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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (18 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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Recordé con tristeza que había intentado ayudar a mi amada Gretchen —la hermana Marguerite—, pero mi mera presencia dio al traste con mis buenos propósitos. De modo que me aparté de su vida, con mis cofres llenos de oro. Las cosas suelen acabar así. Yo no era un santo. No me dedicaba a dar de comer a los hambrientos.

De pronto se me ocurrió que Dora se había convertido en mi hija. Se había convertido en mi santa, al igual que lo había sido para Roger. Ahora tenía otro padre rico, yo.

—¿Qué pasa? —preguntó David, alarmado. Estaba revisando una caja llena de papeles—. ¿Has vuelto a ver al fantasma?

Durante un momento temí echarme de nuevo a temblar, pero conseguí dominarme. No dije nada, pero la situación se me representaba con toda claridad.

Cuida de Dora. Por supuesto que cuidaría de Dora e intentaría convencerla de que aceptara el legado de su padre. Quizá Roger no había sabido utilizar los argumentos más convincentes, pero sus tesoros lo habían convertido en un mártir. Sí, sus últimos momentos lo habían redimido. Había purificado sus tesoros con su sangre. Quizá si se lo explicara a Dora debidamente... Estaba distraído. De repente descubrí los doce libros de Wynken de Wilde, cada uno envuelto en un pedazo de plástico, sobre el estante superior de un pequeño escritorio, junto al archivador. Los reconocí de inmediato. Al acercarme vi que Roger había enganchado en ellos unas pequeñas etiquetas blancas sobre las que había escrito con letra menuda: «W de W.»

—Mira —dijo David, incorporándose y sacudiéndose el polvo de los pantalones, pues había estado de rodillas—. Aquí tienes todos los documentos legales sobre la compra de las obras. Todo está aquí, se trata de unas operaciones claras y a simple vista legítimas, aunque puede que sirvieran para blanquear dinero. Hay docenas de recibos y certificados de autenticidad. Opino que deberíamos trasladar estos papeles.

—Sí, pero ¿cómo y adonde?

—¿Cuál es el lugar más seguro? Tu casa de Nueva Orleans no, desde luego. Tampoco podemos depositar estas cosas en un almacén en una ciudad como Nueva York.

—Exactamente. He alquilado una habitación en un hotelito que hay al otro lado del parque, pero...

—Sí, recuerdo que me dijiste que el ladrón de fantasmas te siguió hasta allí. Pero ¿no te habías cambiado de hotel?

—No importa. De todos modos, estas cosas no cabrían en la habitación del hotel.

—Pero sí cabrían en nuestro fastuoso apartamento de la Torre Olímpica —respondió David.

—¿Lo dices en serio? —pregunté.

—Naturalmente. ¿Dónde estarán más seguras? Vamos, tenemos mucho qué hacer. No podemos pedirle a ningún mortal que nos ayude en este asunto. Tendremos que hacerlo todo nosotros solitos.

—¡Uf! —exclamé con fastidio y resignación—. ¿Pretendes que envolvamos todo esto y lo saquemos de aquí ahora?

David se echó a reír y contestó:

—¡Sí! Hércules también tuvo que hacer esas cosas, igual que los ángeles. ¿Cómo crees que se sintió Miguel cuando tuvo que ir de puerta, en puerta en Egipto, matando al primogénito de cada familia? Venga, ánimo. Es muy sencillo, todo consiste en envolver bien esos objetos con plásticos. Es preferible que los traslademos nosotros mismos. Será como una aventura. Treparemos por los tejados.

—No hay nada más irritante que la energía de un vampiro neófito —contesté con resignación.

Pero sabía que David tenía razón. Nuestra fuerza era infinitamente superior a la de cualquier mortal que pudiera ayudarnos. Es probable que consiguiéramos trasladarlo todo esa misma noche. ¡Menuda nochecita!

Reconozco que el trabajo duro constituye un eficaz antídoto contra la angustia, la tristeza y el temor a que el diablo te agarre por el pescuezo y te arrastre hasta el pozo en llamas.

Reunimos una ingente cantidad de un material aislante con burbujas de aire atrapadas en plástico, capaz de proteger la reliquia más frágil sin riesgo a que se rompiera. Recogí los documentos financieros y las obras de Wynken, cerciorándome de que no me había equivocado de libros, y luego pasamos a otras tareas más arduas.

Transportamos los objetos pequeños en unos sacos a través de los tejados, tal como había sugerido David, sin ser observados por ningún mortal; dos sigilosas figuras negras volando como unas brujas para asistir al aquelarre.

Los objetos grandes los transportamos en brazos con gran cuidado. Yo evité cargar con el enorme ángel blanco de mármol. David lo hizo encantado y no dejó de hablarle a la estatua durante todo el trayecto, hasta que llegamos a nuestro destino. Transportamos todos los objetos por la escalera de servicio, como hubiera hecho cualquier mortal, y los depositamos en nuestro apartamento de la Torre Olímpica.

