. Sin embargo, es una definición perfecta.

—A mí también me lo parece.

—El viejo capitán me explicó muchas cosas sobre esos libros. El del saquito solían llevarlo los hombres sujeto al cinturón; era un libro de oraciones. Otro de esos libros ilustrados, el de mayor tamaño, era el Libro de las Horas. También había una Biblia en latín. El viejo capitán no les daba excesiva importancia.

»Yo me sentía poderosamente atraído por esos libros, aunque no sabría decirte por qué. Siempre he sentido atracción por los objetos que brillan y parecen valiosos, y esa colección de libros constituía un auténtico tesoro.

—Te comprendo —contesté con una sonrisa.

—Las páginas estaban llenas de oro, de color rojo y de maravillosas figuritas. Cogí una lupa y me dediqué a estudiar detenidamente esas ilustraciones. Fui a la vieja biblioteca de Lee Circle, ¿la recuerdas?, para informarme sobre los libros medievales y el sistema que empleaban los benedictinos para confeccionarlos. ¿Sabías que Dora posee un convento? No está construido como la abadía de Saint-Gall, pero no deja de ser un convento del siglo diecinueve.

—Sí, lo sé. La vi allí. Es muy valiente, parece que no le impresionan la oscuridad ni la soledad.

—Cree en la divina Providencia hasta extremos increíbles. Sólo conseguirá lo que se propone si no la destruyen. Me apetece otra copa. Sé que hablo muy deprisa. No tengo más remedio.

Roger indicó al camarero que le sirviera otra copa.

—Continúa —dije—. ¿Qué pasó, quién es Wynken de Wilde?

—Wynken de Wilde era el autor de dos de esos maravillosos libros que poseía el viejo capitán. No lo averigüé hasta al cabo de unos meses. Después de estudiar las diminutas ilustraciones, llegué a la conclusión de que dos de los libros eran obra del mismo artista y, aunque el viejo capitán insistía en que no estaban firmados, encontré su nombre en varios lugares en ambos libros. El capitán, como te he dicho, se dedicaba a vender este tipo de objetos. Tenía tratos con una tienda que se hallaba en la calle Royal.

Yo asentí.

—Yo temía el día en que el viejo capitán me anunciara que iba a vender aquellos dos libros. Eran distintos a los demás. En primer lugar, las ilustraciones eran detallistas en extremo. Algunas páginas tenían como motivo decorativo una enredadera en flor a la que acudían los pájaros a beber; en las flores aparecían unas figuritas humanas entrelazadas a modo de guirnalda. Los libros contenían unos salmos. Al examinarlos por primera vez creí que se trataba de los salmos de la Vulgata, la Biblia que aceptamos como canónica.

—Sí...

—Pero no lo eran. Eran unos salmos que no aparecían en ninguna Biblia. Lo averigüé al compararlos con unas separatas en latín de la misma época, que saqué de la biblioteca. Eran obras originales. Por otra parte, las ilustraciones no sólo mostraban pequeños animales, árboles y frutas, sino también figuras humanas desnudas que hacían todo tipo de cosas.

—El Bosco.

—Exactamente, era como el lujurioso y sensual paraíso que aparece en
El jardín de las delicias,
de El Bosco. Por supuesto, yo no había visto todavía el cuadro que se encuentra en el Museo del Prado. El caso es que en ambos libros aparecían las diminutas figuritas retozando bajo los frondosos árboles. El viejo capitán me explicó que ese tipo de imágenes del jardín del Edén eran muy frecuentes en la época. Sin embargo, me sorprendió que ambos libros estuvieran repletos de ellas y decidí estudiarlos y realizar una traducción precisa de cada palabra del texto.

»Entonces el viejo capitán me hizo el mayor favor que podía hacerme, y gracias al cual pude haberme convertido en un gran líder religioso. Confío en que Dora lo consiga, aunque su credo es muy distinto al mío.

—Te regaló los libros.

—En efecto, me los regaló, y además aquel verano me llevó de viaje por todo el país para mostrarme manuscritos medievales. Visitamos la Biblioteca Huntington de Pasadena, y la Biblioteca Newbury, en Chicago. Fuimos a Nueva York. Quería llevarme a Inglaterra, pero mi madre se opuso.

»Tuve ocasión de contemplar todo tipo de libros medievales y comprendí que los de Wynken eran distintos a todos los demás. Eran unos libros blasfemos y profanos. En ninguna de esas bibliotecas había obra alguna de Wynken de Wilde, aunque los conservadores conocían su nombre.

