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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (17 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Era de lo más corriente, ya te lo he dicho. ¿Anglosajón? Quizá. ¿Con aspecto decididamente irlandés o nórdico? No. Un hombre vulgar y corriente. No creo que fuera francés. No, tenía cierto aire americano. Un hombre de mediana estatura, de complexión similar a la mía, pero no tan excesivamente alto como tú. Sólo pude verlo durante cinco segundos. Había salido el sol. El colchón me cubría, y cuando me desperté él había desaparecido, como si se tratara de una visión. Pero era real.

—Gracias. ¿Y el pelo?

—Rubio ceniza, casi gris. Ya sabes que a veces el rubio ceniza acaba convirtiéndose en un castaño pálido grisáceo, un color indefinido, o totalmente gris.

David hizo un breve gesto para indicar que estaba de acuerdo.

Yo me apoyé con cautela en el muro de cristal. Temía que pudiera romperse de forma accidental a causa de mi fuerza. No quería cometer una torpeza. David quería que yo le contara más cosas, y yo intenté complacerlo. Recordaba al hombre con bastante claridad.

—Tenía un rostro muy agradable. Era el tipo de individuo que no te impresiona por su estatura o físico, sino más bien por su mirada perspicaz y su inteligencia. Parecía muy interesante.

—¿La ropa?

—Nada fuera de lo común. Negra, creo, algo manchada de polvo. No era de un negro intenso ni reluciente, ni nada espectacular.

—¿Recuerdas sus ojos?

—Tenían una mirada inteligente, pero no eran grandes ni de un color especial. Parecía un tipo normal, inteligente. Tenía las cejas oscuras, pero no excesivamente tupidas, una frente normal y el cabello espeso, bien peinado, aunque no lucía un corte a la moda como tú o como yo.

—¿Y estás seguro de que pronunció unas palabras?

—Por completo. Le oí con toda claridad. Me llevé un susto de muerte. Estaba despierto. Vi el sol. Fíjate, tengo la mano quemada.

No estaba tan pálido como cuando partí hacia el desierto de Gobi, desafiando al sol a que acabara conmigo, pero los rayos del sol me habían provocado una quemadura en la mano y me escocía la mejilla derecha, aunque no había ninguna señal visible porque seguramente había vuelto la cabeza.

—De modo que cuando te despertaste estabas debajo de la cama y ésta se había volcado.

—Así es. También había derribado una lámpara. No fue un sueño, como tampoco lo fue mi encuentro con Roger. Quiero que me acompañes a su apartamento y veas sus obras de arte.

—Iré encantado —contestó David, levantándose de la mesa—. No me lo perdería por nada en el mundo. Pero quiero que descanses un poco más, que trates de...

—¿Cómo quieres que me calme, después de haber hablado con el fantasma de una de mis víctimas y haber visto a ese extraño individuo en mi habitación? ¡Después de ver cómo ese ser se llevaba a Roger, ese ser que me ha perseguido por todo el mundo, que va a volverme loco, que...!

—Pero en realidad no viste cómo se lo llevaba, ¿verdad?

Tras reflexionar unos instantes, contesté:

—No estoy seguro. Roger presentaba un aspecto muy sereno, casi inanimado. Luego se desvaneció y durante unos segundos vi el rostro de ese ser, o esa cosa. Yo estaba completamente confuso, había perdido el sentido del equilibrio, de la orientación. No recuerdo si Roger empezó a desvanecerse cuando ese ser se lo llevó a la fuerza o si aceptó su suerte con resignación.

—Es decir, no estás seguro de lo que pasó. Sólo sabes que el fantasma de Roger desapareció y en aquel mismo momento apareció ese ser. Es lo único que sabes con certeza.

—Así es.

—Yo creo que tu perseguidor decidió manifestarse y su presencia eliminó al fantasma de Roger.

—No. Ambos hechos están relacionados. Roger lo oyó aproximarse. Supo que se acercaba incluso antes de que yo percibiera sus pasos. Afortunadamente, no puedo transmitirte mi temor.

—¿Qué quieres decir?

—Que no tienes ni idea de lo sentí en aquellos momentos. Fue algo espantoso. Sé que me crees, lo cual es más que suficiente de momento, pero si supieras lo que experimenté, perderías tu típica flema británica.

—Es posible. Anda, vamos. Quiero ver los tesoros de Roger. Tienes razón, no puedes permitir que arrebaten a esa chica su patrimonio.

—No es una chica sino una mujer; joven, pero hecha y derecha.

—Luego intentaremos localizarla.

—Ya lo hice antes de venir aquí.

—¿En el estado en que te encontrabas?

—Cuando logré sobreponerme, fui al hotel para comprobar si se había marchado. Tenía que hacerlo. Me dijeron que una limusina la había trasladado al aeropuerto de La Guardia a las nueve de la mañana. Habrá llegado a Nueva Orleans esta tarde. En cuanto al convento, no sé cómo localizarla allí. Ni siquiera sé si tiene teléfono. De momento se encuentra a salvo, al menos en la misma medida que cuando vivía su padre.

