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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (51 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Estoy vaciando el infierno a gran velocidad, alma tras alma. Les hablo sobre lo que sufren los humanos, lo que ellos saben y lo que pueden hacer, y gracias a mis enseñanzas las almas se reforman rápidamente y suben al cielo.

»¿Quién crees que llega al infierno sintiéndose más estafado, furioso y amargado: el niño que murió en la cámara de gas en un campo de exterminio o el soldado con las manos manchadas de sangre hasta los codos a quien aseguraron que si aniquilaba al enemigo del estado hallaría su lugar en valhala, el paraíso o el cielo?

No respondí; me limité a guardar silencio, a escucharlo y observarlo.

Memnoch se inclinó hacia delante con objeto de reclamar mi atención y súbitamente cambió de fisonomía, ante mis propios ojos, dejando de ser el diablo, un hombre-animal con patas de macho cabrío, para convertirse en un ángel ataviado con una sencilla túnica. Sus ojos azules y luminosos contrastaban con la hosca expresión de su semblante.

—En el infierno trato de subsanar las torpezas que Él ha cometido —dijo Memnoch—. Borro el daño que el sufrimiento y las injusticias causan en los seres humanos. Les enseño que pueden ser mejores que Él.

»Pero ése es mi castigo por haber discutido con Él: habitar en el infierno para ayudar a las almas a cumplir su ciclo tal como Él lo entiende. En caso de no conseguir instruirlas y ayudarlas, permaneceré allí por siempre.

»Sin embargo, el infierno no es mi campo de batalla.

»Mi campo de batalla es la Tierra, Lestat. No lucho contra Él en el infierno, sino en la Tierra. Recorro el mundo tratando de derribar todos los edificios que Él ha construido para santificar la autoinmolación y el sufrimiento, para santificar la agresión, la crueldad y la destrucción. Alejo a hombres y mujeres de sus iglesias para enseñarles a bailar, cantar, beber y abrazarse con gozo y pasión. Hago cuanto puedo para mostrarles la mentira que encierran todas las religiones. Trato de destruir las mentiras que Él ha permitido que se propagaran por el universo a medida que éste evolucionaba.

»Él es el único que puede disfrutar impunemente del sufrimiento, puesto que es Dios y no conoce el significado de esa palabra. Ha creado unos seres que están dotados de una mayor capacidad de conocimiento, sentimiento y amor que Él mismo. La última victoria sobre la maldad humana no se producirá hasta que Él no haya sido destronado, desmitificado, olvidado, repudiado, y hombres y mujeres busquen la bondad, la justicia, la ética y el amor que guardan dentro de sí.

—Eso es justamente lo que los seres humanos intentan hacer, Memnoch —respondí—. A eso se refieren cuando afirman que odian a Dios. A eso se refería Dora cuando crispó los puños y dijo: «Pregúntale por qué permite que existan estas cosas.»

—Lo sé. ¿Vas a ayudarme a luchar contra Él y contra su Cruz?

»Me acompañarás a la Tierra, al cielo y al infierno, ese funesto lugar donde las almas se retuercen entre tormentos, obsesionadas con el sufrimiento de Él. No me servirás en un solo lugar, sino en los tres. Y, al igual que yo, pronto comprobarás que la intensidad de las emociones que experimentas en el cielo resulta tan insoportable como el infierno. El éxtasis que se respira allí hará que desees bajar al infierno para ayudar a las almas confusas y atormentadas a que abandonen las tinieblas. Cuando contemplas la luz, no puedes olvidarte de ellas. En eso consistirá tu misión.

Tras detenerse unos momentos, Memnoch preguntó:

—¿Tienes valor para bajar a contemplarlo?

—Sí.

—Te advierto que se trata del infierno.

—Empiezo a imaginar...

—No existirá siempre. Llegará un día en que el mundo será destruido por sus adoradores humanos, o bien todos los que mueran vean su luz y se rindan ante Dios y se apresuren a reunirse con Él en el cielo.

»Un mundo perfecto o un mundo destruido. En cualquier caso, ello marcará el fin del infierno. Entonces regresaré al cielo, satisfecho de poder permanecer allí por primera vez en mi existencia, desde el comienzo del tiempo.

—Condúceme al infierno, deseo conocerlo.

Memnoch me acarició la cabeza y las mejillas. Sus manos tenían un tacto suave y cálido que me procuró tranquilidad.

—Varias veces, en el pasado —dijo Memnoch—, estuve a punto de apoderarme de tu alma. La vi abandonar tu cuerpo, pero luego la poderosa carne sobrenatural, el coraje del héroe, conseguía rescatarla, restituirla al monstruo, y se me escapaba de las manos. Ahora me arriesgo a precipitarte a una muerte prematura, en la confianza de que podrás soportar lo que vas a ver y oír, y después regreses conmigo para ayudarme.

—¿Hubo algún momento en que mi alma pudo haber alcanzado el cielo, zafándose de ti y de tu infernal torbellino?

—¿Tú qué crees?

—Recuerdo una vez... cuando estaba vivo...

—Sigue.

