Memnoch, el diablo (58 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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Pero ninguno de ellos dio un paso; ambos permanecieron inmóviles. El inmenso poder de Maharet quedaba disimulado bajo su esbelta y blanca figura. Los tres sufrían ante esta situación. Percibía el olor de su sufrimiento.

—Te he traído esto —dijo Maharet, extendiendo la mano—. Cuando lo leas gritarás y te desesperarás, y nosotros te retendremos aquí, a salvo, hasta que consigas dominarte. Bajo mi protección. En este lugar. Serás mi prisionero.

—¿Qué? ¿Qué es esto? —pregunté.

Se trataba de un pedazo de pergamino viejo y arrugado.

—¿Qué demonios es esto? —insistí—. ¿Quién te lo ha dado?

No me atrevía a tocarlo siquiera.

Maharet me sujetó la mano izquierda con una fuerza increíble, obligándome a soltar los sacos que contenían los libros, y me entregó el pergamino.

—Me lo dieron para que te lo entregara —dijo.

—¿Quién te lo dio? —pregunté.

—La persona que lo escribió. Léelo.

Tras soltar una palabrota, abrí apresuradamente el pergamino.

Sobre éste yacía mi ojo, mi ojo izquierdo. El pequeño paquete contenía mi ojo, envuelto en una carta. Mi ojo azul, vivo e intacto.

Sin pensármelo dos veces, cogí el ojo y me lo introduje en la cuenca izquierda. Sentí cómo los nervios oculares se extendían hacia el cerebro, para unirse a éste, y recuperé la visión del ojo.

Maharet me miraba fijamente.

—¿Por qué habría de gritar? —pregunté—. ¿Qué crees que veo? ¡Sólo veo lo que veía antes! —exclamé, volviendo la cabeza a izquierda y derecha. La angustiosa oscuridad había desaparecido de la cuenca del ojo izquierdo, el mundo volvía a mostrarse completo y veía las vidrieras de la capilla y al trío que tenía ante mí, observándome—. ¡Gracias, Dios mío! —murmuré. ¿Pero qué significaba esa invocación? ¿Una oración de gracias o simplemente una exclamación?

—Lee lo que dice el pergamino —dijo Maharet.

¿Qué era aquello? ¿Un lenguaje arcaico? ¿Una fantasía? Unas palabras en una lengua que no era tal, pero que se hallaban perfectamente articuladas. Así, conseguí descifrar entre la maraña de figuras y dibujos aquellas frases que aparecían escritas con sangre, tinta y hollín:

A mi príncipe,

en señal de gratitud por tu

espléndido trabajo.

Con amor,

Memnoch,

el diablo.

—¡Mentiras, mentiras, mentiras! —bramé. De pronto oí el sonido de unas cadenas—. ¡No existen cadenas capaces de sujetarme! ¡Malditos! ¡No son más que mentiras! ¡Vosotros no le visteis! ¡Él no os entregó esto!

David, Louis y Maharet con su inconcebible fuerza, una fuerza que existía desde tiempos inmemoriales, antes de que se grabaran las primeras tabletas en Jericó, me rodearon, acorralándome. Ella era infinitamente más poderosa que los otros; yo era como su hijo, revolviéndome contra ella y maldiciéndola.

Me arrastraron a través de la oscuridad. Mis gritos retumbaban entre los muros de la habitación que habían elegido para mantenerme prisionero, con sus ventanas tapiadas, parecida a una mazmorra. Por más que me resistí, al fin consiguieron sujetarme con las cadenas.

—¡Es mentira, mentira, mentira! ¡No lo creo! ¡Si alguien me engañó fue Dios! —grité—. Fue Él quien lo hizo. Nada es real a menos que lo haga Él, Dios Encarnado. No fue Memnoch. ¡Es imposible! ¡Es mentira!

Me quedé tendido en el suelo, exhausto, impotente. Nada me importaba ya. Incluso sentía cierto alivio ante el hecho de estar encadenado, de no poder aporrear las paredes con los puños hasta destrozarme las manos, o golpearlas con la cabeza, o peor aún...

—¡Mentira, mentira, todo es una gran mentira! ¡Eso es lo único que vi! ¡Un circo de mentiras!