»El capitán dejó que me quedara con los libros y de inmediato me ocupé de su traducción. El viejo capitán falleció en la habitación de la parte delantera, la primera semana del último año escolar. Me negué a asistir a la escuela hasta que lo enterraron. Permanecí sentado día y noche junto a él. El capitán cayó en coma y al tercer día su rostro estaba tan desfigurado que resultaba irreconocible. No volvió a cerrar los ojos, tenía la mirada vidriosa, la boca flácida y entreabierta, y respiraba con gran dificultad. Te aseguro que no me moví de su lado.

—Te creo.

—Yo tenía diecisiete años, mi madre estaba muy enferma y no había dinero para enviarme al instituto, que era el sueño de todos mis compañeros de escuela en los jesuitas. Pero yo soñaba con los hippies de Haight Ashbury, en California, mientras escuchaba las canciones de Joan Baez y pensaba en trasladarme a San Francisco con el mensaje de Wynken de Wilde para fundar un movimiento religioso.

»El mensaje lo descubrí a través de la traducción. En esa tarea conté con la ayuda de un viejo sacerdote jesuita, uno de esos brillantes estudiosos de latín que se pasaban la mitad de la jornada intentando que los alumnos obedecieran. Se ofreció encantado a traducir los textos, lo cual, por supuesto, implicaba el hecho de compartir cierta intimidad, puesto que pasamos muchas horas encerrados a solas.

—¿De modo que te vendiste de nuevo, aun antes de que muriera el viejo capitán?

—No. No es lo que piensas. Bueno, sí, en cierto modo. Era un sacerdote auténticamente célibe, irlandés, de carácter impenetrable. Esos individuos nunca hacían nada a los alumnos; dudo incluso que se masturbaran. Lo que les gustaba era estar cerca de los chicos. A veces notabas que jadeaban un poco o cosas por el estilo. Hoy en día la vida religiosa no atrae a ese tipo de individuos sanos y reprimidos. Aquel hombre era tan incapaz de abusar de un niño como yo de subirme en un altar y ponerme a gritar.

—Quizá no se daba cuenta de que se sentía atraído por ti, de que estaba haciéndote un favor especial.

—Justamente. Pasábamos muchas horas juntos traduciendo los libros de Wynken. Gracias a él no me volví loco. Todos los días venía a casa para visitar al viejo capitán. Si éste hubiera sido católico, el padre Kevin le habría administrado la extremaunción. Trata de comprenderlo, te lo ruego. No puedes juzgar a gente como el viejo capitán y el padre Kevin.

—Ni a chicos como tú.

—Por otra parte, ese año mi madre se echó un novio que era un desastre, un tipo remilgado que se hacía pasar por un caballero, uno de esos tipos que se expresan correctamente, con los ojos demasiado brillantes, un sujeto poco recomendable y de dudosos antecedentes. Había demasiadas arrugas en su joven rostro; parecían grietas. Fumaba cigarrillos du Maurier. Supongo que pensaba que al casarse con mi madre heredaría la casa. ¿Me sigues?

—Desde luego. Así que cuando murió el viejo capitán, el único amigo que te quedaba era el sacerdote.

—En efecto. Al padre Kevin le gustaba trabajar conmigo en la pensión. Acudía en coche, lo aparcaba en la calle Philip y subíamos a mi habitación del segundo piso, el dormitorio de la parte delantera. Desde allí tenía una espléndida vista de los desfiles del martes de Carnaval. De joven, yo creía que era normal que toda una ciudad enloqueciera cada año durante dos semanas. El caso es que el padre Kevin y yo nos encontrábamos en mi habitación la noche de uno de los desfiles, sin hacer el menor caso, pues estábamos hartos de ver carrozas de cartón piedra, serpentinas y antorchas...

—Esas horribles antorchas.

—Tú lo has dicho. —Roger se detuvo. El camarero acababa de aparecer con la bebida y él se quedó mirándola.

—¿Qué pasa? —pregunté. Roger me había contagiado su inquietud—. Mírame, Roger. No empieces a desvanecerte, sigue hablando. ¿Quién reveló la traducción de los libros? ¿Eran profanos? Contéstame, Roger.

Al cabo de unos minutos Roger rompió su meditabundo silencio. Cogió la bebida y apuró la mitad de un trago.

—Es repugnante pero la adoro. La primera bebida alcohólica que tomé de joven fue un
Southern Comfort.

Luego me miró a los ojos.

—No me estoy desvaneciendo —me aseguró—. Es sólo que durante unos momentos vi y olí de nuevo la casa; percibí el olor de unas habitaciones ocupadas por ancianos, las habitaciones en las que mueren. Pero era muy hermoso. ¿Por dónde iba? Pues bien, durante el desfile de Proteo, uno de los desfiles nocturnos, el padre Kevin llegó a la increíble conclusión de que Wynken de Wilde había dedicado los dos libros a Blanche de Wilde, su benefactora y la esposa de su hermano Damien; la dedicatoria aparecía disimulada entre las ilustraciones de las primeras páginas. Ese hallazgo arrojó una nueva luz sobre los salmos, los cuales estaban llenos de lascivas invitaciones y sugerencias, y posiblemente unas claves secretas en colores para fijar las citas clandestinas. En los libros aparecía repetidas veces un diminuto jardín (todas las ilustraciones eran minúsculas)...