Nuestros pequeños relojes disminuyeron de velocidad cuando aterrizamos en el mundo de los mortales, en el que penetramos rápidamente. Parecíamos unos distinguidos caballeros que se dispusieran a decorar su nueva residencia con unas valiosas obras de arte cuidadosamente envueltas.

Al poco rato las pulcras y enmoquetadas habitaciones situadas sobre San Patricio aparecían atestadas de fantasmagóricos paquetes, algunos de los cuales parecían momias o, cuando menos, unos cuerpos torpemente embalsamados. El gigantesco ángel de mármol blanco con su concha de agua bendita destacaba sobre los demás objetos. Los libros de Wynken, envueltos y sujetos con un cordel, yacían sobre la mesa oriental del comedor. Aún no había tenido ocasión de examinarlos detenidamente, pero aquél no era el momento de hacerlo.

Me senté en un sillón en la sala de estar, jadeante, aburrido y furioso de tener que hacer una tarea tan poco gratificante. David, en cambio, estaba eufórico.

—La seguridad aquí es perfecta —dijo.

Su joven cuerpo masculino parecía animado por su espíritu personal. A veces, cuando lo miraba, veía al mismo tiempo al anciano David y al joven anglo-indio. Pero la mayoría de las veces era simplemente perfecto, el vampiro neófito más fuerte que yo había creado.

Ello se debía no sólo a la potencia de mi sangre y a las tribulaciones que había tenido que superar antes de convertirlo en un vampiro. Mientras lo creaba, yo le había proporcionado más sangre que a los otros. Había puesto en peligro mi propia supervivencia, pero lo daba por bien empleado.

Permanecí allí sentado observándolo con cariño, contemplando mi propia obra. Me había ensuciado de polvo.

Habíamos realizado una excelente labor. Allí estaban las alfombras enrolladas, e incluso la alfombra empapada con la sangre de Roger, una reliquia de su martirio. Cuando hablara con Dora omitiría ese detalle.

—Tengo que salir de caza —murmuró David, interrumpiendo mis ensoñaciones.

Yo no respondí.

—¿Me acompañas?

—¿Quieres que vaya contigo? —pregunté.

David me miró con una expresión muy extraña. En su rostro bronceado y juvenil no se reflejaba ningún reproche palpable o indicio alguno de enojo.

—Claro, ¿por qué no? ¿No te gusta presenciarlo, aunque no participes?

Yo asentí. Jamás había soñado que David me dejara acompañarlo. A Louis no le gustaba que yo estuviera presente. El año anterior, cuando los tres habíamos estado juntos, David se había mostrado receloso y nunca me invitó a acompañarlo cuando salía en busca de una presa.

Nos dirigimos hacia la densa oscuridad de Central Park. Oímos a los ocupantes nocturnos del parque roncar, mascullar, captamos pequeños fragmentos de conversación, vimos unas pequeñas columnas de humo. Eran unos individuos recios, capaces de sobrevivir en la selva en medio de una ciudad conocida por su crueldad hacia los seres desasistidos por la fortuna.

David no tardó en encontrar lo que andaba buscando: un joven con una gorra de lana y unos zapatos a través de los cuales asomaban los dedos de los pies, un caminante de la noche, solo y drogado e insensible al frío, que hablaba en voz alta a unas gentes que habían desaparecido ya hacía rato.

Me oculté entre los árboles, sin hacer caso de la nieve que caía inexorable. David propinó una palmadita en el hombro del joven y cuando éste se volvió lo atrajo hacia sí y lo abrazó. El método clásico. Cuando David se inclinó para chuparle la sangre, el joven empezó a reírse y hablar a la vez. De pronto se quedó callado, paralizado, hasta que David depositó su cuerpo suavemente al pie de un árbol desprovisto de hojas.

Hacia el sur resplandecían los rascacielos de Nueva York; las cálidas lucecitas del East y el West Side nos rodeaban. David permaneció inmóvil, sumido en sus impenetrables pensamientos.

Parecía haber perdido la capacidad de moverse. Me dirigí hacia él. La diligencia y serenidad de que había hecho gala un rato antes habían desaparecido. Era evidente que estaba sufriendo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Lo sabes de sobra —me respondió—. No sobreviviré mucho tiempo.

—¿Lo dices en serio? Con los dones que posees...

—Debemos desterrar la costumbre de decir cosas que ambos sabemos que son inaceptables.

—¿Y decir sólo la verdad? De acuerdo. Esta es la verdad. En estos momentos crees que no sobrevivirás. Es lo que piensas ahora, cuando su sangre está caliente y fluye a través de tu cuerpo, y es natural. Pero pronto dejarás de sentirte así. Esa es la clave. No quiero hablar más sobre este tema. Traté de poner fin a mi vida, pero no funcionó. Además, tengo otras cosas en que pensar, como por ejemplo en ese ser que me persigue y en ayudar a Dora antes de que mi perseguidor logre atraparme.

David guardó silencio.

Echamos a andar, al estilo de los mortales, a través del oscuro parque, sintiendo cómo nuestros pies se hundían en la nieve. Caminamos bajo los desnudos árboles, apartando sus ramas húmedas y negras, sin perder de vista los gigantescos edificios del centro.