—No todo es mentira —respondió Maharet—. Es el eterno dilema.

Guardé silencio. Noté que mi ojo izquierdo iba adquiriendo vigor a medida que se unía más estrechamente al cerebro. Había recobrado mi ojo. Recordé la expresión de horror de Memnoch al ver mi ojo sobre el escalón del infierno, y la historia del ojo del tío Mickey. No lograba entenderlo. Desesperado, comencé a gritar de nuevo.

Me pareció oír vagamente la suave voz de Louis, protestando, implorando, discutiendo. Oí el ruido de unos cerrojos y unos martillazos, como si alguien clavara unos clavos en un pedazo de madera. Oí a Louis suplicar.

—Sólo durante un tiempo... —dijo Maharet—. No podemos hacer otra cosa, es demasiado poderoso. O lo encerramos aquí o tendremos que matarlo.

—¡No! —gritó Louis.

Oí protestar a David, oponiéndose a la decisión de Maharet.

—No le mataré, pero permanecerá aquí hasta que le permita marcharse —dijo ésta.

Tras estas palabras, desaparecieron.

—Cantad —murmuré. Hablaba con los fantasmas de los niños—. Cantad...

Pero el convento estaba vacío. Todos los pequeños fantasmas se habían esfumado. El convento era mío: el siervo de Memnoch, el príncipe de Memnoch. Estaba solo en mi prisión.

26

Dos noches, tres noches. Fuera, en la metrópoli moderna, el tráfico circulaba por la amplia avenida. Oí pasar a unas parejas, murmurando entre las sombras de la noche. Oí el aullido de un perro.

¿Cuatro, cinco noches?

David estaba sentado junto a mí y leía el manuscrito de mi historia palabra por palabra, todo cuanto yo había dicho, tal como él lo recordaba, deteniéndose de vez en cuando para preguntar si era correcto lo que había escrito, si ésas eran las palabras que yo había utilizado, si ésa era la imagen. Maharet, que se hallaba sentada en un rincón, respondió:

—Sí, eso es lo que él te contó. Eso es lo que veo en su mente. Esas son sus palabras. Eso es lo que él sintió.

Finalmente, al cabo de aproximadamente una semana, Maharet se acercó a mí y me preguntó si ansiaba beber sangre.

—Jamás volveré a hacerlo —contesté—. Me secaré, me convertiré en un objeto duro como la piedra caliza y me arrojarán a un horno.

Una noche apareció Louis, con el apacible talante de un capellán que entra en una cárcel, inmune a las normas pero sin representar ningún riesgo para los carceleros.

Se sentó con movimientos lentos a mi lado, cruzó las piernas y volvió discretamente la cabeza para no mirarme, para no mirar a un prisionero encadenado y enfurecido.

Luego apoyó la mano en mi hombro. Su cabello ofrecía un aspecto relativamente moderno, es decir, lo llevaba corto, limpio y bien peinado. Sus ropas eran también nuevas y limpias, como si se hubiera puesto su mejor traje para venir a visitarme.

Sonreí al pensar que se había puesto sus mejores galas para venir a verme. Era un gesto habitual en él, y cuando yo veía que llevaba una camisa con botones antiguos de oro y madreperla comprendía que se había esmerado en su atuendo, lo cual le agradecía como un enfermo agradece que le apliquen un trapo fresco y húmedo en la frente.

Noté que sus dedos me apretaban el hombro, lo cual también le agradecí, aunque no tenía el menor interés en demostrarlo.

—He leído los libros de Wynken —dijo Louis—. Fui a recogerlos. Los habíamos dejado en la capilla —añadió, mirándome con naturalidad, aunque de forma respetuosa.

—Gracias —respondí—. Los dejé caer cuando cogí el ojo que estaba envuelto en el pergamino. ¿O me cogió ella la mano? Sea como fuere, dejé caer los sacos que contenían los libros y me olvidé de ellos. No puedo moverme con estas cadenas.

—He llevado los libros a nuestra casa de la calle Royale. Están allí, como muchos otros tesoros, dispersos por el apartamento para que nos deleitemos contemplándolos.