—Fue un momento maravilloso, que se produjo mientras bebía unas copas de vino y charlaba con mi buen amigo Nicolás en una posada de mi aldea natal, en Francia. De pronto todo me pareció tolerable y bello, con independencia de cualquier horror e injusticia que pudiera existir. Fue un instante fugaz, embriagador. Más tarde lo describí en un libro, en un intento de evocarlo. Fue un momento en que me sentí capaz de perdonarlo todo, de darlo todo, quizá cuando ni siquiera existía, cuando todo lo que veía se hallaba más allá de mi alcance, fuera de mí. No lo sé. Quizá si hubiera muerto en aquel instante...

—Pero te asustaste al comprender que aunque murieras quizá no llegarías a entenderlo todo, que quizá no existiera nada...

—... sí. Y ahora temo algo peor. Temo que exista algo, algo que sea infinitamente peor que la nada.

—Tienes razón. Bastan unas tuercas, unos clavos y una hoguera para hacer que los seres humanos deseen no haber nacido nunca. ¡Imagínate, desear no haber nacido nunca!

—Conozco esa sensación. Temo volver a experimentarla.

—Y no te equivocas. Pero nunca has estado tan preparado como en estos momentos para afrontar lo que voy a revelarte.

21

El viento barría el campo sembrado de piedras; la gran fuerza centrífuga disolvía y liberaba a las almas que se le resistían a medida que éstas asumían una forma humana y llamaban a las puertas del infierno o deambulaban a lo largo de sus gigantescos muros, entre el resplandor de las hogueras que ardían en su interior, gimiendo, implorando y apoyándose unas en otras.

Las voces quedaban sofocadas por el sonido del viento. Algunas almas con forma humana luchaban y se debatían, otras vagaban como en busca de algo pequeño y perdido, para luego alzar los brazos y dejarse engullir por el torbellino.

La figura de una mujer, pálida y delgada, se detuvo para acoger entre sus brazos a un grupo de almas infantiles que vagaban perdidas, llorando de forma desconsolada. Algunos de los niños eran tan jóvenes que aún no habían aprendido a caminar.

Nos acercamos a las puertas del infierno, formadas por unos gigantescos arcos negros y relucientes como una obra de ónice que hubiera sido tallada por artesanos medievales. Por doquier sonaban los lamentos y quejidos de las almas perdidas. Los espíritus extendían la mano para tocarnos. Los murmullos nos cubrían como las moscas y mosquitos que revoloteaban sobre el campo de batalla. Unas figuras espectrales trataban de asirme por el pelo y la chaqueta.

A nuestro paso se alzaban las voces de los condenados, como un rugido de oprobio: «Ayudadnos, dejadnos entrar, malditos, libradnos de este tormento, malditos, malditos...»

Yo parpadeé, en un intento de lograr ver algo entre la densa penumbra. Ante mí desfilaron unos rostros patéticos, de cuyos labios brotaban unas exclamaciones y gemidos que me abrasaban la piel.

Las puertas del infierno no eran sólidas; sólo eran unos arcos que daban acceso al mismo.

Más allá se encontraban los Espíritus Amables, en apariencia más sólidos y de un color más vivo que los otros, aunque igualmente diáfanos; éstos llamaban a las almas perdidas por su nombre, gritando a través del viento, y las exhortaban a hallar el medio de entrar, asegurándoles que ese lugar no significaba la perdición.

Algunos espíritus sostenían unas antorchas; sobre los muros ardían unas lámparas. El cielo aparecía iluminado por la luz de los relámpagos y una misteriosa lluvia de chispas que provenía de unos cañones antiguos y modernos. El aire olía a pólvora y sangre. Los fogonazos estallaban una y otra vez como un mágico espectáculo de fuegos artificiales en una antigua corte china, para luego dejar paso a una oscuridad sutil, insustancial, fría.

«Entrad», insistían los Espíritus Amables, unos fantasmas bien formados y proporcionados, decididos y enérgicos como Roger, que vestían ropajes de todas las épocas y naciones. Hombres y mujeres, niños y ancianos, ninguno de esos cuerpos era opaco, pero tampoco débil. Todos trataban de ayudar a aquellas almas que vagaban por el valle en su intento de liberarse del torbellino que las mantenía atrapadas mientras ellas maldecían su suerte y se hundían en la nada. Los Espíritus Amables de la India vestían unos saris de seda y los de Egipto unas túnicas de algodón; aquellas vestiduras correspondían a reinos antiquísimos y las joyas con que se adornaban eran magníficas joyas. Podía verse toda clase de ropajes, desde los más sencillos hasta los más suntuosos: tocados de plumas propios de las tribus que denominamos salvajes, togas sacerdotales, trajes cortesanos, etcétera.

Yo me agarré a Memnoch, impresionado ante aquel espectáculo, no sé si hermoso o grotesco, formado por una multitud de todas las naciones y épocas. Los espíritus —desnudos, negros, blancos, asiáticos, de todas las razas— se movían con seguridad entre las almas perdidas y confundidas, tratando de ayudarlas.