Yo permanecí alerta, pendiente del sonido de unas pisadas sospechosas. Me sentía nervioso y de mal humor. De pronto se me ocurrió que el monstruoso ser que se me había revelado, el diablo o quienquiera que fuera, en realidad perseguía a Roger.

Pero entonces, ¿quién era aquel extraño, aquel individuo anónimo, corriente y vulgar que había visto poco antes del amanecer?

A medida que nos aproximábamos a las luces de Central Park South, los gigantescos edificios se erguían ante nosotros con una arrogancia digna de Babilonia. Percibimos entonces los gratificantes sonidos propios de la gente bien vestida, de hombres de negocios que se dirigen a sus oficinas, el incesante clamor de los taxis que no hacía sino intensificar la baraúnda del tráfico.

David estaba serio, melancólico.

—Si hubieras visto al ser que yo vi, no te mostrarías tan impaciente por precipitarte al próximo estadio —dije, suspirando con tristeza. No estaba dispuesto a volver a describir al monstruo alado.

—Te aseguro que me siento muy tentado —confesó David.

—¿De ir al infierno? ¿Con un diablo como ése?

—¿Tuviste la sensación de que era horrible? ¿Sentiste la presencia del Mal? Te lo pregunté antes, en el bar del hotel. ¿Sentiste la presencia del Mal cuando ese ser se llevó a Roger? ¿Crees que Roger sufría?

Las preguntas de David eran ganas de buscarle los tres pies al gato.

—No seas tan optimista respecto a la muerte —contesté—. Te lo advierto. He cambiado de opinión. El ateísmo y el nihilismo de mi juventud me parecen triviales, una postura provocadora.

David sonrió condescendiente, como solía hacer cuando era mortal y ostentaba los laureles de su venerable edad.

—¿Has leído las historias de Hawthorne? —me preguntó con suavidad.

Al alcanzar la calle, la atravesamos y dimos la vuelta a la fuente que había frente al Plaza.

—Sí —contesté—. Prácticamente todas.

—¿Recuerdas a Ethan Brand y su búsqueda del pecado imperdonable?

—Creo que sí. Fue en busca de él dejando atrás a sus congéneres.

—Te refrescaré la memoria —dijo David.

Doblamos por la Quinta Avenida, una vía que jamás está desierta ni oscura, mientras David recitaba el siguiente párrafo:

—«Había perdido el control de la cadena magnética de la humanidad. Ya no era un hombre-hermano que abría cámaras subterráneas o mazmorras de nuestra naturaleza común con la llave de la sacrosanta comprensión, lo cual le daba derecho a compartir todos sus secretos; era un frío observador que contemplaba a la humanidad como un experimento, convirtiendo al hombre y a la mujer en meras marionetas, tirando de sus hilos a fin de obligarlos a cometer los delitos necesarios para su estudio.»

Yo guardé silencio. Deseaba protestar, pero no hubiera sido honesto por mi parte. Quería decir que jamás manipularía a los seres humanos como si fueran marionetas. Lo único que había hecho era observar a Roger, y a Gretchen, debatiéndose en la selva. No había tirado de sus hilos. Era precisamente la honradez lo que nos había perdido a Gretchen y a mí. Pero comprendí que David, al pronunciar aquellas palabras, no se refería a mí sino a él mismo, a la distancia que lo separaba de los humanos. Había comenzado a convertirse en Ethan Brand.

—Permíteme que continúe —dijo David respetuosamente. Luego siguió citando a Hawthorne—: «Ethan Brand se convirtió en un monstruo. Empezó a serlo desde el preciso instante en que su naturaleza mortal dejó de estar en sintonía con su intelecto...»

David se detuvo.

Yo no respondí.

—Ésa es nuestra perdición —murmuró David—. Nuestro progreso moral ha llegado a su fin, mientras que nuestro intelecto crece a pasos agigantados.

Yo guardé silencio. ¿Qué podía decir? Conocía el sentimiento de desesperación tan bien como David, pero me olvidaba de él al contemplar un decorativo maniquí en un escaparate. El espectáculo de las luces alrededor de un rascacielos bastaba para borrarlo. La gigantesca y fantasmagórica silueta de San Patricio hacía que desapareciera. Pero luego volvía a aparecer.

No tiene ningún sentido, pensé, casi pronunciando las palabras en voz alta, aunque me limité a decir:

—Tengo que pensar en Dora.

Dora.

—Sí, y gracias a ti yo también tengo que pensar en ella —respondió David.

6

¿Cómo, y cuándo y qué debía contarle a Dora? Ésa era la cuestión. Al día siguiente, por la tarde, David y yo partimos hacia Nueva Orleans.

No había ni rastro de Louis en la casa de la calle Royale, lo cual no resultaba extraño. Louis se ausentaba cada vez con más frecuencia. David lo había visto en cierta ocasión en París, acompañado de Armand. La casa estaba impecable, como un sueño de otra época, llena de muebles Luis XV, mis preferidos, las paredes elegantemente tapizadas y los suelos cubiertos de suntuosas alfombras orientales.

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