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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (15 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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Era demasiado tarde para convertir a Roger en un ser inmortal. ¡Estaba muerto!

No me había dado cuenta de que durante todo el rato, mientras él me relataba su historia, yo había dado por sentado que si me apetecía podía atraerlo hacia mí, retenerlo aquí, evitar que desapareciera. Pero de golpe comprendí con un atroz sobresalto que Roger era un fantasma. Estaba hablando con un hombre que ya estaba muerto.

La situación era tan dolorosa, desesperante y anómala, que de no haber tenido que disimular para que Roger continuara su relato me habría puesto a gemir.

—¿Qué te pasa? —preguntó Roger.

—Nada. Cuéntame más sobre Dora. Cuéntame de qué tipo de cosas habla Dora.

—Habla sobre lo estéril que es esta época, dice que la gente necesita aferrarse a algo. Deplora los crímenes que se cometen en el mundo y la falta de aspiraciones de la juventud. Quiere fundar una religión en la que nadie lastime a nadie. Es el sueño americano. Se conoce de memoria las Sagradas Escrituras, ha leído los libros apócrifos, los escritos de Agustín, Marción y Maimónides; está convencida de que la prohibición contra el sexo destruyó el cristianismo, lo cual no es una idea original suya, y complace a las mujeres que la escuchan...

—Sí, lo comprendo, ¿pero no siente Dora ninguna simpatía o admiración hacia Wynken?

—Los libros de Wynken no significan para ella lo mismo que para mí: una serie de visiones.

—Entiendo.

—A propósito, los libros de Wynken no son sólo perfectos, sino singulares en muchos aspectos. Wynken realizó su obra a lo largo de los veinticinco años previos a que Gutenberg inventara la imprenta. Sin embargo, Wynken se encargó de todo. Fue el escriba, el autor de las letras ornamentales y también el miniaturista que añadió las figuritas desnudas triscando en el jardín del Edén, así como las parras y enredaderas que decoran todas las páginas. Tuvo que hacerlo todo él solo en una época en que esas funciones se distribuían en el
scriptorium.

«Permíteme que termine con Wynken. Ya sé que estás pensando en Dora, pero deja que siga con él. Es preciso que vayas a buscar esos libros.

—Genial —respondí secamente.

—Deja que te explique con detalle. Esos libros te van a encantar, aunque Dora los deteste. Poseo los doce libros que escribió Wynken, como creo que ya te dicho. Era un católico alemán que de joven fue obligado a ingresar en la orden de los benedictinos y estaba enamorado de Blanche de Wilde, la esposa de su hermano. Ella mandó que se confeccionaran esos libros en el
scriptorium.
Así comenzó su relación secreta con el monje, su amante. Poseo unas cartas que se intercambiaron Blanche y su amiga Eleanor. He logrado descifrar algunas de las anécdotas que contienen los poemas.

»Las cartas que Blanche escribió a Eleanor cuando Wynken fue ejecutado son muy tristes. Blanche envió las cartas clandestinamente a Eleanor, y ésta las remitió a Diane. Había otra mujer envuelta en el asunto, pero existen muy pocos fragmentos escritos de su puño y letra.

»Según he podido deducir, Wynken y las mujeres se encontraban en el castillo de los De Wilde para realizar sus ritos. No era el jardín del monasterio, como había supuesto con anterioridad. Ignoro qué métodos utilizaba Wynken para llegar hasta allí, pero en algunas cartas se deja entrever que salía disimuladamente del monasterio y seguía un sendero secreto que conducía hasta la casa de su hermano.

»Por lo visto, esperaban a que Damien de Wilde se retirase a hacer lo que solían hacer los condes o duques en aquella época, y entonces se reunían para bailar alrededor de la fuente y hacer el amor. Wynken se acostaba con cada una de las mujeres por turno, o bien organizaban distintos cuadros. Esto es lo que consta en los libros. Al fin, los descubrieron.

»Damien castró y apuñaló a Wynken delante de las mujeres, a quienes echó de su casa, y conservó los restos de su hermano. Luego, tras un interrogatorio que se prolongó varios días, las aterradas mujeres confesaron su amor por Wynken y la forma en que él se había comunicado con ellas a través de los libros. Damien cogió los doce libros de su hermano, todo lo que el artista había creado...

—Su inmortalidad —murmuré yo.

—¡Exactamente, su progenie! ¡Sus libros! Damien los enterró junto con los restos de Wynken en el jardín del castillo, junto a la fuente que aparece en las pequeñas ilustraciones de los libros. Blanche contemplaba cada día desde su ventana el lugar donde Wynken había sido sepultado. No hubo juicio ni acusación de herejía ni ejecución. Sencillamente Damien, su hermano, lo había asesinado. Es probable que pagara a los monjes del monasterio una importante suma para comprar su silencio. ¿Quién sabe si era necesario? Puede que sus compañeros no sintieran ningún afecto por Wynken. Actualmente el monasterio se halla en ruinas y los turistas acuden a tomar fotografías del mismo. En cuanto al castillo, fue destruido por los bombardeos durante la Primera Guerra Mundial.