—De acuerdo. Vamos al apartamento de Roger.

A veces el temor constituye una advertencia. Es como si alguien te pusiera la mano en el hombro y te dijera: «No pases de aquí.»

Cuando entramos en el apartamento, durante unos segundos sentí pánico. No pases de aquí.

Pero era demasiado orgulloso para manifestarlo y David estaba impaciente por contemplar los tesoros de Roger. Me precedió por el pasillo notando sin duda, al igual que yo, que el apartamento carecía de vida. Supongo que también él percibió el olor a una muerte reciente. Me pregunté si le resultaba menos repulsivo que a mí, puesto que él no había matado a Roger.

¡Roger! De pronto, la fusión en mi mente del cadáver desmembrado y el fantasma de Roger me dejó helado.

David se dirigió al cuarto de estar mientras yo me detenía para contemplar el ángel de mármol blanco que sostenía una concha para el agua bendita. Pensé que se parecía mucho a la estatua de granito. Blake. William Blake lo sabía; había visto ángeles y demonios y conocía sus proporciones. Lamenté que Roger y yo no hubiéramos hablado de Blake... Pero eso había terminado. Yo estaba ahí, en el pasillo del apartamento.

De golpe la perspectiva de seguir avanzando, de colocar un pie delante del otro hasta alcanzar el cuarto de estar y ver la estatua de granito, me resultó insoportable.

—No está aquí—dijo David.

No había adivinado mi pensamiento. Simplemente, constataba un hecho. Se hallaba de pie en el cuarto de estar, a unos quince metros de distancia. Las lámparas halógenas proyectaban una parte de su concentrada luz sobre él.

—Aquí no hay ninguna estatua negra de granito —repitió David.

—Me iré al infierno —dije, suspirando.

Veía a David con toda nitidez, aunque ningún mortal habría podido distinguirlo con tal detalle. Su silueta estaba en la penumbra. De pie, de espaldas a la tenue luz que penetraba por las ventanas, parecía muy alto y fuerte. La luz de las lámparas halógenas arrancaba pequeños destellos a los botones de metal de su chaqueta.

—¿Hay sangre?

—Sí, y también están tus gafas. Tus gafas violetas. Una bonita prueba.

—¿Una prueba de qué?

Era absurdo que permaneciera allí, en medio del pasillo, hablando casi a voces con David. Eché a andar como si me dirigiera a la guillotina y entré en el cuarto de estar.

El espacio que había ocupado la estatua estaba vacío; ni siquiera tenía la seguridad de que fuera lo suficientemente grande para acogerla. La sala estaba atestada de estatuas de santos e iconos, algunos tan antiguos y frágiles que se hallaban protegidos por un cristal. La noche anterior no me había dado cuenta de que hubiera tantos colgados en las paredes, reluciendo bajo los destellos de luz que despedían las lámparas halógenas.

—¡Es increíble! —exclamó David.

—Sabía que te encantaría —murmuré. Yo también me habría entusiasmado ante la visión de aquellas obras de arte de no estar atenazado por el pánico.

David examinó detenidamente todos los objetos, empezando por los iconos y luego los santos.

—Son magníficos —dijo—. Es una colección extraordinaria. Supongo que no te das cuenta del valor que representa todo esto.

—Más o menos —respondí—. No soy un analfabeto en materia de arte.

—¿Reconoces esos iconos? —preguntó David, señalando una larga hilera de frágiles iconos.

—No —confesé.

—El velo de la Verónica —dijo David—. Son unas copias primitivas del célebre velo, que supuestamente desapareció hace siglos, quizá durante la cuarta Cruzada. Esta copia es rusa, una obra perfecta y esa otra italiana; y ahí, apiladas en el suelo, están las estaciones del vía crucis.

—Roger estaba obsesionado por hallar reliquias para regalárselas a Dora. Además, gozaba coleccionando estos objetos. Había adquirido recientemente en Nueva York esa copia rusa del velo de Verónica para regalársela a Dora. Anoche, él y Dora discutieron porque ella se negó a aceptar el regalo.

Roger se había esmerado en describir a Dora el exquisito trabajo y valor de aquel objeto. Era como si lo conociese desde mi juventud; habíamos hablado largo y tendido de estos objetos, los cuales estaban impregnados de la admiración y el cariño que sentía Roger por ellos, incluso de su compleja personalidad.

Las estaciones del vía crucis. Por supuesto. Las conocía a la perfección, como cualquier católico. Solíamos seguir las catorce estaciones de la pasión y el viaje al Calvario a través de la sombría iglesia, deteniéndonos y doblando la rodilla delante de cada una de ellas para pronunciar la oración pertinente; o bien el sacerdote y los monaguillos recorrían la iglesia en procesión mientras los fieles recitábamos con ellos las meditaciones sobre la pasión de Cristo.

David examinaba un objeto tras otro.

—Este crucifijo es una pieza muy antigua, capaz de impresionar a cualquiera.

—Supongo que como todas las demás, ¿no?