El suelo, cubierto de marga negra y conchas, me lastimaba los pies. ¿Por qué permites esto, Señor?, me preguntaba. ¿Por qué?

El paisaje que se extendía ante nosotros consistía en unas majestuosas laderas y unos precipicios cortados a pico tan profundos y tenebrosos como el abismo infernal.

Los portales estaban iluminados; junto a los elevados muros había unas escalinatas que conducían a unos valles que yo apenas lograba divisar y a unos impetuosos ríos dorados teñidos de sangre.

—¡Ayúdame, Memnoch! —murmuré. No podía cubrirme los oídos pues sujetaba el velo con ambas manos, temeroso de perderlo. Los gritos de los condenados me laceraban el corazón como si me lo partieran a hachazos—. ¡No lo soporto!

—No temas, nosotros te ayudaremos —dijeron los Espíritus Amables al tiempo que se agolpaban a mi alrededor y me observaban con curiosidad y preocupación, abrazándome y besándome—. Ha llegado Lestat. Lo ha traído Memnoch. Bienvenido al infierno.

Las voces aumentaban y disminuían de volumen, superponiéndose, como si una multitud estuviera rezando el rosario, cada cual desde una localización distinta, o entonando un extraño cántico.

—Te amamos.

—No temas. Te necesitamos.

—Quédate con nosotros.

—Haz que salgamos pronto de aquí.

Sus caricias no conseguían aplacar el terror que me producía la lívida luz, las explosiones de los cañones y el acre olor a humo.

—¡Memnoch! —grité, sin soltar su mano ennegrecida por el hollín mientras me conducía a través de sus dominios, su perfil remoto, su mirada fría y severa.

Más abajo, al pie de la montaña, había unas inmensas praderas repletas de almas que vagaban perdidas, temerosas, entre lamentos y discusiones, junto a aquellas que eran conducidas y consoladas por los Espíritus Amables y otras que corrían enloquecidas a través de la multitud, dibujando sin cesar círculos, como si pretendieran escapar.

¿De dónde provenía esa luz infernal, esa magnífica e implacable iluminación, esos incesantes destellos y estallidos de llamas rojas y cometas que centelleaban sobre los picos de las montañas?

Los gritos de las almas condenadas retumbaban entre los riscos. Otras gemían y cantaban. Los Espíritus Amables se apresuraban a ayudar a incorporarse a las que habían caído, a conducirlas hacia una escalinata, una cueva o un sendero.

—¡Maldito seas, maldito seas, maldito seas!

El eco de sus gritos resonaba entre las cimas de las montañas y los valles.

—¡Jamás obtendremos el perdón!

—No me digas que...

—... alguien tiene que ayudarnos...

—Ven, no temas, no te soltaré la mano —dijo Memnoch mientras descendíamos por una empinada y angosta escalinata que se ceñía al muro de un risco.

—¡No lo soporto! —grité de nuevo.

Pero el viento ahogó el sonido de mi voz. Introduje la mano derecha en la chaqueta para asegurarme de que no había perdido el velo y luego me agarré a la roca. Su áspera superficie presentaba unas hendiduras y grietas que parecían producidas por centenares de millares de manos que hubieran tratado de trepar por ella. Los gritos y gemidos me nublaron la razón. Al fin llegamos a un valle.

¿O era acaso un mundo tan vasto y complejo como el cielo? Al igual que en éste, había multitud de palacios, torres y arcos de un sombrío color pardo, teja y ocre, y oro viejo o ennegrecido, así como estancias llenas de espíritus de todas las edades y naciones que conversaban, discutían y cantaban. Algunos se abrazaban para consolarse mutuamente. Vi soldados de uniforme que habían participado en guerras antiguas y modernas, mujeres vestidas con los típicos ropajes negros y holgados de Tierra Santa, gentes del mundo moderno que llevaban trajes comprados en los grandes almacenes. Todos estaban cubiertos de polvo y hollín, lo cual impedía que los colores brillaran en todo su esplendor. Algunas almas lloraban y se acariciaban mutuamente para consolarse, otras asentían, gritaban o blandían furiosas el puño.

Vi también unas almas vestidas con toscos y raídos hábitos sacerdotales, monjas con unas tocas blancas e impecables, princesas con mangas abullonadas de terciopelo, hombres desnudos que se paseaban entre la multitud como si jamás hubieran vestido una prenda, sencillos trajes de algodón y otros de encaje antiguo, brillantes sedas y tejidos sintéticos, finos y gruesos, guerreras de color caqui, relucientes armaduras de bronce, túnicas campesinas, elegantes y modernos trajes de lana, vestidos plateados; cabellos de todos los colores, alborotados por el viento; rostros de todos los colores; ancianos que descansaban con las manos apoyadas en las rodillas, mostrando sus calvas sonrosadas y sus arrugados cogotes, y las depauperadas formas de gentes que habían muerto de hambre, y bebían de los arroyos como los perros, mientras otras permanecían sentadas con la espalda apoyada en una roca o el tronco de un árbol con los ojos semicerrados, cantando, soñando, rezando.

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