—¿Y qué pasó luego? ¿Cómo consiguieron los libros salir del ataúd? Es posible que los libros que posees sean unas copias...

—No, poseo los originales de los doce libros que escribió. He visto algunas copias, bastante burdas por cierto, hechas por encargo de Eleanor, la prima y confidente de Blanche, pero según tengo entendido dejaron de hacerlas. Sólo existen doce libros. No sé cómo aparecieron, aunque me lo imagino.

—¿Qué es lo que imaginas?

—Que Blanche salió una noche con las otras mujeres, desenterró el cadáver y sacó los libros del ataúd, o lo que fuera que contuviese los restos del desgraciado Wynken.

—¿Crees que fueron ellas?

—Sí. Imagino a las cuatro mujeres cavando en el jardín, a la luz de unas velas. ¿No lo crees posible?

—Sí.

—Creo que lo hicieron porque sentían lo mismo que yo. Amaban la belleza y la perfección de esos libros. Sabían que constituían un tesoro, Lestat. Lo hicieron empujadas por su obsesión y su amor hacia Wynken. Quién sabe, quizá querían conservar los huesos de Wynken. Vete a saber. Puede que una de las mujeres se quedara con el fémur y otra con los huesos de los dedos y...

La macabra visión me remitió al instante a las manos de Roger, que yo había amputado con un cuchillo de cocina y había enterrado envueltas en una bolsa de plástico. Contemplé esas manos ante mí, moviéndose sin cesar, acariciando el borde del vaso, golpeando nerviosamente la superficie de la barra.

—¿Has podido seguir la pista a esos libros? —pregunté.

—En parte. En mi profesión, me refiero a la de anticuario, no es fácil averiguar el destino de un objeto. Los libros han aparecido de uno en uno, en ciertos casos de dos en dos. Algunos proceden de colecciones particulares, otros de museos que fueron bombardeados durante las dos guerras mundiales. En un par de ocasiones he pagado un precio irrisorio por ellos. Comprendí lo que eran en cuanto los vi, pero los otros ignoraban su valor. Encargué a mis agentes que buscaran esos códices medievales por todo el mundo. Soy un experto en este campo. Conozco el lenguaje del artista medieval. Tienes que salvar mis tesoros, Lestat, no permitas que se pierdan los libros de Wynken. Dejo mi legado en tus manos.

—¿Pero qué quieres que haga con esos libros y con las otras reliquias, si Dora no quiere saber nada de ellos?

—Dora es joven, cambiará de parecer. Tengo la esperanza de que en mi colección —olvídate de Wynken—, entre las estatuas y las reliquias, exista un objeto decisivo que ayude a Dora a levantar su iglesia. ¿Te crees capaz de calcular el valor de lo que viste en el apartamento? Tienes que conseguir que Dora vuelva a tocar esos objetos, que los examine, que aspire su olor. Tienes que hacerle comprender la grandeza de esas estatuas y cuadros, que son expresión de la búsqueda de la verdad por parte del hombre, la misma búsqueda que la obsesiona a ella, aunque todavía no lo sepa.

—Pero dijiste que a Dora no le importan esos cuadros y esas estatuas.

—Haz que cambie de opinión.

—¿Yo? ¿Cómo? Puedo conservar esos objetos, sí, ¿pero cómo voy a hacer que Dora se enamore de esas obras de arte? Es impensable. ¿Pretendes que establezca contacto con tu preciosa hija?

—Dora te encantará —contestó Roger en voz baja.

—¿Cómo dices?

—Encuentra un objeto milagroso en mi colección para obligarla a cambiar de parecer.

—¿El Santo Sudario de Turín?

—Me haces gracia, de veras. Sí, encuentra algo significativo, algo que la transforme, algo que yo, su padre, adquirió y conservó con cariño, algo que pueda ayudarla.

—Estás tan loco ahora como cuando estabas vivo. Tratas de comprar tu salvación con un pedazo de mármol o un montón de pergaminos. ¿O acaso crees realmente que los objetos que posees son sagrados?

—Por supuesto que creo que son sagrados. ¡Es lo único en lo que creo! Y tú también. Sólo crees en lo que brilla, en lo que es de oro.

—Me dejas atónito.

—Por eso me asesinaste allí, entre mis tesoros. Pero debemos apresurarnos. El tiempo apremia. Volvamos a nuestro asunto. Tu carta de triunfo para convencer a mi hija es su ambición.

»Dora deseaba el convento para alojar en él a sus misioneras, su orden, las cuales difundirían un mensaje de amor con el mismo fervor con que lo han difundido otros misioneros. Dora quería enviar a sus misioneras a los barrios pobres para que predicasen la importancia de iniciar un movimiento de amor desde la base, desde el pueblo, que con el tiempo alcanzaría a los gobiernos de todo el mundo, a fin de acabar con la injusticia.

—¿Qué es lo que distinguiría a esas mujeres de otras órdenes o misioneros, desde los franciscanos a otros predicadores...?