—Sí. ¿Has examinado las diminutas ilustraciones? —pregunté—. Yo no tuve tiempo de hacerlo como es debido, todo sucedió con tanta rapidez. Apenas pude abrir los libros. Si hubieras visto el fantasma de Roger en el bar y le hubieras oído describir los libros...

—Son una maravilla. Son magníficos. Te encantarán. Te quedan muchos años por delante para disfrutar de su lectura y examinarlos. He empezado a leerlos con ayuda de una lupa, pero tú no la necesitarás. Tienes una vista más potente que la mía.

—Quizá podamos leerlos juntos.

—Sí... leeremos los doce libros que escribió Wynken de Wilde —respondió Louis. Habló suavemente sobre las prodigiosas imágenes, las pequeñas figuras humanas, los animales y las flores, y el león yaciendo con el cordero entre las fauces.

Cerré los ojos. Me sentía satisfecho, contento. Louis comprendió que no deseaba seguir hablando.

—Te esperaré allí, en nuestro apartamento —dijo—. No pueden retenerte aquí por mucho tiempo.

¿Cuánto es mucho tiempo?

La temperatura parecía haber aumentado.

Quizá viniera a verme David.

A veces cerraba los ojos y los oídos y me negaba a escuchar cualquier sonido que estuviera destinado específicamente a mí. Oía cantar a las cigarras cuando el cielo aún estaba teñido de rojo, al atardecer, y los demás vampiros dormían. Oía a los pájaros volar y posarse sobre las ramas de los robles en la avenida Napoleón. Oía las risas de los niños.

También oía a los niños cantar o hablar en susurros, como si intercambiaran confidencias al abrigo de una tienda de campaña confeccionada con una sábana. Percibía sus pasos en la escalera.

Y más allá de los muros, el ruido, estruendoso, amplificado, de la eléctrica noche.

Una noche abrí los ojos y vi que me habían quitado las cadenas.

Estaba solo y la puerta de la habitación se encontraba abierta.

Tenía la ropa hecha jirones, pero no me importaba. Me levanté no sin esfuerzos. Tenía los músculos anquilosados y los brazos y las piernas me dolían. Por primera vez en las dos últimas semanas, me palpé el ojo izquierdo para asegurarme de que seguía allí, aunque veía perfectamente. En realidad, hacía tiempo que había dejado de pensar en él.

Salí del orfelinato a través del viejo patio. Durante unos instantes vi unos columpios de hierro, como los que solían fabricar antiguamente para los niños. Observé los soportes en forma de A que se hallaban a cada extremo, la barra transversal y a los niños y niñas columpiándose alegremente, con el cabello ondeando al viento, y oí sus risas. Luego alcé la vista, aturdido, y miré las vidrieras de la capilla.

Los niños habían desaparecido. El patio estaba desierto. Mi palacio se había esfumado. Dora había cortado todos los vínculos con el pasado. Se había marchado para saborear su extraordinaria victoria.

Caminé durante largo rato por la avenida St. Charles.

Caminé bajo los viejos robles, por las viejas aceras, frente a las mansiones de ladrillo, modernas y antiguas. Atravesé la avenida Jackson, con su curiosa mezcla de tabernas y carteles de neón, edificios en ruinas y elegantes comercios, una zona derruida y abandonada que se extiende hasta la parte baja de la ciudad.

Me detuve frente a una tienda desierta en la que antiguamente vendían costosos automóviles. Durante cincuenta años habían vendido lujosos automóviles, y ahora no era más que un espacio vacío que estaba rodeado de muros de cristal. Vi mi imagen reflejada en el cristal. Había recuperado mi extraordinaria visión y mis dos ojos veían por igual.

Me vi a mí mismo.

Deseo que vosotros me veáis. Deseo que me miréis, que contempléis el aspecto que presento actualmente, mientras juro que cada palabra de esta historia es cierta, que la he relatado con sinceridad.

Soy el vampiro Lestat. Esto es lo que vi. Esto es lo que oí. Esto es lo que sé. Lo único que sé. Os ruego que creáis mis palabras, lo que he dicho y escrito. Aún sigo aquí, soy el héroe de mis propios sueños; dejad que continúe siendo el héroe de los vuestros.

Soy el vampiro Lestat.

Permitid que pase de la ficción a la leyenda.

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