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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (14 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Y ella sabía que habías matado a Terry.

—No. Estás equivocado. Noté que esas imágenes se agolpaban en mi mente mientras me chupabas la sangre, pero Dora sólo sabía que me había librado de Terry, mejor dicho, que la había librado a ella de Terry, y que a partir de entonces viviría y viajaría siempre con papá. Dora no sabe que yo asesiné a su madre. Un día, cuando tenía doce años, se echó a llorar y me suplicó: «Dime dónde está mamá, dime adonde fue cuando se marchó a Florida con aquel hombre.» Yo le seguí el juego, pues no quería que supiera que Terry había muerto. Gracias a Dios que existe el teléfono. Soy un artista con el teléfono. Me gusta. Es como hablar por la radio.

»Pero volvamos a Dora. En aquel entonces tenía seis años. Su papá la llevó a Nueva York y la instaló en una suite en el Plaza. A partir de aquel momento, Dora tuvo todo lo que su papá podía comprarle.

—¿Lloraba al recordar a su madre?

—Sí. Probablemente fue la única persona que lloró por ella. Antes de casarnos, la madre de Terry me dijo que su hija era una zorra. Se odiaban. El padre había sido policía. Era buena gente, pero tampoco quería a su hija. Terry no era buena persona. Era mezquina; no merecía la pena pasar siquiera una noche con ella, y mucho menos enamorarte y casarte con ella.

»Su familia creyó que se había fugado a Florida y nos había abandonado a Dora y a mí. Es lo único que el viejo y la vieja supieron hasta el día de su muerte, me refiero a los padres de Terry. Sus primos siguen creyendo que se largó a Florida. En realidad no me conocen, no saben quién soy, aunque supongo que habrán visto los artículos en los periódicos y las revistas. No lo sé, me tiene sin cuidado. Dora lloró por su madre, sí, pero después de la mentira que le conté cuando tenía doce años, no volvió a preguntarme por ella.

»Debo reconocer que el cariño de Terry hacia Dora fue tan perfecto como el de cualquier madre del género de los mamíferos: instintivo, protector, antiséptico. Le procuraba una alimentación sana y equilibrada. La vestía con ropa cara, la llevaba a clase de baile y charlaba con las otras madres. Se sentía orgullosa de Dora, pero apenas hablaba con ella. A veces pasaban días sin que ni siquiera se cruzaran sus miradas. Era una relación esencialmente mamífera. Todo en la vida de Terry era así.

—Es curioso que te casaras con una persona como ella.

—No, fue cosa del destino. Engendramos a Dora. Terry le dio su voz y su belleza. Dora ha heredado también de su madre una especie de dureza, aunque dicho así suene peyorativo. En el fondo, Dora es una mezcla de los dos, una mezcla excelente.

—También ha heredado tu belleza.

—Sí, pero cuando los genes se encontraron sucedió algo mucho más interesante y provechoso. Ya has visto a mi hija. Es muy fotogénica, y bajo el carisma que ha heredado de mí, posee la sensatez de Terry. Es capaz de convertir a la gente a través de la televisión. «¿Cuál es el auténtico mensaje de Jesús?» pregunta, mirando fijamente a la cámara. «Jesús está en cada extraño con el que te topas por la calle, en los pobres, los hambrientos, los enfermos, en vuestros vecinos.» Y el público lo cree.

—Sí, la he visto en televisión. Podría llegar adonde quisiera.

Roger suspiró.

—Envié a Dora a estudiar lejos de Nueva York. En aquella época yo ganaba una fortuna. Tuve que poner muchos kilómetros de distancia entre mi hija y yo. La cambié tres veces de colegio antes de que se graduara, lo cual fue muy duro para ella, pero jamás protestó por esas maniobras ni por el misterio que rodeaba siempre nuestros encuentros. Le decía que tenía que viajar cuanto antes a Florencia para evitar que unos gamberros destrozaran un mural, o a Roma para explorar una catacumba que se acababa de descubrir.

»Cuando Dora empezó a interesarse de forma seria por la religión, me pareció una decisión espiritualmente elegante. Supuse que mi nutrida colección de estatuas y libros la habían inspirado. Cuando a los dieciocho años me comunicó que la habían aceptado en Harvard y que había decidido estudiar teología comparada, sonreí e hice un comentario típicamente machista: estudia lo que quieras y luego cásate con un hombre rico, pero ahora deja que te muestre mi último icono o estatua. Sin embargo, el fervor de Dora y su afición a la teología eran mucho más fuertes de lo que yo había imaginado. Cuando Dora cumplió diecinueve años hizo un viaje a Tierra Santa. Antes de graduarse regresó aún en dos ocasiones. Dedicó los dos años siguientes a estudiar las diversas religiones que existen en el mundo. Luego me propuso la idea de aparecer en un programa por televisión: quería dirigirse a la gente. Gracias a la televisión por cable existen numerosas cadenas religiosas; no tienes más que darle al mando para contemplar a un pastor protestante o a un sacerdote católico.