—Desde luego, pero no me refería a Dora ni a su religión, sino a que se trata de unas obras de arte fabulosas. Tienes razón, no podemos dejar todo esto en manos del azar. Esta estatuilla, por ejemplo, podría pertenecer al siglo noveno, es celta, de un valor increíble, y esta otra probablemente procede del Kremlin.

David se detuvo ante el icono de una Virgen y el Niño. Eran unas figuras muy estilizadas, como todas. El niño, a punto de perder una sandalia, se apoyaba en su madre mientras unos ángeles lo atormentaban con pequeños símbolos de su próxima pasión. La madre mantenía la cabeza tiernamente inclinada sobre su hijo. El halo de la Virgen casi rozaba al del niño. El cuadro representaba al niño Jesús huyendo del futuro y refugiándose en los brazos protectores de su madre.

—¿Comprendes el principio fundamental de un icono? —me preguntó David.

—Que está inspirado por Dios.

—No realizado por manos humanas —dijo David—, sino supuestamente impreso sobre el material del fondo por Dios mismo.

—¿Del mismo modo que el rostro de Jesús quedó impreso sobre el velo de la Verónica?

—Exacto. Fundamentalmente, todos los iconos eran obra de Dios. Una revelación materializada. En ocasiones podía obtenerse una nuevo icono a partir de otro con sólo oprimir un lienzo nuevo sobre el original, y la imagen quedaba grabada en éste como por arte de magia.

—Comprendo. Se suponía que nadie lo había pintado.

—Justamente. Fíjate en esta reliquia de la auténtica Cruz, en el marco adornado con piedras preciosas, y en ese libro... ¡Dios mío, es imposible! ¡Pero si se trata del Libro de las Horas que se perdió en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial!

—Haremos el inventario más tarde, ¿de acuerdo? Lo importante es decidir lo que debemos hacer ahora, David.

Mi temor se había disipado, aunque de vez en cuando miraba de reojo el lugar que había ocupado el diablo de granito.

Eso era lo que era, el diablo. Estaba convencido de ello. Pensé que si no nos poníamos pronto manos a la obra acabaría obsesionándome de nuevo con él.

—¿Qué hacemos con estos objetos hasta que Dora los reclame? ¿Dónde podemos guardarlos? —preguntó David—. Venga, empecemos por los archivos y los cuadernos, pongamos un poco de orden, busquemos los libros de Wynken de Wilde, hay que tomar una decisión y trazarse un plan.

—No se te ocurra meter a tus aliados mortales en este asunto —advertí a David de forma brusca y desagradable, lo confieso.

—¿Te refieres a los de Talamasca? —preguntó David, volviéndose hacia mí con el valioso Libro de las Horas en la mano. Las tapas eran tan frágiles como el hojaldre.

—Todo esto pertenece a Dora —dije—. Debemos conservarlo en buen estado. Si ella no quiere los libros de Wynken, me los quedaré yo.

—Por supuesto, lo comprendo perfectamente —respondió David—. ¿Pero crees que todavía mantengo contacto con los de Talamasca? Sé que podría fiarme de ellos en ese sentido, pero no quiero volver a tener tratos con mis aliados mortales, como tú los llamas. A diferencia de ti, no quiero que guarden mi expediente en sus archivos: «El vampiro Lestat.» No deseo que me recuerden más que como su superior general, muerto a causa de la vejez. Venga, pongámonos manos a la obra.

La voz de David expresaba rencor y tristeza. Recordé que la muerte de Aaron Lightner, su viejo amigo, había supuesto la gota que desborda el vaso, la causa de la ruptura entre David y la orden de Talamasca. La muerte de Lightner había estado rodeada de cierta polémica, pero nunca averigüé los detalles de la misma.

El archivador se encontraba en una sala adyacente al cuarto de estar, junto con unas cajas que contenían unas carpetas. Encontré de inmediato los documentos financieros, que repasé mientras David examinaba el resto del material.

Como quiera que poseo numerosos bienes, conozco perfectamente la jerga de los documentos legales y los trucos que emplean los bancos internacionales. El legado de Dora procedía de unas fuentes impecables, y quienes pretendían hacerse con él para resarcirse de los crímenes de Roger no podían tocarlo. Todo estaba a nombre de ella, Theodora Flynn, su nombre legítimo debido al seudónimo nupcial de Roger.

Había tantos documentos que resultaba imposible calcular el valor de las obras, el cual había ido en aumento con el tiempo. De haberlo querido así, Dora habría podido emprender una nueva cruzada para arrebatar Estambul a los turcos. Al examinar unas cartas comprobé que dos años antes Dora había rechazado toda ayuda de dos fondos fiduciarios de cuya existencia estaba enterada. En cuanto al resto, me pregunté si Dora tenía idea de la envergadura de todo aquello.

La envergadura es lo más importante en materia de dinero, eso y una buena dosis de imaginación. Sin esos ingredientes no se puede tomar una decisión moral. Quizá suene frío y calculador, pero no es así. El dinero significa poder para alimentar a los hambrientos, para vestir a los pobres. Pero uno tiene que saberlo. Dora poseía un sinfín de fondos fiduciarios, que a su vez le permitían pagar los impuestos sobre esos mismos fondos.

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