—En primer lugar, el hecho de ser unas predicadoras femeninas. Las monjas trabajan de enfermeras, maestras, sirvientas, o bien permanecen enclaustradas para rezar a Dios, como un rebaño de ovejas. Las misioneras de Dora serían doctores de su iglesia, predicadoras. Conmoverían a las masas con su fervor personal; se dirigirían a las mujeres, especialmente a las pobres y marginadas, y las ayudarían a reformar el mundo.

—Una visión feminista conjugada con la religión.

—Era una idea viable. Tan viable como cualquier otro movimiento de ese tipo. ¿Quién sabe por qué un monje del siglo catorce se volvió loco y otro se convirtió en santo? Dora sabe enseñar a la gente a pensar. Yo no poseo ese don. Debes hallar la forma de convencerla, es preciso.

—Y de paso salvar los ornamentos de la iglesia —repliqué.

—Sí, hasta que Dora los acepte o los utilice para conseguir algo positivo. La convencerás si le haces ver que por medio de mis tesoros puede conseguir algo positivo.

—Eso puede convencer a cualquiera —contesté con cierta melancolía—. Así es como me has convencido a mí.

—Entonces, ¿lo harás? Dora cree que yo estaba equivocado. Dijo: «No creas que conseguirás salvar tu alma, después de todos los crímenes que has cometido, legándome esos objetos religiosos.»

—Es evidente que te quiere —afirmé—. Lo noté desde la primera vez que os vi juntos.

—Lo sé. Estoy convencido de ello. No tenemos tiempo de entrar en detalles. La visión de Dora es inmensa, te lo aseguro. Todavía es un personaje poco importante, pero aspira a cambiar el mundo. No le basta con fundar un culto como el que yo quería instaurar y limitarse a ser un gurú rodeado de dóciles seguidores. Dora piensa que hay que cambiar el mundo, y se ha propuesto hacerlo ella misma.

—¿No es eso lo que piensa toda persona religiosa?

—No. No todo el mundo sueña con ser Mahoma o Zaratustra.

—¿Y Dora sí?

—Ella sabe lo que quiere.

Roger meneó la cabeza, bebió otro trago y echó un vistazo a su alrededor. Luego frunció el ceño, como si siguiera dándole vueltas al tema.

—Un día Dora me dijo: «La religión no procede de las reliquias y los textos. Éstos son una mera expresión de aquélla.» Siguió hablando durante horas sobre la cuestión. Tras estudiar las Sagradas Escrituras, había llegado a la conclusión de que lo que contaba era el milagro interior. Al final acabé por dormirme. Te ruego que no hagas uno de tus chistes crueles.

—¡Jamás se me ocurriría tal cosa!

—¿Qué va a ser de mi hija? —murmuró Roger con desesperación—. Observa el patrimonio que le he legado. Soy apasionado, extremista, gótico y un loco. He perdido la cuenta de las iglesias que hemos visitado Dora y yo juntos, los crucifijos de incalculable valor que le he mostrado, antes de venderlos para obtener un beneficio, las horas que hemos pasado contemplando los techos de una iglesia barroca en Alemania. Le he regalado magníficas cruces auténticas engastadas en plata y rubíes. He adquirido numerosos velos de Verónica, unas obras de arte que te dejarían estupefacto. ¡Dios mío!

—¿Crees que esa actitud de Dora pueda deberse a cierto concepto de expiación, a un sentimiento de culpa?

—¿Por dejar que Terry desapareciera de su vida sin una explicación, sin una pregunta, hasta años más tarde? Lo he pensado con frecuencia. En todo caso, si lo hubo, Dora ya lo ha superado. Dora cree que el mundo necesita una nueva revelación, un nuevo profeta. Pero un profeta no se improvisa. Dice que la transformación debe producirse a través de la vista y el sentimiento, pero no se trata de un experimento popular-milagrero.

—Los místicos nunca admiten que se trate de una experimento popular-milagrero.

—Tienes razón.

—¿Dirías que Dora es una mística?

—¿Qué crees tú? La has seguido, la has observado. No, Dora no ha visto el rostro de Dios ni ha oído su voz, ni tampoco mentiría jamás sobre ello, si a eso te refieres. Pero es lo que busca. Espera el momento, el milagro, la revelación.

—La aparición del ángel.

—Exacto.

Ambos guardamos silencio durante unos minutos. Roger probablemente pensaba, al igual que yo, en su propuesta inicial, es decir, que yo montase el simulacro de un milagro, yo, el ángel perverso que una vez conduje a una monja católica a la locura, a hacer que sangrara a través de los estigmas de sus manos y pies.

De pronto Roger tomó la decisión de continuar, con lo que se eliminó la tensión que se había creado.

—Al construirme una existencia de lujos y comodidades —dijo—, dejé de preocuparme por cambiar el mundo. Mi mundo era mi vida, ¿comprendes? Pero Dora ha abierto su alma de un modo muy sofisticado a... algo. Mi alma está muerta.

—Según parece, no es así —contesté.

La idea de que antes o después Roger pudiera desvanecerse, me resultaba intolerable, y mucho más aterradora que su aparición inicial.

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