»—¿Estás decidida? —pregunté a Dora. No sabía que le hubiera dado tan fuerte. Dora quería defender unos ideales que nunca llegué a comprender que yo mismo le había transmitido.

»—Papá, consígueme una hora en televisión tres veces a la semana y proporcióname dinero para utilizarlo como yo quiera —me dijo Dora—, y verás lo que es bueno.

»Empezó a hablar sobre cuestiones éticas, sobre la forma de salvar nuestra alma en el mundo actual. Había pensado un programa que incluía breves alocuciones aderezadas con cánticos y bailes. Sobre el tema del aborto pronuncia unos discursos apasionados y lógicos, recalcando que ambos bandos tienen razón: explica que toda vida es sagrada, pero que una mujer tiene derecho a hacer lo que quiera con su cuerpo.

—He visto el programa.

—¿Te das cuenta de que se transmite por setenta y cinco cadenas de televisión por cable? ¿Te das cuenta del perjuicio que la noticia de mi muerte puede ocasionar a la iglesia de mi hija?

Roger hizo una pausa para reflexionar. Al cabo de unos minutos empezó a hablar con tanta rapidez como antes:

—Creo que nunca tuve ninguna aspiración religiosa, un meta espiritual, por así decirlo, que no encerrase un trasfondo materialista y atrayente. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Desde luego.

—Pero Dora es distinta. A Dora no le importan las cosas materiales. Las reliquias e iconos no significan nada para ella. Dora cree, contra todo razonamiento de orden psicológico e intelectual, que Dios existe.

Roger se detuvo de nuevo y meneó la cabeza como si sintiera lástima de su hija.

—Tenías razón en lo que me dijiste hace un rato. Soy un gángster. Incluso era capaz de estafar y matar por mi querido Wynken. Dora no es como yo.

Recordé su comentario en el bar del hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.» En aquel momento comprendí lo que quería decir, y ahora también.

—Volvamos a mi historia. Hace años, como ya te he dicho, renuncié a la idea de fundar una religión secular. Cuando Dora inició su programa de televisión, hacía años que me había olvidado de aquellas aspiraciones. Tenía a Dora y a Wynken, el cual seguía constituyendo mi obsesión. Había conseguido más libros suyos, y a través de mis contactos había logrado adquirir cinco cartas escritas en aquella época que hacen referencia a Wynken de Wilde, a Blanche de Wilde y a su marido, Damien. Había encargado a mis agentes que buscaran ese tipo de objetos raros en Europa y América. Me atraía el misticismo alemán.

»Mis agentes hallaron una versión abreviada de la historia de Wynken en un par de textos alemanes, en la que se hacía referencia a mujeres que practicaban los ritos de Diana, hechizos y artes mágicas. Wynken había sido expulsado del monasterio y acusado públicamente. Las actas del juicio, lamentablemente, se habían perdido.

»No habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. Pero existían otros documentos y cartas secretas en otros lugares. Era cuestión de utilizar la palabra clave, "Wynken", y saber lo que andabas buscando.

»Cuando disponía de una hora me dedicaba a examinar las figuritas desnudas que aparecían en los libros de Wynken y a memorizar sus poemas de amor. Conocía tan bien esos poemas que era incluso capaz de cantarlos. Cuando veía a Dora los fines de semana —nos reuníamos siempre que podíamos— se los recitaba y le mostraba mi último hallazgo.

»Dora toleraba mi "trasnochada versión hippy sobre amor libre y el misticismo", según decía ella.

»—Te quiero, Rogé —decía Dora—, pero eres un romántico y un iluso si crees que ese sacerdote pervertido era un santo. Su único mérito era acostarse con mujeres. Los libros constituían el medio de comunicarse con su cuñada... de fijar una cita.

»—Pero Dora —protestaba yo—, la obra de Wynken de Wilde no contiene una sola palabra cruel o desagradable. Compruébalo tú misma. —Poseía seis libros de Wynken. Todos versaban sobre el amor. El traductor que trabajaba para mí en aquella época, un profesor de Columbia, había quedado maravillado ante el misticismo de los poemas, la combinación de amor por Dios y el acto carnal. Pero a Dora no la convencía. Estaba obsesionada con sus cuestiones religiosas. Leía a Paul Tillich, William James, Erasmo y numerosas obras sobre el estado en que se encuentra el mundo. La obsesión de Dora es precisamente el estado en que se encuentra el mundo.

—De modo que aunque rescate los libros de Wynken Dora los rechazará.

—En estos momentos no quiere saber nada de mi colección de obras de arte —contestó Roger.

—No obstante quieres que yo proteja esos objetos —dije.

—Hace dos años —contestó Roger con un suspiro de resignación— aparecieron unos artículos sobre mí. Ninguno de ellos mencionaba a Dora, pero me ponían al descubierto. Ella llevaba algún tiempo sospechando; dijo que era inevitable que acabara intuyendo que mi dinero no era limpio.