—He visto numerosos ejemplos.

—En esos pequeños dibujos del jardín figuraban siempre un hombre y cinco mujeres desnudos que bailaban alrededor de una fuente situada dentro de los muros de un castillo medieval. A través de la lupa se podían observar todos los detalles. Era perfecto. El padre Kevin se moría de risa.

»—No es de extrañar que no haya un solo santo ni una escena bíblica en estos libros —decía el padre Kevin, más divertido que escandalizado—. Ese Wynken de Wilde era un hereje redomado. Era un brujo o un demonólatra, y estaba enamorado de esa mujer, Blanche. Sabes, Roger —me decía el padre Kevin—, si te pusieras en contacto con una casa de subastas es posible que con los beneficios que te reportase la venta de esos libros pudieras cursar tus estudios en Loyola o Tulane. No se te ocurra venderlos aquí. Piensa en Nueva York; Butterfield and Butterfield o Sotheby's.

»A lo largo de los dos últimos años el padre Kevin había copiado a mano para mí unos treinta y cinco poemas en inglés, perfectamente traducidos del latín, los cuales repasamos de forma metódica, estudiando las reiteraciones e imágenes, hasta que empezó a aflorar una historia.

»En primer lugar nos dimos cuenta de que en su origen debían haber existido varios libros, y que los que obraban en nuestro poder eran el primero y el tercero. En el tercero los salmos reflejaban no sólo una adoración por Blanche, a quien Wynken comparaba con la Virgen debido a su pureza y luminosidad, sino las respuestas a una especie de correspondencia en la que la dama en cuestión exponía lo que había padecido a manos de su esposo.

»Estaba hecho con gran inteligencia. Tienes que leerlo. Tienes que regresar al apartamento donde me mataste para recoger esos libros.

—Así pues, ¿no los vendiste para matricularte en Loyola o Tulane?

—Por supuesto que no. Las orgías que se montaba Wynken con Blanche y unas amigas de ésta me tenían fascinado. Wynken era mi santo en virtud de su talento, su sexualidad era mi religión porque había sido la suya, y cada palabra filosófica que escribió contenía, en clave, su pasión por la carne. Ten en cuenta que en realidad yo no profesaba ningún credo ortodoxo. En mi opinión, la Iglesia católica estaba moribunda y el protestantismo era una broma. Tardé varios años en comprender que el enfoque protestante es fundamentalmente místico, dirigido a la unión con Dios que Meister Eckehart habría alabado y sobre la cual escribió Wynken.

—Te muestras muy generoso con el enfoque protestante. ¿De modo que Wynken escribió sobre la unión con Dios?

—Sí, a través de la unión con las mujeres. Era cauteloso pero claro: «En tus brazos he conocido a la Trinidad de forma más auténtica que en las enseñanzas de los hombres», y cosas por el estilo. Era un sistema nuevo, sin duda. Yo sólo conocía el protestantismo como mero materialismo, esterilidad, a través de los visitantes baptistas que se emborrachaban en la calle Bourbon porque no se atrevían a hacerlo en su ciudad natal.

—¿Cuándo cambiaste de opinión? —pregunté a Roger.

—Estoy hablando en general —respondió—. Las religiones que existían en Occidente en nuestra época no me inspiraban la menor confianza. Dora opina lo mismo, pero ya llegaremos a eso.

—¿Conseguiste acabar la traducción de esos libros?

—Sí, poco antes de que trasladaran al padre Kevin. No volví a verlo. Me escribió una carta, pero yo ya me había escapado de casa.

»Me encontraba en San Francisco. Me había marchado sin la bendición de mi madre y había tomado un autocar de la compañía Trailway porque costaba unos centavos menos que los de Greyhound. No llevaba ni setenta y cinco dólares en el bolsillo. Había dilapidado todo el dinero que me había dado el capitán, y cuando éste murió, sus parientes de Jackson, Mississippi, dejaron sus habitaciones limpias.

»Se lo llevaron todo. Siempre pensé que el capitán me había dejado un pequeño legado. Pero no me importó. Su mejor regalo fueron esos libros y los almuerzos en el hotel Monteleone. Siempre pedíamos sopa de quingombó y yo disfrutaba desmenuzando las galletitas en la sopa hasta que parecía una papilla.

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