Roger meneó la cabeza con tristeza y repitió:

—Dijo que no era limpio. El último regalo que permitió que le hiciera fue el convento. Pagué un millón de dólares por el edificio, además de otro millón para eliminar todas las reformas y dejarlo como en tiempos de las monjas, en el siglo diecinueve, con una capilla, un refectorio, unas celdas y unos amplios pasillos...

»No obstante, lo aceptó con reservas. En cuanto a mi colección de obras de arte, olvídalo. Jamás aceptará de mí el dinero que necesita para instruir a sus seguidores, su orden o comoquiera que se llame. La televisión por cable no es nada comparado con lo que yo podía haber hecho por ella, remozando el convento para que lo utilizara como sede de su iglesia. Imagina la riqueza de que dispondría si aceptara mi colección de estatuas e iconos... Un día le dije: "Podrías llegar a ser tan importante como Billy Graham o Jerry Falwell. Por el amor de Dios, no rechaces mi dinero."

Roger sacudió la cabeza con amargura.

—Si acepta verme es por compasión, una virtud de la que mi hermosa hija anda sobrada. De vez en cuando me permite que le haga un pequeño obsequio. Esta noche, sin embargo, se negó en redondo. En cierta ocasión, cuando el programa estaba a punto de hundirse, aceptó la cantidad de dinero suficiente para salvar la situación. Pero no quiere saber nada de mis santos y mis ángeles. Detesta mis libros y mis tesoros.

»Ambos sabemos que su reputación corre peligro. En el fondo le has hecho un favor eliminándome, pero no tardará en aparecer publicada la noticia de mi desaparición. Imagino los titulares: "Una célebre telepredicadora, financiada por el rey de la cocaína". ¿Cuánto tiempo podrá mantener oculto su secreto? Tanto ella como su secreto deben sobrevivir a mi muerte. ¡A cualquier precio! ¿Me oyes, Lestat?

—Sí, Roger, te oigo perfectamente. Pero Dora todavía no corre peligro.

—Mis enemigos son implacables y el Gobierno... ¿Quién sabe quién es el Gobierno ni qué demonios hace?

—¿Crees que Dora teme que estalle el escándalo?

—No. Puede que se sienta deprimida por mi desaparición, pero el escándalo no la afectará. Quería que renunciara a mis negocios. Ésa era su línea de ataque. No le importaba que la gente descubriera que éramos padre e hija. Quería que renunciara a todo. Temía por mí, como haría cualquier hija o esposa de un gángster.

»—Permíteme ayudarte a construir tu iglesia —le rogué—. Acepta el dinero.

»La televisión ha servido para demostrar que Dora es una joven de carácter, pero poco más. Su situación es complicada. Carece de fondos. Tendrá que subir ella sola la escalera que conduce al cielo. No puedo ayudarla. Depende exclusivamente de sus seguidores para obtener los millones que necesita.

»¿Has leído las obras de las místicas a las que se refiere con frecuencia, Hildegard de Bingen, Julia de Norwich y Teresa de Ávila?

—Sí, he leído las obras de todas ellas —contesté.

—Unas mujeres inteligentes que desean ser oídas por otras mujeres inteligentes. Dora ha empezado a atraer una audiencia que incluye ambos sexos. En este mundo no consigues nada si te diriges sólo a un sexo. Es imposible. Hasta yo lo sé, el magnate, el genio de Wall Street. Dora atrae a todo tipo de personas. Ojalá dispusiera de otros dos años para levantar su iglesia antes de que Dora descubriera...

—Estás equivocado. Deja de arrepentirte. Si hubieras construido una iglesia importante habrías precipitado el escándalo.

—No, una vez que la iglesia estuviera edificada y consolidada el escándalo no habría tenido importancia. El problema radica en que es una iglesia pequeña, y cuando eres pequeño e insignificante un escándalo puede hundirte —replicó Roger con enojo. Estaba muy agitado, pero su imagen había adquirido mayor fuerza—. No puedo destruir a Dora...

Roger se detuvo bruscamente y se estremeció. Luego se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Cómo crees que acabará todo esto, Lestat?

—Dora tiene que seguir adelante —contesté—. Tiene que conservar la fe después de que se descubra tu muerte.

—Sí. Yo soy su mayor enemigo, vivo o muerto, y su iglesia está en una situación precaria; mi hija no es una puritana. Considera a Wynken un hereje, pero no se da cuenta de que su propia compasión por las debilidades de la carne es justamente a lo que se refería Wynken.

—Comprendo. Pero ¿qué pretendes que haga yo? ¿Que salve también a Wynken?

—En realidad, Dora es un genio —prosiguió Roger, sin molestarse en responder—. A eso me refería cuando te dije que era una teóloga. Ha conseguido dominar el griego, el latín y el hebreo, aunque de niña no era bilingüe. Ya sabes lo difícil que es aprender esas lenguas.

—Sí, no para nosotros, pero... —Me detuve bruscamente. Se me había ocurrido una terrible idea.

La fuerza de ese pensamiento lo interrumpió todo.

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